Victor Hugo ✆ Gilbert Stuart |
Alberto Ruiz de Samaniego | En Victor Hugo, la meditación es siempre líquida. Situado en la estela de Nerval, el ensueño en él no hace más que derramarse como fluido eruptivo sobre la vida cierta o visible. “Bajo algunos soplos violentos del interior del alma”, escribe Hugo, “el pensamiento se convulsiona, se eleva, y de él sale algo parecido al rugido sordo de la ola” (El hombre que ríe, IV, 1). Océano o caos, las salvajes oscilaciones de la naturaleza aparecen aquí como estados de la mayor profundidad de la conciencia, en esa suerte de analogía universal que caracterizó el concepto romántico de la poesía, ya desde los alemanes[1]. Por eso la contemplación, la observación de un paisaje, por ejemplo, deviene siempre abandono o hundimiento en una insondable condición interior del hombre, que, por supuesto, ya no le pertenece.
Hay siempre algo inhumano en los dibujos
de Hugo. O a-humano: es la fuerza del universo, el arrastre de los elementos,
la plenitud de una multiforme presencia cósmica que se hace visible en una
correspondencia espiritual tan sombría como inhóspita. Imagen-turbulencia,
abertura temible que fascina y espanta entre el afuera del hombre y su alma
pre-consciente; expresión de una fuerza vital, con toda su potencia y aspereza,
que sobrepasa en mucho cualquier medida humana[2].
Pues “la geometría engaña: sólo el huracán es verdadero” (Los miserables II, I, 5).