El escritor alemán Günter Grass (1927) pertenece al grupo de
humanistas europeos que, ideológica y políticamente, toman distancia de los
unos y los otros”, sin adherir al “justo medio” aristotélico. Difícil equilibrio
que en los mosaicos nacionales turbulentos requiere de lucidez, conciencia y
dignidad, así como en otros es prueba de oportunismo, cobardía y claudicación.
Durante la llamada guerra fría, junto con su amigo el
canciller Willy Brandt (1969-1974), y luego con Helmut Schmidt (1974-1982), la
honestidad intelectual de Grass apostó al supuesto de que la socialdemocracia
alemana podía recuperar los aspectos positivos de sus épocas combativas y la
búsqueda de una tercera vía entre fascismo y comunismo.
Cuando José Saramago recibió el Nobel de Literatura 1998, le
formularon la pregunta de cajón: “¿quién se lo merecía antes que usted?”. Sin titubear,
Saramago respondió: Günter Grass. Así fue. En 1999, la Academia sueca le otorgó
el galardón, y muchos concluyeron que la literatura y el compromiso político de
Grass simbolizaban algo así como “…el
conflicto del siglo que había empezado en 1918 y terminado en 1989”.
Los escritores famosos de verdad (digo, los que no viven
mirándose el ombligo, o cotejando sus cuentas corrientes para luego ensayar
ditirambos de incierta casuística) suelen ser políticamente incorrectos y…
premonitorios. En 1997 el diario El País de España entrevistó a Grass y tituló
el texto con una profecía que para los fundamentalistas del “fin de la
historia” sonaba desafinado: “El capitalismo vuelve a actitudes del XIX”
(26/10/97).
El autor de El tambor de hojalata (1959) contaba aún con el
visto bueno del Partido Único Mediático Universal (PUMU). Porque a diferencia
del escritor austriaco Peter Handke (y otros autores satanizados por el PUMU),
Grass había apoyado la aventura imperialista de la OTAN, Alemania y el Vaticano
en los Balcanes que, en plena “globalización”, rompió a Yugoslavia en siete
pedazos irreconciliables.
Gran ensayo de lo que le aguardaba a Irak. Sin embargo, al
empezar el siglo, Grass echó con ojos de águila un vistazo sobre Europa,
reforzando el otro pronóstico volcado en la entrevista referida:
“Alemania tiene razones para hacer un papel en Europa, pero no para jugar al poderoso y estar metida hasta en el tráfico de armas”. Y algo más: “Un día surgirá una generación que preguntará qué pasó en realidad y qué se les está ocultando… Porque la historia no se puede dar por concluida. Porque nos alcanza... No se trata de un mea culpa continuo, sino de la conversión del sentimiento de culpa en sentido de la responsabilidad”.
Grass siguió escribiendo, dándose tiempo para defender a los
gitanos y los miles de inmigrantes africanos encarcelados y deportados de
Alemania, batallando incansablemente contra el racismo, la venta de armas de su
país a Turquía para masacrar a los kurdos y entablando agrias polémicas con
escritores como Martin Walter, quien critica la insistencia en la culpa del
pasado alemán.
Pero en 2007, Grass dijo lo que “no se debía decir”. En el
relato autobiográfico Pelando la cebolla evocó los meses de 1944 en los que fue
uno más entre el millón de adolescentes reclutados a última hora por las
Waffen-SS (Cuerpo de Protección Armado). No sólo esto. También contó de su
relación con el futuro papa Benedicto XVI, cuando ambos fueron prisioneros de
guerra en un campo de Bad Aibling (Baviera).
La publicación del libro fue un banquete en el que
participaron, con ferocidad caníbal, enemigos, críticos, seguidores y los que se
decían “amigos”. Abrumado frente a la miseria ética y moral de los “unos y los
otros”, Grass empezó a sospechar que la tercera vía incluía la doctrina que
tras moverse como un ofidio durante la guerra fría, se impuso en el gran torneo
ideológico de liberales y fascistas, socialdemócratas y comunistas: el
sionismo.
¿Debía Günter Grass, en tanto escritor y como alemán, callar
o condenar la venta del cuarto submarino nuclear de Alemania a Israel para
atacar a Irán? ¿Debía esperar a la “generación” que se atreviera a preguntar
qué pasaba, qué se le ocultaba?
Con 85 años encima, sintió que ya no le quedaba mucho
tiempo. Una vez más (y posiblemente inspirado en un célebre poema de Brecht
(“¡Oh Israel el de la tierra prometida! ¿Qué han hecho tus hijos de ti?…”), el
autor de El rodaballo salió al ruedo, y el pasado 5 de abril publicó el poema
en prosa Lo que hay que decir:
“¿Por qué he callado hasta ahora? Porque creía que mi origen, marcado por un estigma imborrable, me prohibía atribuir ese hecho, como evidente, al país de Israel… potencia nuclear que pone en peligro la paz mundial”.
Las autoridades del Estado terrorista de Israel advirtieron
que el poema podía tener un impacto “similar al de Hitler con Mi Lucha” (sic).
Pero el anciano escritor no se dejó intimidar. Y, clavando los ojos frente a
millones de televidentes, siguió leyendo: “Lo admito: no sigo callando porque
estoy harto de la hipocresía de Occidente; cabe esperar que muchos se liberen
del silencio…”.