Leyendo en la biblioteca ✆ Cristina Azócar Weisser |
“El hombre siempre solo, con su mirada, suya, / con sus recuerdos,
suyos, / y con sus manos, suyas.” - Vicente
Gerbasi, Mi padre, el inmigrante, 1945)
Primera
Estación: El cine, la música y las primeras lecturas en una aldea sonora
Especial para La Página |
Me descubro una noche, apenas cumplidos los once
años, en mi casa de Tinaquillo, parado frente al enorme espejo ovalado de la
peinadora de madre, en un ejercicio de escrutinio minucioso que sería cada vez
más apremiante. Venía del cine Esmeralda, regentado por tío Federico, en cuya
función intermediaria había disfrutado de la proyección del film Y Dios creó a
la mujer, del cineasta francés Roger Vadim, en donde mi amada de entonces (y de
siempre), Brigitte Bardot, me había trastornado secando su hermoso cuerpo con
una toalla diminuta, mientras bailaba al son de La Bamba de Ritchi Valens.
Recuerdo esto con precisión de relojero, porque sería el cine una de las
fuentes en donde abrevaría mis primigenias pretensiones expresivas. Frente a la
albura de aquella pantalla de cemento cada noche, a las siete en punto (por supuesto
que tenía entrada libre, gracias a la generosidad de tío), me sentaba a devorar
con avidez las penurias, las alegrías y desdichas de esos personajes
inolvidables que me obsesionaron desde siempre. Allí compartí las cuitas, los
desamores, las pasiones, los desencuentros, las tragedias de los charros
mexicanos (¿Cómo olvidar a Pedro Infante, Jorge Negrete, Pedro Armendáriz o Toni
Aguilar?) …el sufrimiento de las heroínas de labios ardorosos, dorados muslos y
corazones rotos, como María Félix, Rosita Vásquez, Elsa Aguirre, Rosa Carmina…
el tono quejumbroso y melancólico de Agustín Lara, eterno enamorado de su María
Bonita… los bailes voluptuosos de María
Antonieta Pons, Ninón Sevilla o Miroslava… la maravilla del discurso
aparentemente sin sentido de Mario Moreno, Cantinflas… la reciedumbre del Indio
Emiliano Fernández, la dicción perfecta de Arturo de Córdoba… Tampoco olvidaría
jamás la imperturbable madurez de Yves
Montand, en El salario del miedo, de Clouzot… la indescriptible belleza de
Giulietta Masina, en aquel papel de dulce prostituta, en Las Noches de Cabiria,
de Fellini o la inolvidable transparencia del rostro de Silvia Pinal, en Viridiana,
de Buñuel… toda una constelación de personajes, escenas, textos y melodías que
dejarían huella profunda en mi sensibilidad adolescente.
Por esos mismos años (o, tal vez, un poco antes)
había descubierto la biblioteca de tío Laurencio: un filón inagotable de
sorpresas y asombros. Allí desempolvaba
obras de Rómulo Gallegos, Julio Verne,
Emilio Salgari, Andrés Eloy Blanco, Alexander Dumas, Rubén Darío, José
Martí, Bertrand Russell, Luigi
Pirandello, García Lorca, Romain Rolland, Tagore, Kipling… y, en un tramo escondido de los anaqueles que solo
conocíamos mi tío y yo, el tesoro más preciado: la colección de libros
prohibidos que la familia había desterrado: El Cantar de los Cantares, El
Manifiesto Comunista, de Marx y Engels, el
Manual de Marxismo-Leninismo, de Kuusinen, El Materialismo Histórico, de
Konstantinov… Aura o las violetas, de José María Vargas Vila, El conflicto de
los siglos, de Elena White, las Obras
Completas de Francis Bacon, el De
Mulieribus, de Albertus Magnus, y
algunas otras enseñanzas de los rosacruces y masones, obras que serían devoradas a escondidas, en
al traspatio, cerca de los girasoles y las matas de geranio que madre había
plantado con cuidadoso ardor.
Mi tío Julio Laurencio Silva Montenegro era un
hombre alto, blanco, de grandes y profundos ojos azules, muy parecido al
retrato del General José Laurencio Silva, el tatarabuelo, quien nos contemplaba
desde la pared en la amplia sala de la vieja casona. Había nacido en 1896 y
para la época en la cual lo conocí, tendría unos 50 años. Yo aprendí a leer
bastante temprano y una de las fuentes de aprendizaje fue el periódico. Tío Laurencio
compraba religiosamente El Nacional todos los días, y los sábados, El Morrocoy Azul. En su cuarto de soltero,
siempre oloroso a azahar, tenía una cama con mosquitero y una silla de
extensión. Yo me sentaba a su lado en una sillita pequeña para leer la prensa y
oír los noticieros de la guerra de Corea en un viejo radio Philco, en el cual
sintonizaba La Voz de América y la BBC de Londres. En esa época se publicaba
cada sábado el Papel Literario de El Nacional,
que yo coleccionaba y guardaba debajo del armario de tío. Cada tarde,
luego de la obligada merienda con dulce de lechosa, café y manducas, hablaba largamente conmigo, se esmeraba en
tomarme la lección y yo debía relatarle aquellas dos o tres páginas que me
había sugerido leer el día anterior.
Amigos del editor José Agustín Catalá |
De esta ápoca recuerdo con especial deleite a
dos peculiares personajes: uno de ellos, Nicasio Arteaga (a quien llamaríamos
siempre don Nicasio) había sido espaldero de tío Laurencio en sus lejanos días
militares. Tenía una edad indefinida. Decía que había conocido a los ejércitos
de la Revolución Libertadora de Manuel Antonio Matos. Eso fue allá por el año
1901, así que probablemente había nacido alrededor de 1890. Cuando lo conocí ya
tenía varios años al servicio de la casa de los tíos Silva Montenegro. Era
pequeño, cetrino, con unos grandes bigotes ya canosos y vestido casi siempre de
liquilique. No aprendió nunca a leer y escribir y utilizaba un lenguaje pleno
de arcaísmos. Para él, era muy común el “vide”, “ansina”, “endenantes”… lo cual
me divertía mucho, ya que era distinto al lenguaje usado por los tíos. Ocupaba
un cuarto de la casa vieja, con su respectivo catre. Las funciones de don
Nicasio eran muy diversas: desde hacer
de mandadero de las dos casas hasta llevarnos de la mano a la escuela
Anzoátegui y por las noches acompañarnos al cine. En el solar de la casa vieja
tenía un pequeño conuco, lo cual denotaba su origen campesino, y tenía un
machete muy afilado que utilizaba para
cortar ramas y al cual teníamos prohibido acercarnos. Tenía un carácter
muy colaborador, pero al mismo tiempo era bastante terco. Cuando se le
encargaba alguna labor que él consideraba imposible de ejecutar, su comentario
era: “¡eso es quinina!” Pero lo más agradable, lo que me atrapaba y embelesaba,
era su repertorio de anécdotas y consejas, sus historias y aventuras vividas en
su inquieta existencia de guerrillero,
relatos que me abrirían definitivamente
el entendimiento y la sensibilidad.
El otro personaje encantador se llamaba Remigio
Starosta: era el barbero de la familia, venido de la Italia de postguerra y de
incierto origen judío. Don Remigio me afeitaba cada mes y, al finalizar su
faena, en las frescas tardes del pueblo,
nos reunía a la pandilla de hermanos y primos, desenfundaba con
parsimonia su violín y, previo el fruifruifrui del ensayo, asumía el control
absoluto de la audiencia: su inquietante fraseo, sus larguísimas tiradas de
arco, sus vibrattos y scherzos nos remitían a las arideces falconianas y larenses,
a las neblinas de la sierra, a las madrugadas de vaquerías y a los alborozos
navideños. Pero el mejor momento de la tarde llegaba cuando acometía, con aire
distraído y mirada ausente, las tonadillas del Danubio, los caprichos de
Paganini o los valses venezolanos que tanto me gustaban (¿será Besos en mis
sueños, de Augusto Brandt o, tal vez, Conticinio, de Laudelino Mejías, la
melodía que ahora persiste en mi memoria?). Al final de esos improvisados
conciertos, con un aire extraño y taciturno en su semblante, aquel
barbero-violinista nos leía fragmentos de
Pirandello, Bécquer, Keats, Lord Byron o Novalis, sin solución de
continuidad.
Un poco más tarde, entrando al bachillerato, ampliaría
mis enardecidas lecturas: noches enteras de vigilia artificial en aquel desván
al fondo de la casa, a escondidas de padre, me revelarían el mundo maravilloso
de Rimbaud, Darío, Neruda, Ramos Sucre, Pocaterra, Arráiz, Paz Castillo,
Alberto Arvelo, a quienes leía junto a los números atrasados del Pekín Informa,
conseguidos con astucia por el turco Farid en la capital. En esta época
recibiría de manos del poeta Fáver Páez, amigo, coterráneo y nigromante, un libro que aún conservo: la Poesía Política,
de Vladimiro Maiakovsky, que marcaría para siempre mis gustos literarios. También
iniciaría mi labor de cronista en ciernes en aquel periódico mural que dirigía
(¿El Mocho Ilustrado era su nombre?) en donde publicaría mis primeros textos.
Claro, eso sería mucho antes de que el periódico mural fuese finalmente
clausurado por caprichos de un director obcecado que no perdonaría mi artículo
en defensa de la revolución cubana, con fotos de Fidel y del Ché entrando a La Habana, en
enero de 1959. Esta ocasión la aprovecharía para comenzar mi nueva empresa
periodística: el semanario En Marcha, ocho cuartillas impresas artesanalmente
en aquel multígrafo un tanto estropeado, suministrado por el maestro Pereira,
en donde seguiría divulgando, al lado de los artículos políticos y la
actualidad nacional, la presencia insoslayable de mi llano querido: la enorme soledad que se deshoja en el río,
la desnuda claridad de la llanura, la luminosa plenitud de los crepúsculos
bañando el corazón entristecido de los hombres.
Con el filósofo J.M. Briceño Guerrero |
Segunda
Estación: Conociendo a un irreverente maestro de la lengua
Continuando nuestro periplo académico iniciado
en Tinaquillo, dejamos con pesar la casa paterna, y, luego de contemplar las
hermosas sabanas de Taguanes, con la acostumbrada parada en el Monumento
dedicado a esta batalla, ocurrida el 31 de julio de 1813, (monumento preferido
por padre al más conocido del Campo de Carabobo, por inexplicables razones que se perdían en los
orígenes de la estirpe), llegamos a
Valencia y recalamos en el liceo Pedro Gual, en donde continuaríamos cursando
el bachillerato, orientados por insignes profesores como el poeta José Joaquín
Burgos, Jesús Berbín López, Pedro José Mujica, José Joaquín Estrada, Stefan
Pestyk, René Falcón, José Luis Zerpa, Luis Gómez Guillén, Mercedes Quero de
Dezio, Américo Lomelli Verdi, Daniel Táriba y tantos otros excelentes ductores
que hacían de la docencia un modo de vida y una pasión existencial. El profesor
Burgos, con su facundia intelectual y su aplomada y proverbial sencillez,
saltándose el programa oficial, seducía a sus alumnos con la lectura de autores
ignorados (¿o, tal vez, censurados?) por el Ministerio de Educación, como Julio
Cortázar, Jorge Luis Borges, Alfonsina
Storni, Walt Whitman, Sylvia Plath, Ernesto Cardenal, Cintio Vitier, Guillermo
Cabrera Infante, Adolfo Bioy Casares, Oliverio Girondo, Victoria Ocampo, Silvina Bulrich, Ida
Gramcko, Cruz Salmerón Acosta, Miguel Ramón Utrera, Adriano González León, José
Pepe Barroeta, Víctor "El chino" Valera Mora, José Vicente Abreu, Ramón
Palomares… cuyas obras eran literalmente devoradas por nuestra inquieta
cofradía de expectantes discípulos, aquella banda de ávidos adolescentes, en la
cual destacaban, entre otros compañeros: Roger Capella, Claudio Romano, José
Botello Wilson, Carlos Rojas Malpica, José Bianchi, quienes compartíamos
regocijados los textos de aquellos autores, al lado, por supuesto, … de las
obras de los clásicos: … Homero, Horacio, Sófocles, Virgilio, Garcilaso de la Vega, Jorge Manrique, Miguel
de Cervantes, César Vallejo, Vicente Huidobro, Rómulo Gallegos, Miguel Otero
Silva, Arturo Úslar Pietri … todos ellos profundamente amados por el poeta
Burgos y siempre presentes en su muy abultada y generosa alforja de alquimista.
Algunas veces, al salir de clases (la última
hora culminaba a las cinco en punto de la tarde y la tertulia continuaría en
las calles), subíamos hasta el Rectorado
de la Universidad de Carabobo, para el encuentro siempre enriquecedor con los
poetas José Miguel Villarroel París, Eugenio Montejo, Reinaldo Pérez Só,
Alejandro Oliveros, Teófilo Tortolero… o bajábamos por Camoruco Viejo para
contemplar las arboledas, las viejas
casonas y los deslumbrantes atardeceres
valencianos en ameno coloquio de camaradas. Una venteada noche de marzo, con el
poeta Burgos a la vanguardia, entraríamos al Teatro Imperio para disfrutar el film Tirez sur le pianiste,
de François Truffaut, basada en la
novela de David Goodis y con la amable actuación de Charles Aznavour. Al salir,
las deliciosas sodas con granadina, compradas al ladito, en el bar de Pablo,
refrescaban nuestras gargantas fatigadas y sedientas.
Al final de esa correría nocturna, al pie del
monolito, en el centro de la Plaza Bolívar (con el fondo melodioso de aquel
cuarteto de cuerdas – dos violines, viola y cello - que inventara Paul McCartney en Yesterday, deslizándose por
las ventanas del restaurante Madrid), el poeta Burgos nos sorprendería con
estos versos, cuyo tono de serenidad
tejía a muestro alrededor sus visiones de sutil nostalgia y el esbozo de esa
intimidad luminiscente que perennemente
sería su compañera:
“…Escucho el piano de la lluvia, / o una guitarra, / o alguna simple flauta de bambú / y palabras que dicen / las mismas cosas / que se escuchaban hace cuatro siglos.”
El poeta Burgos dejaría en mí una profunda
impronta que hoy continúa vibrando, una lección de humildad y sencillez y una
metáfora de la vida, porque en sus actuaciones, en sus vivencias, en sus
páginas hay una tierna solidaridad con las cosas, con el mundo, con el hombre.
Algo hay en ella de fraciscanismo poético, algo de profunda ternura frente a
los pequeños seres, algo de humanidad penetrada de amor y de lúcida comprensión
del orbe. Y hay, sin ninguna duda, una actitud muy personal: la búsqueda de lo
esencial en los objetos, lo cual le confiere a sus obras el merecido e
incuestionable rango de poesía visual.
Tercera
Estación: Vida universitaria, bohemia y encuentros reveladores
Década del setenta. En medio de nuestra afanosa
vida universitaria, establecíamos los primeros contactos con poetas y
narradores en la vieja Escuela de Educación de la Universidad de Carabobo
(adscrita, para ese entonces, a la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales):
José Napoleón Oropeza animaba al grupo Sombra de Hormiga. Una tarde de crudo
invierno, el poeta, con una generosidad de príncipe renacentista, me dejaría
hojear el manuscrito de su novela Las redes de siempre. Algunas mañanas, Alejandro
Oliveros se dejaba caer por la biblioteca y nos hablaba con pasión de Walt
Whitman, Nerval y Baudelaire. Reinaldo Pérez Só confesaba su interés en la
poesía portuguesa y el budismo zen. Pepe Barroeta nos iluminaba con sus versos
y Rafael Humberto Ramos Giugni comenzaba su tenaz labor de difusión cultural en
los predios de Ingeniería.
Después, las tardes de bohemia literaria y
filosófica con Luís Azócar Granadillo y Jorge Preciado, casi siempre en el
viejo restaurante “El Piache”, cuyas cabañas nos proporcionaban el cobijo y el
recato indispensables para la confidencia. Recuerdo con exactitud aquella
noche: salíamos del cine universitario, luego de disfrutar la proyección de “La
hora de los hornos”, de Fernando Pino Solanas; Jorge, inspirado, en una de sus
magníficas exposiciones, nos habló de la libertad de creación, como negación de
aquel realismo militante que exudaba la película del porteño. Azócar, siempre
curioso, espíritu libérrimo y erudición suprema, incansable pescador de
atardeceres, se expresó generosamente de un inacabable conjunto de temas, cuya
variedad era una muestra de su hálito ecuménico: la revolución de París – Mayo
(y la participación en ella de Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Herbert
Marcuse), el festival de Woodstock (del cual recordaba con nostalgia la canción
de John Lennon y Paul McCartney, interpretada por Joe Cocker: “Con una pequeña
ayuda de mis amigos”), la renovación universitaria, la reciente publicación del
libro “En plena estación”, de Gustavo Pereira, poemas que - nos dijo – lo
habían alucinado a tal punto que no había podido despegarse de ellos en toda la
noche. Señaló que fue descubriendo mansamente los laberintos refulgentes que
socavan sus palabras en los veneros del lenguaje poético. Había disfrutado esos
textos escuchando las notas de Carmina Burana, en versión de Carl Orff. Y
entonces comulgaba con el poeta: “…Estoy como un ciego al borde de un abismo
cuya profundidad / no acierta a conocer con el golpecito de su bastón.”
El autor (al centro) junto a los poetas Reinaldo Pérez Só, José Carlos de Nóbrega, José Joaquín Burgos y Luis Alberto Angulo. Valencia, 2010 |
Más tarde, al filo de la medianoche, Azócar, con
su proverbial timidez (complemento de su inconfundible ironía socrática)
ojearía este breve texto suyo, escrito con su diminuta letra de sobrio poeta: “…Obligado a inventar / para escapar al
miedo, / invento que tus rasgos son eternos y míos / que mis magias son tuyas /
que el mundo nos recibe / y acepta mis conjuros, mis geometrías, tus senos. /
Invento el mundo / y / luego / la muerte recoge mis juguetes.” Estas
palabras se grabarían con fuerza en mi
corazón de escritor en ciernes.
Mención aparte merecen las cálidas tardes de
sol, cerdo asado y cachapas de maíz tierno con queso de mano, a la sombra de
los samanes, en La Rosaliera, la hermosa
finca de José León Tapia, en Barinas. Nuestro anfitrión me contaría que allí
mismo, en aquella mata, cerca del jagüey, estuvieron conversando no hacía
mucho, puntuales, cumplidores, expectantes por la dimensión de la invitación
que les había cursado: el poeta Alí Lameda, con su parsimonia acostumbrada,
José Vicente Abreu, con su elegante pelo e´ guama y Luis Alberto Crespo,
dispuesto a montar su nuevo caballo recién llegadito de Carora. Entonces,
intentaría una aproximación a las obras de aquellos venezolanos de excepción de
la mano de José León, quien me conduciría con agrado y paciencia por los
caminos de estos creadores, a través de esos textos portentosos, por esa poesía
pura, intimista, tan influida por el seco paisaje caroreño, o por las soledades
de la selva o por la feracidad verdina de la llanura donde se debaten los
sentimientos de estos poetas, trashumantes por esos caminos que tantas veces
recorrieron juntos. Una tarde bochornosa de abril, me diría José León:
“Estúdialos, primo, conócelos, y comienza a transitar tu propia senda, para que sueñes y vivas como ellos y puedas crear tu propio mundo, basado en las luces poderosas de la imaginación, y para que te des cuenta de que las cosas existen con orgullosa independencia de la realidad.”
Y, para mitigar el verano, José
León, con su acostumbrada vehemencia, con esa pasión indetenible que lo
acompañaría hasta su lamentable deceso, abrió la esclusa del recuerdo para
descubrirme al poeta Alí Lameda, de
quien había oído hablar desde mis lejanos días de militancia revolucionaria, cuando
a todos nos inquietaba su extraña e inexplicable prisión en Corea del Norte,
acusado de no sé cuál delito contra el estado comunista de Kim Il Sung. Pero
nunca hasta entonces había disfrutado de sus textos. Aquella primera
aproximación me reveló a un poeta excepcionalmente dotado para la versificación
y que tuvo el valor de escribir sonetos, en contra de las tendencias y escuelas
dominantes en la época, en la actitud desafiante de obedecer a sus pulsiones
sin preocuparse en lo más mínimo por aquellas propensiones. Como colofón del
convite, José León quiso leer estos versos de La rosa antigua, para lo cual
escogió de entre sus muchos acetatos el Concierto de Aranjuez, de Joaquín
Rodrigo (magistralmente interpretado por Alirio Díaz):
“La tierra dio a los hombres este fruto. / La tierra dio a los hombres su orquídea iluminada: / les dio una inmensa noche de atributo / espléndido, con grandes estrellas de rasgada / vibración, con la luna que amor y sueño efluvia. / La tierra dio a los hombres sus peonías eternas, / los robles de fastuosa resonancia, / el torrencial descenso de la lluvia, / los metales de duras dimensiones, las tiernas / vegetaciones roncas y su espacial fragancia.”Desde entonces, amé a este poeta singular.
También en esta época incrementaría mis
encuentros con otro brillante tinaquillero: el narrador y poeta Carlos Noguera, con quien compartiría intensas
jornadas de bohemia literaria por las calles, bares y cafés de Sabana Grande,
en Caracas, algunas de las cuales están consagradas en su primera novela Historias
de la calle Lincoln, en donde el autor se revela como un narrador
extraordinariamente vigoroso, distinto, generador de recursos lingüísticos,
sintácticos y poéticos, capaz de resolver al instante el paso con el cual se
anticipan las más ágiles invenciones. Una nueva forma de expresar los
conflictos del venezolano, en niveles en que el fervor humano, la realidad de
situaciones imprevistas, la ciudad y sus avatares, el erotismo y el
imponderable elemento psicológico se conjugan con una fuerza casi alucinante.
Uno de esos días, Carlos me confesaría, en una frase que me impactaría con
especial agrado y me señalaría derroteros:
“Escribir es leer y escribir. Así de simple. Para mí, como escritor, ambos actos están indisolublemente unidos. No tiene que ser así siempre. Hay gente que disfruta mucho la lectura pero nunca se da permiso para escribir algo o apenas una vez y luego lo abandona. Sin embargo, para mí la lectura y la escritura han estado muy unidas desde el comienzo de mi vida. Por eso, si pretendes algún día ser escritor, debes leer mucho, sin cansancio, sin pausas, con decisión y alevosía.”
Cuarta
(y última) Estación: la obra literaria como testimonio de vida
A finales de los ochenta, una argentada
tardecita de crudo invierno, confinado a mis aposentos por una recurrente y
tenaz gripe, ubicaría entre mis libros aquel viejo ejemplar de hojas
amarillentas: Rayuela, la novela de Julio Cortázar que Luis Azócar Granadillo
me obsequiara veinte años atrás. Me sorprendería nuevamente su dedicatoria: “…Léelas, poeta, con espíritu joven y
abierto, que estas páginas te revelarán el mundo que siempre has buscado.”
Y esa expresión fue premonitoria y rigurosamente
cierta: aquellas lecturas caprichosas y aparentemente sin rumbo que me habían
conmovido desde la infancia, ahora se incrementaban y ensamblaban en obra
escrita: en el verano del año 1988 publico mi primer libro: Cortázar,
instrucciones para el Perseguidor, una aproximación impresionista y lúdica al
universo siempre sorprendente de este enormísimo cronopio, en donde el
lenguaje, la ironía y los juegos armonizan en apretada suma dialéctica; luego
vendrá Desarrollo de actitudes, conductas y valores en adolescentes, a través
de la manipulación que la televisión hace de la imagen arquetípica del héroe (en
1989), una profunda reflexión acerca de la industria cultural, los programas
televisivos y sus símbolos arquetipales, la manipulación de la figura del
héroe, lo cual promueve una visión acrítica y conformista del mundo en los
adolescentes venezolanos; Ritos, fuegos, ceremonias y fantasmas (en 1992), obra
en la cual intento el abordaje de diversos temas y autores, en un orden plural
y heterogéneo, revelando un sentido de reflexión literaria cercano al placer y
alejado de conceptos fríos y definitivos; Cojedes, umbrales del siglo XXI (en
1995), libro en coautoría, en donde inserto un ensayo titulado “El Silva que me contaron”: un
acercamiento apasionado y familiar a la personalidad, el carácter y el valor
del General José Laurencio Silva; Del
retrato a la máscara en el laberinto literario de Arturo Uslar Pietri (en
2004), una detenida y cálida indagación sobre la vida y la obra de este
venezolano de excepción, a través de una dinámica prosa que deja respirar al
autor y su obra en el acogedor y problematizador marco del discurso
ensayístico; El mundo de las
cooperativas (en 2004), un exhaustivo análisis de las capacidades productivas
de la sociedad venezolana, a través de estrategias solidarias como las
cooperativas, que trascienden el hecho netamente económico y se proponen romper
con las desigualdades; Eduardo Mariño: el brillo y las sombras de una escritura
heteróclita (en 2005),un recorrido afectivo por las obras de este peculiar e
infatigable escritor venezolano, en donde lo lúdico se combina con lo
intuitivo, la ética con la estética y la frescura del lenguaje, siempre en
búsqueda del sentido auténtico de la palabra;
Carlos Noguera: el juego, la
pasión y la nostalgia (en 2005), indagación crítica acerca de la obra de este
creador, Premio Nacional de Literatura, cuyo oficio nos deslumbra y convence,
encendiendo su luz prodigiosa como fuego insospechado e inacabable; Francisco
Lo Russo: un ángel de María Lionza (en 2007), una investigación descriptiva y
pormenorizada acerca del mito y sus dimensiones religiosas, filosóficas,
morales, antropológicas y humanas; Héroes y villanos, llaneros y llanura en las
narraciones de José León Tapia (en 2008), un nutrido compendio antológico de la
obra de este prolífico narrador llanero, quien ha recreado la realidad del ser
venezolano, su historicidad y sus limitaciones ontológicas y trágicas; Pasión,
realidad y ficción poética como testimonio de vida, prólogo a la última obra de
José León Tapia: Vencido por la nostalgia (en 2008), una aproximación efusiva y
familiar a la obra de Tapia, en donde se evidencia la voz de un poeta
deslumbrado por sus fantasmas sus búsquedas y su nostalgia; El Dorado, mito,
utopía y realidad (en 2010), una intensa (y extensa) pesquisa sobre ese
ancestral símbolo de la búsqueda humana, bordeando las fronteras entre la
realidad, lo fantástico, lo maravilloso, lo mítico y lo onírico, ensayo
publicado en el volumen antológico El Libro del Oro de Venezuela. Y,
finalmente, José Joaquín Burgos o el aire iluminado (un acercamiento
impresionista a la obra de un poeta singular), prólogo al más reciente libro
del poeta Burgos, Cansancios de orilla (de 2012), en donde se denota la esencia
y la profundidad de este bardo venezolano, en un viaje inacabable través de sus
obras en donde se empina el tono poético como un transitar espontáneo del
lenguaje que se abre hacia la insinuación reflexiva, el dulce y desgarrado tono
erótico, la transparencia de objetos, colores y sonidos, revelado todo esto en
un persistente y agudo proceso de expresión vehemente, íntima, desbordada.
A manera de conclusión, nos gustaría evocar una
hermosa frase del siempre recordado Ludovico Silva, quien, en su obra La torre
de los ángeles (de 1991), afirmaba: Decía Mallarmé, en su bello y enigmático ensayo sobre “El libro, instrumento
espiritual”, las siguientes palabras de oro: Tout, au monde, existe pour
aboutir à un livre. Todo en este mundo nos conduce hacia un libro. Espero que
estas páginas de evocación personal
signifiquen al menos una piedra en el edificio de mi libro personal. Sin
olvidar lo que también decía Mallarmé en su ensayo: el libro es …le minuscule
tombeau, certes, de l´âme (la minúscula y precisa tumba del alma).
Ponencia en el 7º. Encuentro con la
literatura y el audiovisual para niños y jóvenes en Venezuela, Valencia,
22/06/2012