Hamid Dabashi
Te costará 25 dólares la entrada al Museo de Arte Moderno
(MoMA) de Nueva York. Si vas con tu esposa o pareja, serán 50. Si te acompañan
dos hijos y tienen más de dieciséis años, aumentará a 100 dólares, los niños
pequeños y los ancianos tienen un pequeño descuento. ¿Y tal vez otro descuento
para gente común y corriente? “¿Forma parte de alguna corporación? preguntará
la amable persona de la taquilla si le consultas. ¿Por lo tanto si uno trabaja
para Goldman Sachs, por ejemplo, podría entrar gratis? “También hay otros
beneficios” te dirá el servicial personal en el gran vestíbulo del MoMA.
Ahora, supongamos que te gustó una exposición del MoMA y
quieres comprar un catálogo del artista. Te costará unos 50 dólares. O sea que
la visita de una familia de cuatro personas al MoMA ascenderá a unos 150
dólares.
En Nueva York, según tu nivel económico y dónde vivas, ese
precio representará una o dos semanas de compras de víveres para una familia
promedio de cuatro. Sí, hay gente que vive en Nueva York cuya botella de vino
en un restaurante cuesta más que eso, pero son de los que entran gratis al
MoMA.
Ahora bien, para cualquier visita normal al MoMA es un coste
bastante prohibitivo, pero si uno quiere realizar una visita especial para ver
la exposición de “Diego Rivera: Murales para el Museo de Arte Moderno”, esa suma
provoca varias preguntas serias.
Unos 50 millones de personas en EE.UU. (más de un 15% de la
población total) viven bajo la línea oficial de la pobreza, lo que quiere
decir, en 2011, un ingreso anual de 22.350 dólares para una familia de cuatro.
Es justo decir que Diego Rivera quería que su arte fuera para todos esos 50
millones de personas y más. Dividido por cuatro, ese ingreso anual asciende a
5.587,50 dólares anuales por persona, que divididos entre 365 días, son 15,30
dólares diarios (dejemos por un momento a un lado a la humanidad en general,
porque “por lo menos un 80% de la humanidad vive con menos de 10 dólares
diarios”). En otras palabras, para poder entrar en el MoMA y conocer las obras
de arte de Diego Rivera, una familia de cuatro de esos 50 millones de pobres
tendría que pasar sin alimento y vivienda durante 10 días.
Un revolucionario
mexicano en el corazón del capitalismo estadounidense
Diego Rivera llegó a EE.UU. (1886-1957) como un comunista de
principios y un artista mural de reputación mundial. Entre 1922 y 1953 Rivera
había pintado murales en su país y en el resto de Norteamérica. En 1931, una
retrospectiva de sus trabajos en el MoMA consolidó su reputación como una
personalidad importante del arte público.
Conmemorando la exposición en el MoMA de 1931 a 1932, la
exposición Diego Rivera / Murales para el
Museo de Arte Moderno reunió, después de 80 años, cinco “murales
portátiles” sobre la Revolución Mexicana y Nueva York de la era de la
Depresión.
Con un tamaño de hasta 1,8 por 2,5 metros, con un peso de
hasta 450 kilos, y hechas de yeso pintado al fresco, hormigón y acero, no cabe
duda de dónde y con qué propósito deberían exhibirse esas magníficas obras de
arte: en cualquier sitio salvo en un museo privado cuya visita cuesta el pan y
el techo de toda una familia.
La exposición del MoMA, que comenzó a mediados de noviembre
de 2011 y terminará dentro de poco, a mediados de mayo de 2012, incluyó los
murales que, por su puro tamaño y magnitud reflejan la política revolucionaria
y las preocupaciones públicas del magnífico artista mexicano.
Nacido y criado en México, Diego Rivera viajó a Europa,
donde conoció en París las obras de Cézanne, Gauguin, Renoir y Matisse. Pero su
examen minucioso de los frescos del Renacimiento de Italia desarrolló su fuerte
convicción en el arte público, que conectó creativamente con el espíritu
revolucionario mexicano. Su dedicación al espacio público, su preocupación por
temas centrales a la vida pública y su compromiso profundamente arraigado en
las causas sociales fueron factores definitivos en el arte de Rivera, un
compromiso decidido contra el espacio privatizado (corporativizado) en los
museos.
Desde los años 30, mientras EE.UU. caía en la Gran
Depresión, Rivera fue a ese país, donde en tres sitios -el Club de Almuerzo de
la Bolsa de Valores de EE.UU., la Escuela de Bellas Artes de California y el
Instituto de Artes de Detroit– llevó el alcance de su arte público al corazón
enfermo del capitalismo.
La (poca) fortuna del
arte público
A la elite dominante de EE.UU. no le gustó lo que mostraba
Rivera. En el mural para el vestíbulo del edificio RCA en Rockefeller Centre
optó por pintar a Lenin como figura central. Gestos semejantes no eran
accidentales en su arte, lo definían. “Un artista”, creía, “es sobre todo un ser humano, profundamente humano hasta el centro. Si
el artista no puede sentir todas las cosas que la humanidad siente, si el
artista no es capaz de amar hasta olvidarse de sí mismo y sacrificarse a sí
mismo, si no baja su pincel mágico y encabeza la lucha contra el opresor,
entonces no es un gran artista”.
Con ese tipo de ética de su estética, Diego Rivera fue
definitivo en la formación de un arte nacional mexicano como modelo de su
apropiación deliberadamente provocativa del espacio público para una conciencia
revolucionaria global. Esa percepción sobrepasó su patria, se expandió hacia
Latinoamérica y finalmente llegó a los engranajes globalizados del capitalismo
en Norteamérica. Fue definitivo para la idea misma del “arte público” como
intervención estética en la definición y reivindicación del espacio público
para propósitos revolucionarios.
El encarcelamiento de esas artes públicas en el espacio
privatizado del MoMA es tal vez el recuerdo más destacado de que apenas ha
quedado algún espacio público en una ciudad que expulsó por la fuerza a los
activistas de Ocupa Wall Street del Parque Zuccotti porque el parque sigue
siendo “un espacio privado”.
El problema de la exposición de Rivera en el MoMA no tiene
que ver con el precio prohibitivo de la visita. Afecta la experiencia en sí del
intento de adaptarse a un arte público en un confinamiento privado. El poder
compositivo y la audacia de “Fondos congelados” de Rivera (1931-1932), por
ejemplo, muestran el poderío vertical de rascacielos dominando sobre la horizontalidad
aplanadora de los trenes subterráneos, todo lo cual se aleja en el trasfondo de
un espacio parecido a una morgue donde los cuerpos de los desvalidos se
acumulan como sardinas en una lata. La audacia compositiva del cuadro, colgado
en las múltiples grúas proyectadas, proyecta los rascacielos como el espacio
alienado de la modernidad capitalista que Rivera enfrentó cuando llegó a
EE.UU., todo subrayado en el fondo mismo del cuadro, donde los neoyorquinos
ricos depositan sus preciosas pertenencias, todo durante la Gran Depresión.
Contemplar el cuadro en una pequeña galería del MoMA es como
escuchar una sinfonía de Beethoven en un ático en el que ni siquiera cabe toda
la orquesta, para no hablar de los instrumentos, y olvidad al público.
Es el desafío formal del cuadro que exige un escenario mucho
más amplio para ser comprendido y revelarse. Es audaz, valiente, colérico,
desafiante, descarado. Rivera hizo que la alta sociedad de Nueva York
entendiera sus cuadros mostrando lo que había sucedido en las revoluciones
mexicana y rusa, y lo que sería el futuro inmediato en la Gran Depresión. Toda
la magnitud estética de esa trascendental ocasión está ahora formalmente
comprometida (y por lo tanto estéticamente estropeada), en esta exposición.
Sucede algo extraño al contemplar estos cuadros en el MoMA
en compañía de la élite burguesa del Upper West Side [parte noroeste de
Manhattan], totalmente ajena al mundo y a lo que produjo esos cuadros. No hay
ánimo en el aire del tipo que Diego Rivera debió de experimentar, pero tampoco
hay algún brío. El lugar de este museo se encuentra a años luz no solo de esos
tiempos y desesperaciones revolucionarias, sino también del hecho y fenómeno de
la vida, incluso tan cercanos a los vividos por millones de neoyorquinos que
nunca se podrían permitir siquiera acercarse al MoMA, y menos todavía gastar
dos semanas de su sustento diario para pagar por lo que su propio pintor les
muestra de su mundo.
Estos murales son específicos al lugar, en el caso del arte
público, contrariamente, por ejemplo, a la pintura de miniaturas persas, indias
o chinas, que son artes afiliadas a las cortes y ampliamente distintas del
origen burgués de los museos europeos y estadounidenses. Esas cosas –el arte de
Rivera y las galerías de arte– no son compatibles. Existe una falsa e incómoda
proximidad en esas obras cuando uno las mira tan de cerca. Son, en su propio
ser, índices de espacios públicos en una ciudad en la que sus ciudadanos ni
siquiera pueden ir a un parque para protestar contra la tiranía del capital que
dirige sus vidas sin ser violentamente expulsados, porque están violando un
espacio privado.
Medidas de lo común
Como arte público, esos murales se hicieron para que se
vieran en público, y por lo tanto su magnitud y proporcionalidad corresponden a
un espacio público, abrazando efectivamente al público que los contempla, como
ellos contemplan al público. Ni normativa ni imaginativamente esos cuadros se
imaginaron en el espíritu de un ambiente de museo de alta burguesía, sus
galerías, corredores, iluminación, y salones serpenteantes. Como arte público,
las obras maestras de Rivero también implican un cierto tipo de aspecto
informal, cuando la gente va camino al trabajo, porque el trabajo y los
trabajadores son definitivos para esas obras de arte. Desafían la mirada
directa, solemne y fija de cerca; son simplemente demasiado poderosas para
mirarlas detenidamente. Su presencia espacial llena plazas y lugares públicos y
por lo tanto, forzosamente, apabullan las limitaciones enredadas de una sala
dentro de una galería. Diego Rivera imaginó sus murales de la misma forma que
Beethoven compuso sus sinfonías, y cuando el arte iba abandonando las cortes y
catedrales y se apresuraba a abrazar la historia en los espacios mucho más
vastos del público. Ahora unos 50 millones de estadounidenses están más allá de
la geografía imaginativa del MoMA.
Rivera llevó su arte al lugar donde importaba, el espacio
público; optó por tamaños de proporciones épicas precisamente porque quería que
su arte se viera en calles y pasajes, en plazas públicas, en la encrucijada de
la historia, en los estados de ánimo y modos de la rebelión contra la tiranía y
la injusticia. Cuando se extravían de una plaza pública a un museo privatizado,
ese arte pierde su alma y se convierte en una sombra alienada de sí mismo.
Las almas de esos cuadros públicos han abandonado hace
tiempo sus cuerpos privatizados. Están allí en las elegantes salas del MoMA
como residuos momificados de lo que fuera otrora, un magnificente monumento al
espíritu indomable de las artes revolucionarias. El capitalismo lo vende todo,
incluso –o tal vez particularmente– los restos y reliquias de lo que fueron
insignias revolucionarias.
Todos los otoños, cuando los nuevos alumnos de cualquier
universidad norteamericana se despiden de sus padres y de su timidez
adolescente y entran a sus dormitorios, aparecen repentinamente vendedores
callejeros, vendiendo posters de Che Guevara y de Malcom X y realizan activos
negocios vendiendo radicalismo a los jóvenes estudiantes para que los cuelguen
en sus paredes durante un año o dos antes de que tengan que tomar en serio sus
estudios y se preparen para Wall Street.
Por un precio similar, o tal vez por un poco más, también se
venden posters de “Valores Congelados”
(1931), “Zapata” (1931) o “El Levantamiento” (1931) de Diego
Rivera.
El espíritu de Diego Rivera ha abandonado hace tiempo el
MoMA y planea ahora en algún sitio entre Zuccotti Park de Nueva York y la Plaza
Tahrir de El Cairo –planea sobre la Plaza Syntagma en Atenas, la Plaza Azadi en
Teherán, la Puerta del Sol en Madrid y los restos de la Plaza Perla en Bahréin–
donde jóvenes artistas urden las proporciones de su tenacidad orgánica entre lo
hermoso y lo justo.
Hamid Dabashi |
Hamid Dabashi
es profesor de Estudios Iraníes y de Literatura Comparada den la Universidad
Columbia de Nueva York. Su libro Arab Spring: The End of Postcolonialism será
publicado en mayo de 2012 por Zed. Nacido el 15 de junio 1951 en una familia de
clase obrera en la ciudad suroccidental de Ahvaz en la provincia de Juzestán de
Irán, Hamid Dabashi recibió su primera educación en su ciudad natal y sus
estudios universitarios en Teherán, antes de mudarse a los Estados Unidos,
donde obtuvo un doctorado de doble en Sociología de la Cultura y Estudios
Islámicos de la Universidad de Pennsylvania en 1984, seguido por una beca
posdoctoral en la Universidad de Harvard. Escribió su tesis doctoral sobre la
teoría de Max Weber de la autoridad carismática, con Philip Rieff (1922-2006),
el más distinguido crítico de Freud cultural de su tiempo.
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens http://www.aljazeera.com/indepth/opinion/2012/04/2012423111933761251.html |