La noche del 24 de septiembre de 2007, Stanley Mera Vera, el
soldado ecuatoriano de veinte años perteneciente al Ejército español, dormía
sobre el suelo en el estrecho espacio entre las filas de cuatro asientos
enfrentadas en la parte trasera del BMR (blindado medio sobre ruedas). La
rugosa chapa de acero, que por el día se recalentaba con temperaturas de 40 °C,
se convertía por la noche, cuando el termómetro descendía y el metal se
enfriaba, en uno de los pocos lujos que un soldado puede darse en medio del
desierto de Afganistán.
Por las noches, el pequeño rincón dentro del vehículo era
propiedad exclusiva de Mera, que se lo había apropiado no solo porque era
refrescante, sino porque además le protegía de los insectos que aprovechando la
noche salían de sus guaridas. A un cuerpo de distancia dormía un soldado colombiano nacido
en Medellín, Cristian Montaño, de 19 años. Tendido a la izquierda del motor,
ubicado en la parte delantera del vehículo y justo detrás del asiento del
conductor, Montaño dormía con la tranquilidad de tener la ametralladora
Browning 12,70 al alcance de su mano. Sobre el techo descansaba el soldado
albaceteño Rubén López García, de 19 años, que al igual que Montaño no se
despegaba de su puesto junto a la ametralladora alemana MG42 calibre 7,92,
instalada sobre la escotilla trasera, justo encima de Mera.
La colombiana Niyireth Pineda Marín, miembro del Ejército de España, falleció en una explosión en Qala-i-Naw, Afganistán |
El resto del pelotón –un sargento y cuatro soldados, además
del traductor- se había dispersado en torno al vehículo y cada uno se había
buscado su rincón para pernoctar. Acostados sobre mantas que les protegían de
los cantos afilados de las piedras, que a lo largo de kilómetros forman un mar
áspero y gris, los soldados dormían con los pantalones de camuflaje y las botas
beige puestas. Algunos se tendían con el torso descubierto, mientras otros se
conformaban con dormir sin quitarse la camiseta color oliva, utilizando como
almohada los chalecos antibalas mientras, con un ojo entreabierto, vigilaban
sus fusiles HK G36.
Esa noche, bajo un cielo estrellado, se encontraban junto al
refugio de Mera los otros cuatro BMR pertenecientes a la Compañía Española de
Acción Rápida. Ubicados formando un círculo a la luz de la luna, la forma
geométrica contrastaban con la desoladora homogeneidad del desierto. En medio
de esta remota zona del planeta al oeste de Afganistán, en la provincia de
Farah, a 5.700 kilómetros de Madrid y a más de 14.000 kilómetros de Guayaquil,
echaba su último sueño el soldado ecuatoriano Stanley Mera Vera perteneciente
al Ejército español.
Seis años antes, coincidiendo con el comienzo de la guerra
de Afganistán, España inició un proceso de profesionalización de su Ejército.
La supresión del servicio obligatorio en 2001 desembocó en una sensible
disminución en el número de soldados y muchas unidades quedaron prácticamente
desmanteladas, hasta el punto de que algunos buques no se hacían a la mar por
falta de tripulación. Con el fin de cubrir las plazas vacantes, un año más
tarde, el 29 de noviembre de 2002 el Gobierno aprobó por Real Decreto el
ingreso de extranjeros en el Ejército, limitándose a latinoamericanos y
ecuatoguineanos por los “vínculos históricos”.
El Ministerio de Defensa declaró entonces que el ingreso se
debía a que “la inmigración no solo necesitaba una disposición solidaria de la
sociedad española, sino que además imponía un esfuerzo de todas las
Administraciones Publicas, incluyendo a las Fuerzas Armadas”.
El decreto de 2002 permitía un cupo de hasta un 2% de
extranjeros. Sin embargo no fue suficiente y dos años más tarde fue modificado,
ampliándolo a un máximo de 7%. El 4 de mayo de 2007, el porcentaje fue
modificado nuevamente y el número se amplió al 9% actual.
Al final de un largo pasillo, en una de las esquinas del
monumental edificio del Ministerio de Defensa, en una amplia oficina ubicada en
el séptimo piso se encuentra el despacho 731 del subdirector general de la
Dirección General de Reclutamiento y Enseñanza Militar. En el extremo opuesto a
la puerta de la oficina, de unos veinte metros cuadrados y de espaldas a una de
las tres grandes ventanas con cortinas blancas que tamizan la luz primaveral,
está plantado un grueso y ancho escritorio de madera oscura.
Detrás, una impecable figura de un metro ochenta revisa unos
papeles mientras con la mano derecha se acomoda una espesa cabellera entrada en
canas. Uniformado con una camisa blanca primorosamente planchada y un pantalón
negro haciendo juego con los zapatos y las hombreras, el contralmirante se
levanta elegantemente de una cómoda silla de escritorio y se acerca camuflado
tras una sonrisa. Extendiendo la mano con firmeza, dice en tono relajado:
—Buenos días. Contraalmirante Luis Cayetano y Garrido,
subdirector general de la Dirección de Reclutamiento y Enseñanza Militar.
Inmediatamente, el uniformado toma asiento junto a una mesa
redonda de madera clara donde suele celebrar las entrevistas, justo frente a la
puerta de entrada. Al otro lado se acomoda el comandante Navarro, una figura
menos imponente, de pelo blanco y uniforme verde oliva, cuya función es
responder a las preguntas más específicas.
Tras una breve presentación sobre el ingreso de inmigrantes
en el Ejército, el contraalmirante afirma: “A día de hoy, en el Ministerio de
Defensa no tenemos información rigurosa de si se tiene pensado aumentar el
porcentaje de inmigrantes, dependerá de la evolución de los efectivos en el
futuro”. Las Fuerzas Armadas españolas han alcanzado la meta de 86.000
soldados. “Particularmente creo que actualmente no hay necesidad”, agrega.
Hace más de un año la institución debió abrir las puertas a
extranjeros titulados en Medicina, debido a los problemas de los últimos años
para reclutar médicos españoles. Sin embargo, desde que se permitió el ingreso
de extranjeros en 2002, estos no tienen posibilidad de ascender, ni de
permanecer más de seis años en el Ejército a no ser que obtengan la ciudadanía
española. Su ingreso además, se restringe a determinadas unidades.
Las condiciones pasan por tener permiso de residencia
temporal o permanente, ser mayor de edad, menor de 27 años y medir entre 1,55 y
2,03 metros. “Los requisitos son bastante claros, nosotros podemos contratar a
ciudadanos de esos países si tienen el permiso de residencia”. Por lo tanto,
para los jóvenes inmigrantes que no consiguen un contrato de trabajo, el
Ejército se ha convertido en una fuente de empleo casi segura.
—Contraalmirante
Cayetano Garrido: No sé, yo hablo de las condiciones de las Fuerzas Armadas.
Para cosas más concretas mi comandante le puede responder. ¿Tú quieres ampliar
algo Pepe?”.
—Comandante Navarro: La condición es la residencia legal.
Una vez que se hace la prueba de ingreso y se asigna la plaza, se tramita el
cambio de actividad que consiste en poner efectivamente la tarjeta de
residencia en el departamento de inmigración correspondiente.
Julio César Gualta es un ecuatoriano de 23 de años que vive
hace tres en Barcelona. Llegó sin permiso de trabajo. Antes vivía en Guayaquil,
ciudad donde nació, con su madre y hermana mientras su padre, que había
pertenecido al Ejército ecuatoriano, trabajaba en España desde 1999.
De pequeño estudió en el colegio naval y desde entonces le
interesa el Ejército. Cuando terminó el colegio, aunque quería ser ingeniero de
sistemas decidió no entrar a la universidad y esperar a conseguir la residencia
en España. Cuando el padre logró transmitirle el beneficio, que de todas formas
le impedía trabajar, se mudó. Al poco tiempo, casualmente se encontró con un
compatriota en un stand del Ejército. “Me explicó que cogían latinoamericanos,
llamé, saqué una cita, di las pruebas y entré”, dice. Aunque Julio no tenía
permiso de trabajo, no tuvo problemas: “Si tienes residencia, ellos la tramitan
para que te la cambien por la de trabajo”.
Cuando pasó las pruebas en el cuartel del Bruc en Barcelona
le dieron una lista con plazas para extranjeros y eligió en primer lugar la
Brigada de los Cazadores de Montaña porque era la base más cercana a su casa.
Hoy vive con su padre y sus hermanos y trabaja de ocho a cuatro como cualquier
otro empleado, aunque conoce sus restricciones. “Para ascender tienes que ser
nacional”, afirma, por eso este año comenzará a tramitar la ciudadanía para
poder hacer carrera.
El destino final, destino seguro para nuestros hermanos latinoamericanos |
La madrugada del 24 de septiembre de 2007, hacia las cinco y
media de la mañana, cuando Stanley Mera Vera aun dormía, se asomaron los
primeros rayos de luz por detrás del horizonte recortado por la inacabable
cadena montañosa donde comienza el Hindu Kush. El paisaje lunar, que durante la
noche hacía juego con el cielo lleno de estrellas, comenzaba a transformarse
con el pasar de las horas en un infierno.
Stanley Mera Vera nació en Guayaquil. A los ocho años, su
madre, que hacía cuatro años que había emigrado a España, volvió a buscarlo
para llevarlo junto a sus hermanos a Madrid. Distanciado de su padre se crió en
el humilde barrio de Carabanchel y cuando cumplió los dieciocho, siguiendo los
pasos de Ángel, su hermano mayor, decidió ingresar en el Ejército. Tras
completar la instrucción en Murcia ingresó en la Primera Bandera Paracaidista
con base en la localidad madrileña de Paracuellos del Jarama.
Rubén López,
compañero y amigo con quien pasaba la mayor parte del tiempo, recuerda que Mera
“estaba en el Ejército porque le gustaba”. Como soldado “era tranquilo, hacía
su trabajo y cumplía siempre. No lo arrestaron ni una vez”. Durante las tardes
en el cuartel jugaba al fútbol con los compañeros y los fines de semana, si
bien a veces se iba de copas con los amigos, dedicaba la mayor parte del tiempo
a su novia.
A los dos años, cuando ya había cumplido los veinte, a su
batallón le encomendaron una misión en Afganistán, integrada en la Fuerza
Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF), dirigida por la OTAN. Antes
del viaje, Mera mostraba un gran entusiasmo. Cuenta Rubén: “Teníamos un poco de
nervio, pero estábamos con ganas”. Mera repetía: “Por España, lo que sea”.
“!Diana. Venga!”. Fue el grito que despertó a Mera el 24 de
septiembre. Como cada mañana durante las misiones fuera de la base, hacia las
seis, el soldado que cubría el último turno de la guardia pegaba un grito que
despertaba al pelotón. Tras estirar los cuerpos encorvados por la incomodidad
de un sueño improvisado, los ocho soldados y el intérprete se enjuagaron
sucintamente los dientes y se lavaron la cara con la preciada agua. En medio
del desierto y con una reserva calculada al milímetro ducharse era simplemente
inimaginable.
Luego desenroscó el tubo de la leche condensada, vertió un
poco en de una botella con agua y lo batió hasta disolverlo. Al igual que los
últimos diez días, la ración del desayuno se limitaba a unas cuantas galletas
apuradas con largos tragos del espeso mejunje. Tras la primera de las cuatro
comidas del día, el capitán Francisco Javier Rodríguez Crespo, jefe de la
compañía QRF, reunió a sus hombres y les explicó que patrullarían la zona que
incluía los poblados en torno a Shewan, cerca de la denominada Ring Road. La
misión: mantener controlado el tramo asignado de la única ruta asfaltada que
comunicaba a las principales ciudades del país.
Esta zona, una de las más peligrosas de Afganistán, era
vigilada por fuerzas españolas, italianas y norteamericanas. Las misiones
debían, en teoría, durar entre nueve y diez días. Sin embargo, como
consecuencia del secuestro de dos militares de inteligencia italianos, la
misión se había prolongado más de lo previsto. Esta era la undécima jornada que
el pelotón pasaba fuera de la base de Herat. La undécima noche que Mera dormía
sobre una lamina de acero.
Como Mera, ese año había otros 1.919 ecuatorianos alistados
en el Ejército español. Ecuador estaba a la cabeza del ranking. Le seguían
Colombia, con 1.872; y Bolivia, con 201. Para ese entonces, las Fuerzas Armadas
españolas contaban ya con casi cinco mil soldados extranjeros: el 5% del total
de los efectivos. En la Brigada Paracaidista, la unidad en la que servía
Stanley Mera, el 28% eran extranjeros.
Actualmente, según fuentes oficiales, de los 86.000 soldados
que integran el Ejército el 9% son extranjeros, es decir unos 7.700 soldados.
Pero el hermetismo institucional no permite saber la cifra exacta.
La reorganización de las Fuerzas Armadas ha simplificado su
estructura y potenciado las unidades ligeras, con mayor movilidad. Dentro de
las unidades de operaciones especiales del Ejército de Tierra, que son, como su
nombre previene, las más operativas, se encuentran la Brigada de Infantería
Ligera Paracaidista, la Brigada de Cazadores de Montaña y la Brigada de la
Legión.
Estas son las unidades asignadas a las Misiones de Paz, en
las que el Ejército participa con unos 3.000 soldados. Son las que corren los
mayores riesgos. Según la Dirección de Reclutamiento del Ejército, España
cuenta con 1.129 soldados en Afganistán de los que solo 80 son extranjeros,
mientras que en el Líbano hay 1.243 soldados y apenas 155 no son españoles.
Según estas cifras los extranjeros representan el 10% de los enviados al
frente, pero los propios soldados aseguran que el número real es bastante
mayor, y los no nacionales superan el 30% , en algunos casos el 40% del total.
Sentado junto a la mesa redonda de madera frente a la
puerta, el Contraalmirante Luis Cayetano y Garrido juega con las finas patillas
de sus anteojos. Tras un breve silencio retoma el diálogo y afirma que las
unidades a las que los extranjeros tienen franqueado el acceso ha habido una
evolución. Hay una orden ministerial que lo regula. Pero “para el Ejército de
tierra no hay restricciones en ninguna unidad, para la Armada tampoco, excepto
muy pocas, y en el aire pueden ingresar a casi todas las unidades excepto
algunas de mando y control”, dice.
El acceso de los extranjeros a una unidad viene condicionado
a la especialidad, “hay algunas un poco sensibles que no se dan a extranjeros”
afirma. Hay que conjugar determinadas unidades con determinadas especialidades,
“pero son muy pocas, realmente no hay ninguna diferencia” agrega.
—¿Los extranjeros no tienen el ingreso limitado a la Legión,
a los Cazadores de Montaña y a la Brigada Paracaidistas?
—Contraalmirante Cayetano Garrido: ¡No, no, no! Están
abiertos a todo. No sé quién le ha dado esa información. A todas las unidades y
a todas las especialidades. Esa información no es exacta.
El comandante
Navarro, que escucha atentamente, manosea el informe preparado para mí mientras
afirma lentamente con la cabeza. Diez minutos después de haber comenzado el
encuentro, el contraalmirante propone derivarla conversación al comandante
Navarro. Sin embargo, la entrevista sigue.
En cuanto a si es cierto que el 30% de las unidades
operativas están integradas por extranjeros, el subdirector general afirma,
manifiestamente irritado, desconocer el dato. Tras una breve pausa, continúa:
“Podría ser que hubiera algunas unidades con hasta un 30%, pero el tope con el
que jugamos es del 9%. Eso es una media y habrá unidades donde habrá más y
otras menos”. Aunque “son datos que no puedo contrastar en este momento. Podría
si quisiera”, agrega.
Apenas concluye, el subdirector general le cede la palabra
al teniente José Navarro para que complete la idea. Y Navarro, tomando las
riendas sin demasiada confianza, dice: “No hay limitación por unidad, el
porcentaje se limita a las Fuerzas Armadas. Puede ser que haya ejércitos por
encima de ese porcentaje”.
Julio César Gualta pertenece a la Brigada de Cazadores de
Montaña del Bruc y aún no le ha tocado irse de misión. Hace más de dos años,
tras solicitar su ingreso en el Ejército español, realizó el curso de tres
meses de formación inicial en Cáceres. Durante los primeros sesenta días los
soldados pueden abandonar el curso sin convertirse en desertores. A partir del
tercero, cuando la instrucción es ya más específica, ya no está permitido. En
ese periodo se jura la bandera y se firma el contrato, por dos o tres años. En
su caso, el contrato fue por dos.
Aunque a Julio César le gustan los Cazadores de Montaña en
un futuro le gustaría trasladarse a la Brigada Paracaidista de Madrid. Sin
embargo, asegura que las plazas para extranjeros son limitados. En general,
“para el Ejército de tierra salen más, pero para el aire no salen y para la
armada contados”. Además, “salen plazas para unidades operativas, pero para
otras especialidades como transmisión, ya no”.
“Allí tratan a todos por igual”, dice el joven ecuatoriano.
En cuanto a la proporción dice que en su compañía son “unos treinta
extranjeros”, de unos cien que componen la unidad. Y es que “a los extranjeros
nos meten en esas unidades que son operativas, ¿me entiende?, que son duras”.
El 24 de septiembre de 2007, Stanley Mera Vera llevaba casi
cuatro meses de misión. Le quedaba apenas uno y medio para regresar a casa. Es
el mismo lapso que le cuesta al extremo clima afgano pasar del recalcitrante
sol que diseca la superficie de la tierra a los fríos glaciares que blanquean
el desierto. Para entonces, la Brigada habría vuelto a casa y hubiera sido
reemplazada por los Cazadores de Montaña, especialmente entrenados para el
invierno.
Hacia el este del
desierto, donde pasaron la noche los cinco BMR de la Compañía de Acción Rápida,
se elevaban los primeros picos del Hindu Kush. La explanada interminable de
color gris contrastaba únicamente con un pequeño poblado a unos cuatrocientos
metros. Con unas pocas manzanas reconstruidas con casas de barro, el pueblo se
comunicaba con la Ring Road por un camino de apenas un kilómetro de largo. Por
el costado corría un hilo de agua que le permitía al pueblo subsistir durante
los meses de sequia. De unos ocho metros de ancho, tenía una profundidad máxima
que permitía el paso hasta al más pequeño de los niños pastunes que habitan la
zona, etnia mayoritaria en el este y sur de Afganistán.
Esa mañana, después de recibir las órdenes del día, Mera
recogió sus pertenencias, se puso la camisa que hacía juego con el pantalón y
luego el incómodo chaleco antibalas que no le permitía apoyar la culata del
fusil. Se colocó el casco, cogió su HK G36 y se subió por última vez al
Conquistador. Con ese nombre habían bautizado Mera y sus colegas al BMR tras
una larga discusión en la que algunos se habían inclinado por el nombre de
Babieca en honor al caballo de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, que en el siglo
XI combatió a los árabes en España.
El soldado español
Rubén López, que en su momento había votado por Babieca, considera hoy que su
brigada, junto a la Legión y los Cazadores de Montaña, son las más sacrificadas
porque son las únicas que salen de misión. Y como los nacionales “quieren
trabajar poco y arriesgarse lo menos posible, no se cubren las plazas y tienen
que echar mano de los extranjeros”.
Allí “se trata a todos por igual” dice, aunque los españoles
tienen prioridad a la hora de elegir. “En el Ejército de aire no hay
extranjeros”, pero en las unidades que van al frente y donde él mismo perdió
una pierna, “en todos los pelotones hay inmigrantes. Ponle que un 40%”, estima.
El número de extranjeros en el Ejército adquirió un volumen
considerable a partir del 2006. Ese año, de un total de 79.953 soldados, 3.548
eran extranjeros, el 4,5%. En diciembre de ese año, las Fuerzas Armadas tenían
unos 2.800 soldados desplegados en Misiones de Paz de los que 690 estaban en
Afganistán. Esa cifra alcanza hoy los 1.129 soldados.
Según un recuento basado en información recopilada a partir
de artículos de prensa, desde el año 2006 han muerto por accidentes, infartos o
atentados 36 soldados de las Fuerzas Armadas españolas en misiones de paz. Por
atentados, motivo que afecta obviamente a las unidades más expuestas, han
fallecido 18 personas, 16 soldados de tierra y dos de la Guardia Civil: 11 eran
españoles y 7 extranjeros. Eso equivale a que el 39% de las muertes
directamente vinculadas al combate eran extranjeros, cuando apenas representan
el 9% del total.
Con mirada interrogativa, el subdirector general reacomoda
el cuerpo sobre la silla mientras el teniente Navarro no deja de marear las
hojas del informe. “Lo que sí le digo es que en su momento salieron noticias un
poco confusas que no se ajustan a los datos que maneja el Ministerio de
Defensa”, afirma pausadamente el contraalmirante.
—¿No es llamativo que casi el 40% de los fallecidos en
atentados sean extranjeros, cuando apenas representan el 9% de las FA?
—Contraalmirante Cayetano Garrido: Esta es una pregunta muy
concreta que traslado a mi Comandante.
—Comandante Navarro: Esos datos no son ciertos. Mire usted,
han sido cinco los extranjeros que han muerto en Misiones de Paz y están
registrados aquí en la base de datos del Ministerio de Defensa.
—¿Podría acceder a esa lista?
—Contraalmirante Cayetano Garrido: No, no la tenemos. Esa no
es nuestra responsabilidad. Si quiere otra entrevista sobre esos temas tendría
que dirigirse a la oficina de comunicación. Yo vengo aquí a hablar de
reclutamiento. Esta última pregunta no está dentro del guión. No tengo esos
datos, no es que no le queramos ayudar.
—¿Y en cuanto a la proporción de los fallecidos?
—Comandante Navarro: Le puedo decir que han muerto 38
nacionales desde que se están realizando misiones internacionales, así que
saque cuentas. ¡Es que los números hay que saberlos manejar!
Unos meses antes de la categórica afirmación del Teniente
Navarro, el periódico El País había publicado una noticia con el siguiente
titular: 160 militares españoles muertos en misiones de paz.
Mirando de reojo el reloj de malla plateada sobre su muñeca
izquierda, el subdirector general de Reclutamiento y Enseñanza Militar da por
terminada la entrevista con una breve sonrisa. Se levanta elegantemente de la
silla junto a la mesa redonda de madera y con un firme estirón de mano
concluye: “Mi responsabilidad es el planeamiento y gestión de recursos humanos.
Por cualquier otra consulta estoy a su disposición. Buenos días”.
La mañana del 24 de septiembre de 2007, aproximadamente a
las nueve, los cinco vehículos de la Compañía de Acción Rápida encendieron sus
motores. Formando una columna con el Conquistador a la cabeza se dirigieron al
pueblo, que se encontraba a unos cuatrocientos metros, al otro lado del río de
gélidas aguas que bajaban de la montaña.
A paso lento pero firme avanzaba la columna de los BMR
dejando una densa nube de polvo tras de sí. En el segundo vehículo, un soldado
asomado por una de las escotillas grababa el avance de los conquistadores por
el desierto, intercambiando cómplices miradas con los soldados que asomaban del
vehículo que iba delante. Al llegar al río, el Conquistador aceleró el paso
generando una pequeña ola, registrada por la cámara para la posteridad.
Al mismo tiempo, un camión desvencijado y cargado de civiles
avanzaba por el camino en dirección al pueblo. Tras cruzar el río, los cinco
semiblindados doblaron a la izquierda y emprendieron la marcha en la misma
dirección. A unos cuantos metros y sobre un alto se veían las primeras casas
del pueblo que mimetizado con el paisaje resaltaban por los colores de las túnicas
de sus pobladores. Marchando lentamente y sin acercarse al camión, avanzaba la
columna mientras dentro del Conquistador aumentaba la temperatura minuto a
minuto.
Sentado en el primer asiento del lado derecho, Mera sostenía
su fusil mientras miraba de reojo por el ventanuco que tenía enfrente. La
oscuridad, el aire caliente y la tensión hacían del cubículo protector durante
las noches un espacio amenazante.
En el momento en que el Conquistador se acercaba a las
primeras casas, desde algún rincón del pueblo alguien activó un detonador. La
explosión sacudió uno de los BMR. Precisamente el que iba a la cabeza.
Precisamente en la rueda trasera del lado derecho.
En el atentado fallecieron los soldados Stanley Mera Vera,
Germán Pérez Burgos y el intérprete Roohulah Mosavi. Cuatro soldados resultaron
gravemente heridos y el resto del pelotón sufrió heridas leves.
El suelo sobre el cual Mera había dormido tantas noches y
que tantas veces le había protegido de los insectos le traicionó. La explosión
transformó la lámina de acero, única pieza del vehículo sin blindar, en cientos
de cuchillas que salieron disparadas, dejando una estela de sangre y muerte
tras de sí. La cámara que iba registrando el avance de los blindados decidió
apagarse instantes antes, sepultando la última imagen del Conquistador bajo el
desierto de Afganistán.