@ David Ho |
Especial para La Página |
Pensar
la democracia en Chile exige considerar dos aspectos fundamentales que explican,
para decirlo eufemísticamente, la “democracia de baja intensidad” en que
estamos sumidos desde hace décadas. La primera y más evidente se relaciona con
nuestra historia reciente. La actual institucionalidad y el orden jurídico del
Chile presente encuentra como fundamento una carta constitucional sancionada
por una Junta Militar en los años ochenta del siglo pasado. Si bien, la carta
magna ha sido objeto de reformas cosméticas a lo largo de veinte años, lo
cierto es que en la letra y en el espíritu sigue siendo una constitución de
“seguridad nacional”. En palabras muy simples: En términos políticos, Chile no
ha abandonado el espacio judicativo impuesto por el pinochetismo.
La
constitución que rige al país en la actualidad prolonga el diseño dictatorial
tanto en lo económico como en lo político. La democracia chilena ha sido
vaciada de todo contenido que ponga en riesgo el modelo social y económico
concebido por las elites al amparo de los militares golpistas de 1973. De algún
modo, la democracia chilena hoy es la prolongación de la dictadura por otros
medios. Tanto es así que muchos personeros de la derecha política, hoy en el
poder, participaron del aquel maridaje espurio entre el dinero y el terror que
se escenificó entre paganas antorchas en “Chacarillas”.
La
democracia en Chile tiene un pasado y un presente profundamente
antidemocrático. Pues, junto a las razones históricas que perviven obstinadas,
el presente no podría ser muy distinto debido a razones económicas
estructurales. Instituido un orden tecno económico neoliberal los resultados
están a la vista: Cuatro familias de nuestro país (incluido el primer
mandatario) tienen un ingreso anual equivalente al 80% de la población. Tal
como indica la OCDE, Chile se ubica entre los países con peor distribución del
ingreso y con los mayores índices de pobreza de esta organización.
Una
constitución antidemocrática y un modelo económico que concentra la riqueza no
es, desde luego, el “milagro chileno” que se quiere vender al mundo. Hasta el
presente, la “clase política” se ha mostrado inepta e impotente a la hora de
canalizar el creciente malestar de los trabajadores y estudiantes. La llamada
“clase política” ha sufrido un enclaustramiento que la disocia de los
movimientos sociales, sumiéndola en una mal disfrazada atmósfera de corrupción
y autocomplacencia: Es la crisis de los partidos políticos, tan ayunos de ideas
como de liderazgos.
Las
protestas callejeras durante el año 2011 están mostrando el sentir profundo de
un pueblo que anhela, precisamente, reformas democráticas. Al revisar los
índices en educación, salud y previsión social, se advierte un endeudamiento y
pauperización generalizados, mientras las grandes empresas multiplican sus
ganancias. La gran mayoría de los chilenos está padeciendo bajos salarios y un
malestar creciente, mientras el Estado sigue ausente,
maniatado por el dogma impuesto por la ideología del neoliberalismo.
Se
hace difícil hablar de democracia en un país donde ex agentes de seguridad de la
dictadura posan de demócratas y ocupan cargos. Es difícil hablar de democracia
en un país donde hay calles y navíos de la armada que ostentan los nombres y
fechas emblemáticas conmemorando el golpe de estado. Es difícil hablar de
democracia en un país donde se conjuga la impunidad, la represión policial y
los buenos negocios. Es difícil hablar de democracia cuando millones de
trabajadores deben enfrentar cada mes con un salario mínimo de poco más de
trescientos dólares. Y no obstante, es necesario, acaso imprescindible como
nunca antes, hablar, justamente, de democracia en nuestro país.