Mark Strand @ Pearlstein Philip |
Asociado a Wallace Stevens y a la pintura desolada y vacía
de Edward Hopper, Mark Strand es uno de los más importantes poetas de los
Estados Unidos, aunque su reticencia a la escena pública y los oropeles
grandilocuentes de la imagen del escritor lo mantengan en una discreta
penumbra. A sus casi ochenta años, Strand se convirtió magistralmente en la voz
poética de la vida privada, esa que sólo se completa cuando el lector puede
contemplarse a sí mismo en la palabra escrita.
Guillermo Saccomanno
“Soy un poeta más
preocupado por la escritura que por la propia imagen, y más por la vida que por
la repercusión pública”, ha declarado el octogenario Mark Strand, uno de
los más interesantes poetas actuales en EE.UU. “Me veo a mí mismo como un ser humano normal, un tipo que escribe
poesía, y no como un poeta que la va de exquisito.” Tormenta de uno es,
además de un hallazgo, sugestivo como título de uno de sus libros más bellos y
más elogiados, el autorretrato de un poeta apartado que registra en la subjetividad
más pura el efecto de las catástrofes exteriores, catástrofes que no son
necesariamente ni sociales ni climáticas: puede tratarse del adiós a una
historia o de la conciencia de la edad, o el fin de una época. Los versos de
Strand ahorran la emocionalidad explícita.
Son siempre pistas que permiten intuir pérdidas, fisuras, la melancolía que nada remedia. Y cada tanto una iluminación que dura lo que una estrella fugaz. En la dialéctica entre el uno y el todo, la repercusión de lo exterior en la interioridad y, a su vez, la expresión de cómo la afecta, se mueve la escritura de Strand. Se mueve, escribí. Y ésta es la sensación que produce su poesía. Uno lee un poema. Se aparta, vuelve a leer, y pareciera que el poema cambió de lugar. En verdad se trata de otra cuestión: no es el poema el que cambió. Es uno. Porque el poema le modificó a uno la perspectiva: “Que la lengua es un error y que no se hace justicia con las cosas/ Cuando se las representa. El yo, diremos, nunca podrá/ Verse con un disfraz y nunca será visto sin él”, escribe Strand y establece, sin rodeos, los límites de la palabra poética.
Son siempre pistas que permiten intuir pérdidas, fisuras, la melancolía que nada remedia. Y cada tanto una iluminación que dura lo que una estrella fugaz. En la dialéctica entre el uno y el todo, la repercusión de lo exterior en la interioridad y, a su vez, la expresión de cómo la afecta, se mueve la escritura de Strand. Se mueve, escribí. Y ésta es la sensación que produce su poesía. Uno lee un poema. Se aparta, vuelve a leer, y pareciera que el poema cambió de lugar. En verdad se trata de otra cuestión: no es el poema el que cambió. Es uno. Porque el poema le modificó a uno la perspectiva: “Que la lengua es un error y que no se hace justicia con las cosas/ Cuando se las representa. El yo, diremos, nunca podrá/ Verse con un disfraz y nunca será visto sin él”, escribe Strand y establece, sin rodeos, los límites de la palabra poética.
Es en este punto donde, al admitir la imposibilidad de dar
con el nombre preciso de las cosas, eso que se dio en llamar la palabra justa,
se prohíbe el exhibicionismo y la demagogia y recluye su búsqueda en una
reclusión: la vida privada: “En voz baja,
las confesiones a medianoche... ¿para qué vivir/ Por otra cosa? Nuestra obra
maestra es la vida privada”. Hay un eco de Wallace Stevens, la reverberancia de
una mitología de lo doméstico como escenario de confinamiento reflexivo, lugar
de gestos cotidianos buscando conciliarse con los sobresaltos de un yo
solitario. “Lo que pensamos no es nunca lo que vemos”, pensaba Stevens. Y
Strand lo tiene en cuenta. Es lógico entonces que le fuera concedido el Premio
Wallace Stevens.
Strand, nacido en la isla Prince Edward, Canadá, en 1934, ha
sido profesor de literatura en más de quince universidades estadounidenses,
alternando la docencia con el periodismo gastronómico, es decir, escribiendo
sobre restaurantes. “Eso sí que da poder”,
ironizó. Traductor incansable, especialista en literatura comparada, al haber
pasado parte de su adolescencia en América Central y América del Sur, la poesía
en español no le ha sido ajena; tradujo a Octavio Paz y a Borges. Si bien
escribió numerosos poemarios que le valieron unos cuantos galardones notables,
la consagración no lo volvió diplomático. Strand no ha tenido remilgos a la
hora de declarar que Bush no era su presidente y su país no había aprendido
nada de la guerra de Vietnam. Si hay poetas que proclaman luchar contra el
Estado y cambiar el mundo, más les vale abandonar los versos y agarrar una
ametralladora. Aunque parezca maniqueo, éste es su planteo ante la disyuntiva
entre el oficio de poeta y el remanido compromiso. En todo caso, su compromiso
es moral y se lee en “Gente que camina por la noche”: “Llevaban lo que tenían en bolsas de basura y mochilas. /Iban en largas
filas que serpenteaban por caminos rurales, por campos/ yermos hasta el borde
de la ciudad, hacia calles numeradas, hileras/ de árboles sin hojas y montones
de escombros. Cuando llegaban/ a la plaza mayor, se cubrían con mantas/ y
trozos de cartón y dormían en bancos o se apoyaban/ sobre baldosas de cemento rotas,
fumando, mirando cómo se elevaban/ las tenues banderas de humor gris de su
aliento, la ágil luna/ que ascendía por el cielo, sus flacos perros buscando
carroña”. Strand escribe: “La vida es un sueño que el que duerme jamás puede
recordar al despertar/ Si esto no está a tu alcance, oh, magnífico/
Simplemente, andá al cementerio a preguntar”. A menudo el vacío que
contagia el paisaje lo vuelve desolado: “El
aire es puro, las casas están vacías./A lo lejos, el viento, todo hielo y
sentimientos”. Lo que explica que sus atmósferas se hayan asociado a esa
extrañeza que suele definir la pintura de Edward Hopper.
La asociación no es gratuita por dos motivos. Antes de
consagrarse a la escritura, Strand intentó la pintura. En los ’90 tuvo la
oportunidad de reencontrarse con la plástica al escribir los textos de un libro
que antologiza más de treinta pinturas de Hopper: cada pintura, acompañada por
un texto suyo. El universo desolado de Hopper ensambla a la perfección con la
poética de Strand. Y si un punto en común tienen las imágenes de Hopper con los
poemas de Strand es el de alentar eso que John Updike denominaba “la tentación
narrativa”. Ambos operan generando esa tentación. Difícil contemplar una
pintura de Hopper sin imaginarle una historia. Y lo mismo ocurre con la poesía
de Strand. Su poema “La vista”, dedicado a Derek Walcott, puede ilustrar lo que
digo: “Este es el lugar. Las sillas son
blancas. La mesa brilla. / La persona ahí sentada mira el brillo de la cera. /
El viento mueve el aire todo el tiempo repetidamente. / Como para abrir un
espacio. Un espacio para mí”, piensa. / Siempre lo atrae el tiempo de la
despedida, / Disponiéndose de forma que el dolor –incluso el más íntimo–/ Puede
leerse desde lejos. / Una larga masa de nubes / Pende sobre el mar abierto con
el sol, el poco distinguido / sol, que se hunde tras ella: una versión
suavizada / De la historia que se cuenta una sola vez si es verdad, y siempre
demasiado tarde. / La camarera trae el trago, que él sostiene / Ante la luz
declinante, pero sólo dura un momento. / El atardecer tiñe de rojo su camisa.
Lentamente el cielo se oscurece, / El viento cede, la vista se vuelve sublime.
Su extensión violeta / Parece, en este atardecer lánguido, más que una razón /
para estar ahí, porque viéndolo ella misma, la vista, parece una suerte / De
felicidad, como si ese sencillo hecho fuera suficiente y durase”.
Strand exige dejar a un lado los clichés románticos, los
pruritos sensibleros, la afectación lírica, los juegos de palabras. No hay
deliberación “intelectual” en su escritura y sí la naturalidad de una
sensación. No se trata, al leerlo, de lo que uno cree estar leyendo de modo
indicativo: se trata de un pasaje a otra parte, como de un cuarto a otro. El
cuarto está vacío. Con la excepción de uno mismo. La sensación es la de entrar
en un cuarto vacío, ver una ventana, mirar el afuera, aceptar el silencio. Y
aceptarse. Ahora, al escribir esta última impresión, pienso en esa pintura de
Hopper donde un cuarto vacío, luminoso, se abre al mar, el mar como vacío, pero
también como plenitud.
En “Un viejo se va de la fiesta”, cuando tenía sesenta y
cuatro años, y ganaba el Pulitzer con Tormenta de uno, adelantándose al
almanaque, anotó: “Estaba claro, cuando me fui de la fiesta,/ Que, aunque tenía
más de ochenta años, tenía aún/ Un cuerpo bello. La luna brillaba sobre
nosotros como suele hacer/ En momentos de profunda introspección. El viento
contuvo el aliento./ Y, mirá, alguien dejó un espejo apoyado contra un árbol./
(...) Qué extraño que estuviera en medio de un lugar virgen solo y con mi
cuerpo/. Sé en qué estás pensando. Yo también fui como vos”.
De lo que se trata, en suma, es de transformar la
experiencia de vida en experiencia poética. En ocasiones, el personaje
amedrenta a pesar de su carisma. La gran pregunta que nos formula Strand se
concentra en apenas dos versos: “Ustedes que están ahí, díganme, ¿qué es la
poesía?/ ¿Puede morirse alguien sin un poco tan siquiera?” Quien alcance a
merodear la poesía de Strand podrá confirmarlo: se trata de pasar de un cuarto
de Hopper a otro. Y a otro. Los cuartos están vacíos y si uno quiere llenarlos
de sentido, es uno quien debe tomarse ese trabajo. Puede que el último cuarto
comunique, como la pintura de Hopper, con el mar, el abismo. ¿Acaso hay mar,
abismo más inquietante que la vida privada?