El economista egipcio Samir Amin, en su libro de 1973 «El capitalismo periférico»,[1] advertía que la “globalización” –moderna
expansión o mundialización del capitalismo– implica, en el ámbito de las
relaciones sociales, políticas y económicas internacionales, una lógica de
producción de desigualdad entre las partes (centrales, semiperiféricas y
periféricas) integrantes del sistema-mundo.[2] El sociólogo e historiador estadounidense
Immanuel Wallerstein, por su parte, propone una matriz de análisis
historiográfica de la transformación de los sistemas sociales
político-económicos que va de los mini-sistemas
hasta los sistemas-mundo. De acuerdo
a esta matriz tenemos primero los mini-sistemas
(únicos sistemas hasta el 8000 a.C.) –cuya definición antropológica se ha hecho
en términos de “bandas” y “tribus”–, que implican en cada caso una sola
estructura política, una economía con una división del trabajo a pequeña escala
y una sola cultura; y luego tenemos dos tipos de sistemas-mundo (desde el 8000
a.C. hasta hoy), “imperios-mundo” y “economías-mundo”, que respectivamente
implican mundialización política y mundialización económica. El
“imperio-mundo”, bajo una estructura política y una estructura económica,
integra múltiples culturas y es un sistema donde la economía está dominada e
integrada por una sola clase política; la “economía-mundo”,
bajo una estructura económica, integra múltiples estructuras políticas y
múltiples culturas, es un sistema donde las clases políticas están integradas
dentro de una sola economía.[3]
El “moderno sistema mundo” como economía-mundo se configuraría así en la forma del capitalismo
durante el siglo XVI en Europa noroccidental, y se extendería por todo el
planeta durante el siglo XX. Tras el declive del régimen de producción feudal, durante
el siglo XVI algunos señores feudales de Inglaterra y del norte de Francia se
convirtieron en capitalistas y pusieron en movimiento un proceso gradual de
expansión colonial que configuró la red mundial de intercambio económico
–poniendo a América, África y Medio Oriente como ámbitos periféricos del
sistema-mundo económicamente mundializado. Este proceso tuvo un auge importante
en la época del imperialismo colonialista. Según Wallerstein, el sistema-mundo
funciona como un mecanismo de dominación que redistribuye colonial y
extractivistamente los recursos naturales, materias primas y alimentos desde la
periferia (“países subdesarrollados”, “tercer mundo”) y la semiperiferia
desindustrializada (“países en vías de desarrollo”, “segundo mundo”) al centro
industrializado (“países desarrollados”, “primer mundo”), para luego constituir
como su mercado a esa misma periferia y semiperiferia explotada y despojada. De
acuerdo a la gramática económico-política tal como se articulaba hasta mediados
del siglo XX, la división mundial del trabajo dividía al mundo en dos: un
pequeño grupo de países dedicados a producir bienes industriales, y el resto de
los países dedicados a producir materias primas –tal gramática era el objeto de
la crítica “desarrollista”. Desde la segunda mitad del siglo XX tal división
internacional del trabajo se ha modificado –erosionando la nitidez de la imagen
del mundo centro-periferia–, pues muchos países céntricos se han
desindustrializado en la medida en que las corporaciones multinacionales que en
ellos se basan han ido “des-localizando” sus actividades productivas hacia
países como China, India o países periféricos, en función de criterios tales
como la disponibilidad de reservas de mano de obra cualificada y barata, la
disponibilidad y calidad de las infraestructuras, la proximidad de los
mercados, etc., proceso que además ha sido facilitado y acelerado por el
desarrollo exponencial de las tecnologías de la información, comunicación y
transporte.
Si la actual economía-mundo
integra múltiples estructuras políticas y múltiples culturas dentro de una sola
estructura económica dominada por capitales transnacionales basados en los
centros del sistema, ello implica que no son las sociedades locales las que en
cada caso constituyen la base de los Estados, sino que los Estados son las
unidades políticas de la sociedad moderna internacional y económica –oligarquía
internacional. Es decir, los Estados son las territorializaciones policiales de
poderes políticos funcionales al despliegue del capital transnacional. En este
sentido podríamos leer el fenómeno de la crisis del sistema de representación
política de las democracias liberales. Si a partir de la revolución burguesa la
modernidad estatal-nacional implicaba un contrato histórico entre Estado y ciudadanía
–la puesta en juego de una economía política en función de los ciudadanos
nacionales–, con la modernidad global ese contrato se rompe al quedar al
desnudo su carácter ilusorio: la economía política pasa a estar cada vez más
explícitamente en función de los capitales transnacionales, de modo que los
ciudadanos se distancian de sus clases políticas en la medida en que éstas se
distancian de la ciudadanía al trabajar para el capital.
Geopolítica económica y geoeconomía política
Ampliemos ahora el enfoque histórico a la configuración de
la economía-mundo capitalista desde
fines del siglo XIX hasta hoy. En perspectiva histórica, tenemos un arco que va
desde la geopolítica económica del imperialismo clásico (1880-1945), pasando
por el período de transición del imperialismo de postguerra (1945-1975), hasta
la constitución de lo que podríamos formular como la geoeconomía política del
imperialismo neoliberal (desde 1975 hasta hoy).[4]
El imperialismo
clásico (1880-1945) es la etapa del imperialismo cuya teorización clásica
se encuentra en el ensayo de Vladimir Lenin, «El imperialismo, fase superior del capitalismo», de 1916. Se trata
de una etapa en que los Estados nacionales capitalistas crecen económicamente
en sus metrópolis, lo que incentiva el imperialismo en la forma del
colonialismo –especialmente el colonialismo inglés (Egipto, 1882; Sudáfrica,
1899-1902). En términos económicos, las metrópolis se cierran desde el libre
comercio al proteccionismo, pero se vuelcan hacia afuera en la aventura
colonial buscando la ampliación de sus mercados –para subsanar el bajo consumo
metropolitano producido por la desigualdad capital/trabajo: aumento de la
explotación, concentración de capital (tesis de Rosa Luxemburgo)–, pero también
para conquistar fuentes de recursos naturales –por cuya disputa se generaban
los conflictos entre potencias imperiales– y exportar capitales industriales y
financieros (tesis de Lenin). Este proceso de colonización económica se daba
apuntalado por un clima cultural caracterizado por el nacionalismo, el
militarismo y el racismo, todo ello articulado por un discurso colonialista
que, condensado en el mito de la superioridad europea, naturalizaba la
expansión colonial en nombre de la agencia civilizadora (evangelización,
educación, mejoramiento de la raza, superación del subdesarrollo). El
colonialismo imperial es así consecuencia de la dinámica del capitalismo, que
como tal implica militarismo y armamentismo para consolidarse
metropolitanamente y territorializarse en expansiva, con los choques
interimperiales que ello conlleva. Es en este contexto que, entre fines del
siglo XIX y comienzos del XX, se da una ruptura de los equilibrios
imperialistas europeos –el auge de Inglaterra, el retroceso de Francia y el
avance de Alemania que contrarresta su llegada tardía al reparto del mundo con
acciones militares desenfrenadas–, produciéndose el desenlace de la primera
guerra mundial entre potencias imperiales.
El cambio de escenario se da tras la segunda guerra mundial:
el advenimiento del imperialismo de postguerra está signado por el paulatino
paso del nómos territorial
estatal-nacional al nómos del capital
transnacional. El imperialismo de postguerra (1945-1975) es la etapa del
imperialismo que, en lo geopolítico, se caracteriza por la ausencia de guerras
interimperiales por el reparto del mundo. Lo que se gesta es, más bien, un
proceso de unificación regional de potencias europeas, bajo el predominio de
Estados Unidos que emerge como superpotencia, con la ONU localizada en New York
–y su Consejo de Seguridad como función de supervisión mundial– y comandando a
la OTAN desde el Pentágono, en virtud de la asunción de un liderazgo declarado
y un poder de disuasión nuclear ya suficientemente explícito. La estrategia que
Estados Unidos puso en juego al final de la segunda guerra mundial, en lugar de
demoler político-militar y económicamente a sus adversarios –como históricamente
lo había ejemplificado el Tratado de Versalles–, fue aplicar el Plan Marshall,
cuya táctica es la reconstrucción económica y el sometimiento político-militar:
un sistema de “alianzas subalternas” generadas por Estados Unidos en relación
con Europa y Japón. En el plano económico, resulta decisivo en esta etapa del
imperialismo el proceso de avance en la asociación internacional de capitales
norteamericanos, europeos y japoneses, los que comienzan a circular en busca de
ampliar mercados, reducir costos en trabajo e insumos y aumentar la
productividad. Este capitalismo multinacional incipiente implica el aumento de
la presión librecambista contra el proteccionismo, en orden a liberalizar la
circulación del capital respecto de la función estatal de contención de las
fuerzas de apropiación privada internacionales. Si el imperialismo clásico
había transitado del librecambio al proteccionismo (bloques belicistas
estatal-nacionales), el imperialismo de postguerra marca un giro del
proteccionismo al librecambio (alianzas de negocios internacionales).[5]
El imperialismo neoliberal (1975 hasta hoy) es la etapa del
imperialismo en que el capital rompe los últimos diques de contención
estatal-nacional a las fuerzas de apropiación privada, lo que se patentiza en
la precarización del trabajo y el desmantelamiento del sistema de protección
social (ofensiva contra las conquistas populares), la expansión del capital a
nuevos sectores (privatización de empresas estatales, salud, educación,
pensiones) y la expansión del capital transnacional a nuevos territorios (ex
países socialistas). Explotación, privatización de lo común y expansión
territorial constituirían su triple sello. La recuperación de la tasa de
ganancia del capital implica en esta etapa el aumento de la desigualdad no sólo
en las metrópolis, sino también en virtud de una división mundial del trabajo
metrópolis/periferia. En este contexto el imperialismo va territorializando un
orden capitalista transnacional en virtud de la política policial-militar de
Estados Unidos apoyada por Europa y Japón, y en todo ello se da un claro
predominio de la economía sobre la política –o subsunción de la política en la
economía: fin de la política bélica interestatal, gestión bélica global
(concertada transnacionalmente) para territorializar policialmente el imperio
del capital. Se trataría de administrar policialmente el mundo sin cuestionar
el marco civilizacional del capitalismo. En palabras de Claudio Katz:
Las disputas por los mercados y los abastecimientos de la periferia persisten, pero ninguna potencia está dispuesta a poner en riesgo la continuidad del capitalismo con agresiones que fracturen el bloque de las economías desarrolladas.[6]
El predominio político-militar de Estados Unidos se da
en un complejo escenario multipolar y con nuevos mecanismos de gestión
geopolítica conjunta de la imperialidad, sobre la base de una asociación
económica internacional que requiere de tal imperialidad para territorializarse
en expansiva.[7] En la etapa del imperialismo neoliberal
se refuerza la asociación económica de capitales transnacionales –que había
sido la tónica del imperialismo de postguerra. Estructuralmente ello implica la
generación de un ensamble entre Estado y Capital transnacional (localización de
lo global) que asegure en cada territorio la circulación ilimitada del capital
y las mercancías, la división mundial del trabajo y la administración del flujo
migratorio de poblaciones –favorecer la inmigración para potenciar la
competencia laboral (abaratar el precio del trabajo) y bloquear las corrientes
migratorias que desestabilizan el control de la vida política y social. Otra
característica de la era neoliberal es la multipolaridad: han surgido Rusia y
China como polos de acumulación capitalista, insubordinados militarmente
respecto de Estados Unidos, pero interpenetrados económicamente con la
superpotencia –lo que tiene un rendimiento de subsunción de la geopolítica
militar en la geoeconomía capitalista.
Geoeconomía política y migraciones
El imperialismo neoliberal es lo que ha venido llamándose
con el eufemismo “globalización” y que acontece como un proceso de
mundialización soberana del capital transnacional. Se trata de un proceso liderado
por un conjunto de “ciudades globales” donde se localiza lo global –sedes
centrales de corporaciones transnacionales y grupos financieros, centros de
poder político-estatal–, lo que implica concentración de capital y al mismo
tiempo aumento de la desigualdad, de modo que en tales ciudades se hallan los
beneficiarios de la globalización (elites empresariales, profesionales y
burocráticas globales), pero también los desfavorecidos por la misma
(explotados, despojados, excluidos y expulsados). Saskia Sassen ha mostrado
como, en su dimensión social, este proceso conlleva la formación de tres nuevas
clases sociales.[8] Entre las nuevas clases sociales hay dos
que son beneficiarias de la globalización en virtud del ensamble entre Estado y
Capital: la clase de los agentes del capital transnacional (capitalistas,
profesionales tecnológicos, ejecutivos y lobbystas) y la clase de los
funcionarios públicos transnacionales (economistas y abogados que construyen la
infraestructura jurídica para la circulación ilimitada del capital,
parlamentarios que defienden los intereses del capital transnacional). Pero
también hay una tercera clase social, desfavorecida, constituida por las
fuerzas de trabajo transnacionales (migrantes que acompañan al capital en su
desplazamiento y a los que los Estados precarizan e ilegalizan
productivizándolos como mano de obra barata). Mientras las dos primeras clases
sociales operan en la lógica de la acumulación y la gubernamentalidad (ganancia
y poder), la tercera lo hace en la lógica de la supervivencia.
En la era global de la subsunción de la política en la
economía –geoeconomía política del imperialismo neoliberal–, los migrantes o
refugiados que mueren cruzando el mar o son reprimidos en las fronteras son
sometidos a una situación producida por el acorde entre el cálculo económico y
la producción de una heterogeneidad sacrificial. El primero cierra la
posibilidad de una acogida incondicional a los que huyen de guerras, guerras
que en sus países de procedencia son producto del mismo cálculo que administra
poblaciones y espacios económicos mediante guerras gestionales; la segunda, al
hilo del imaginario del racismo y del paradigma securitario, decide quien queda
fuera, como objeto de cálculo sujeto a pérdidas, vida residual y sacrificable.
Si los vivientes en cuestión son útiles a la gramática de la economía
metropolitana, entonces entran en juego como recursos humanos en reserva; si
sobran o son inútiles, no ajustándose a la norma antropológica occidental,
entonces es cuando entra en juego biopolíticamente la racionalidad
gubernamental del dejar morir. Habría entonces que problematizar la distinción
jurídica que, en virtud de la Convención sobre el Estatuto del Refugiado de la
ONU que data de 1951, se establece entre “migrantes” y “refugiados”: los
migrantes se moverían de país en país por razones económicas, mientras que los
refugiados lo harían escapando de guerras o persecuciones políticas.[9] Pero sucede que la guerra ha mutado, en
un arco que va desde las clásicas guerras interestatales hasta las actuales y
difusas guerras gestionales transnacionales. En tanto las guerras son
producidas por la lógica de la geoeconomía, los refugiados son migrantes que
buscan un mejor horizonte económico lejos de las guerras –no habría existido
Isis sin la guerra de Irak, que a su vez se inscribe en la gramática
geoeconómica de la guerra gestional euro-norteamericana por la administración y
explotación de espacios económicos estratégicos–, así como los migrantes son
refugiados en virtud de su desplazamiento forzado por las condiciones económico-políticas
de sus países de procedencia –piénsese en Haití. Tanto los migrantes como los
refugiados son figuraciones de una vida residual cuya inclusión/exclusión está
sujeta a cálculo económico y decisión política, en un nudo inextricable.
Como sea, en el caso de los inmigrantes o refugiados la
fractura biopolítica se muestra hoy nítidamente en sus dos cesuras decisivas:
el borde sistémico de inclusión/exclusión al interior de la gramática de las
ciudades modernas (apartheid sin frontera); y la frontera territorial que
vuelve a suscitarse con violencia, pero con una violencia articulada ahora
fundamentalmente por la lógica de la geoeconomía política, aunque los espectros
del nacionalismo identitario y racista, de un modo heterocrónicamente funcional,
persistan y apuntalen las prácticas sacrificiales e inmunitarias de corte
económico-policial. En nuestros días la circulación del capital es seguida por
flujos migratorios de población. Por ejemplo, los inmigrantes y refugiados
africanos y asiáticos que van a Europa lo hacen por dos vías: la ruta marítima
del Mediterráneo –que es donde las embarcaciones muchas veces zozobran–, que
parte usualmente de las costas de Libia, pasando por las islas de Lampedusa y
Sicilia para llegar a las playas de Italia; y la otra es la ruta terrestre de
Los Balcanes –que es donde hoy se han reforzado policialmente las fronteras–,
vía que atraviesa Turquía, Grecia, Macedonia y Serbia, para finalmente entrar a
Europa por Hungría. Pero la mayoría de los migrantes no se detienen allí y van
en busca de países de destino más prósperos, precisamente por la concentración
de capitales en “ciudades globales”, como ocurre en Alemania o Suecia. Hay,
pues, una correlación entre flujo de capitales y flujo de poblaciones. Sin
embargo, mientras la circulación del capital tiende a ser ilimitada –para eso
trabajan las redes transnacionales de funcionarios públicos (poderes del Estado
funcionalizados por el Capital, burocracias de avanzada) y las elites
empresariales y profesionales transnacionales (poderes del Capital, dueños y
operadores de las corporaciones, lobbystas),
construyendo la infraestructura del ensamble Estado-Capital transnacional en su
forma contemporánea–, la circulación de poblaciones migrantes es administrada
según el cálculo económico y una forma de decisión política enteramente
subsumida en el primero. Circulación ilimitada de capitales, circulación
administrada de poblaciones.
Si consideramos el capitalismo moderno en su fase colonial
clásica, las fuerzas de apropiación privada se desplegaban necropolíticamente (ex legibus solutus) sobre el territorio
de las colonias, manteniendo un espacio metropolitano protegido de tales
fuerzas –más allá de las dominaciones internas consolidadas–, lo que de algún
modo duró hasta el desmantelamiento neoliberal del “Estado del bienestar”, en
curso desde la segunda mitad del siglo XX. Es decir, los Estados colonialistas
no gobernaban del mismo modo a sus metrópolis que a sus colonias. Pero en la
época de la crisis del Estado nacional y del auge de la globalización
geoconómica, cuando la soberanía estatal-nacional en sus instancias de decisión
política se halla subsumida en la lógica del poder del capital transnacional,
las fuerzas de apropiación privada capitalistas se vuelcan ilimitadamente, es decir,
sin contención, incluso arrasando sobre sus propias poblaciones metropolitanas
–pues los Estados han abdicado de su función de contención respecto de tales
fuerzas. Lo decisivo es que en tal contexto, en lugar de poner freno a la
violencia del capital, los Estados han optado por apuntar policialmente a la
contención de un enemigo absolutamente ficcionalizado –el inmigrante o el
refugiado como “problema”–, en nombre del miedo a la crisis económica, a la
precarización e inestabilidad laboral que el propio capital produce en las
metrópolis. Esto se patentiza hoy, con toda su fuerza, en la configuración
expansiva de un imaginario político “populista de derechas”, en virtud del cual
se ha desplazado la frontera política de antagonismo, modificándose la partición
amigo/enemigo: el enemigo ya no es “el de arriba” que impone su jerarquía
sacrificial y el orden de la explotación en curso, sino “el de afuera” que
amenaza la seguridad y la propia identidad de la comunidad pura y disciplinada.
[1] Amin, Samir, «El capitalismo periférico», traducción del francés al español por Gerardo Dávila, Editorial Nuestro Tiempo, México, 11974, p. 11 y ss.Notas
[2] La “teoría de los sistemas-mundo” –desarrollada por teóricos como Samir Amin, André Gunder Frank e Immanuel Wallerstein, entre otros– analiza en perspectiva historiográfica, geopolítica y geoeconómica el funcionamiento de las relaciones internacionales a lo largo de la historia.
[3] Wallerstein, Immanuel, «Análisis de sistemas-mundo: una introducción», traducción del inglés al español por Carlos Schroeder, Editorial Siglo XXI, México, 12005, p. 9 y ss.
[4] Katz, Claudio, «Bajo el imperio del capital», Escaparate Ediciones, Santiago, 12015, p. 7 y ss.
[5] Katz, opus cit., p. 33 y ss.
[6] Ibídem, p. 46.
[7] El imperialismo capitalista-estatal clásico implicaba más conflicto internacional (guerras mundiales entre imperios) que formas de asociación capitalista transnacional (gestión imperialista-colectiva –“global”– de la economía capitalista y de la guerra para territorializarla). Mientras el colonialismo geopolítico clásico implicaba rivalidad bélica interimperial, el colonialismo geoeconómico neoliberal implica gestión colectiva interimperial. De modo que, en síntesis, los tres factores que permiten distinguir al actual imperialismo neoliberal del imperialismo clásico son: 1) el actual es un imperialismo colectivo en términos de gestión (tesis de Samir Amin), pero bajo el comando de los Estados Unidos –al menos hay una preponderancia de las guerras gestionales comunes por sobre las guerras hegemónicas de cada potencia–; 2) lo que liga esta gestión imperial colectiva es, en el fondo, una asociación económica entre los países imperialistas; 3) las tensiones entre las potencias imperiales ya no conducen a enfrentamientos militares entre los miembros de ese imperialismo colectivo.
[8] Sassen, Saskia. «Una sociología de la globalización», traducción del inglés al español por María Victoria Rodil, Editorial Katz, Buenos Aires, 12007, p. 205 y ss.
[9] Cfr. documento del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), «Introducción a la Protección Internacional», informe de enero de 2005, p. 9 y ss. La distinción entre “inmigrantes” y “refugiados” hace posible, en las fronteras, discriminar jurídicamente entre aquellos a quienes se deja entrar en virtud de obligaciones contraídas por tratados internacionales vinculantes (la figura del refugiado) y aquellos a quienes se puede o dejar entrar o dejar fuera de acuerdo a consideraciones sobre su calificación para integrarse a la gramática económica del país de destino y no transformarse en “carga social” (la figura del inmigrante). La desactivación de esta distinción categorial apunta políticamente a un posicionamiento favorable al libre tránsito transfronterizo, frente a la discriminación arbitraria que tal distinción hace posible en las fronteras debido al carácter altamente indiscernible entre las dimensiones políticas y económicas de la situación de quienes se desplazan en el mundo contemporáneo.
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