Quinta Agronomica UNT Tucumán ✆ José Lazarte |
Especial para La Página |
Imagínense ustedes por un momento una comunidad
estudiantil sin “redes sociales” ni teléfonos celulares; sin Internet ni twitter.
Cientos, miles de estudiantes tomando el predio de la universidad,
movidos solamente por el mensaje boca a boca, la determinación, la conciencia y
la militancia política.
En 1972 el que escribe estas líneas era muy
joven; casi un adolescente. Acababa de
terminar el ciclo secundario en el Instituto Técnico de la UNT, todavía con
algunas materias pendientes, y se aprestaba a inscribirse en la UTN, decidido a
“independizarse económicamente”; a
trabajar y estudiar de noche. Sin
embargo, acumulaba ya una cierta experiencia militante y de participación en el
primer tucumanazo como estudiante
secundario; como un joven militante de base.
Uno de los tantos miles. La explosión de lucha estudiantil en junio de
ese año, cuya expresión más álgida fue el Quintazo, fue una expresión local del
creciente activismo juvenil en todo el país producto de la persistente lucha
obrera y popular contra la dictadura militar.
Ser joven era sinónimo social de ser miembro
activo de ese proceso. Aunque creíamos
ser sujetos motores de la historia, éramos en realidad objetos de la
misma. Una historia argentina que se
comenzó a escribir en las fábricas de la Fiat-Concord en Córdoba, en 1969: la
historia del despertar de lucha independiente de la clase obrera argentina. Con algunos antecedentes propios, en Tucumán
esa historia nos arrastró con total naturalidad; con la objetividad de un
proceso en el que el “elemento subjetivo” –la conciencia política- normalmente
viene por detrás del proceso social. En otras palabras: no necesitamos entonces
“revelación política” alguna para entregar lo mejor de nuestra juventud a la
lucha.
La toma de la Quinta Agronómica adquirió
aspectos de verdadera lucha popular de masas.
La Avenida Roca, desde los predios universitarios hasta la Avenida Alem,
era territorio liberado. Por varios
días, no circularon vehículos de ningún tipo.
Era una arteria desolada, con cascotes desparramados entre barricada y
barricada, con grupos de estudiantes con los puños en alto que circulaban a
todo momento por la misma, y a los que se unieron jóvenes trabajadores de las
barriadas populares vecinas.
El predio universitario era de los estudiantes. Sin duda alguna era de los estudiantes. Caminar por los pasillos de la universidad
era una sensación muy especial para todos los que allí estuvimos. Casi en cada rincón o aula se discutía
política. Las asambleas y reuniones eran
frecuentes. No sólo se actualizaba a los
estudiantes sobre los acontecimientos que se estaban desarrollando, sino que de
manera extraordinaria se aprovechaba el tiempo para discusiones teóricas de un
nivel intelectual extraordinario. Era
muy común encontrarse en un pasillo o aula con un activista dirigiéndose a un
grupo de estudiantes, versando sobre teoría marxista con profundo conocimiento
de los clásicos. No era raro escuchar
extensas citas textuales de Marx, de Lenin, de Trotsky. Algunos otros estudiantes simplemente agarraban
una guitarra y cantaban en grupo. Pero la
decisión de si cantar una zamba o un tema de rock era objeto de extensos
planteos intelectuales sobre la diatriba “música nacional” versus “música
extranjerizante”. Al final, la guitarra igual sonaba y todos cantaban.
Las organizaciones políticas estudiantiles realizaban
sus reuniones de células o de grupos de facultades en los mismos pasillos de la
universidad. La “clandestinidad” estaba
garantizada por todos. Uno podía
fácilmente advertir cuando se trataba de una reunión de discusión pública -y
por lo tanto participar de la misma- o de una reunión partidaria.
La izquierda revolucionaria argentina, y por lo
tanto la tucumana, era un verdadero mosaico bizantino de grupos y hasta de grupúsculos. Los partidos tradicionales de esa izquierda
se habían fragmentado y astillado al fragor del despertar independiente de la
clase obrera, y las estructuras burocráticas de algunos de esos partidos tradicionales
eran furiosamente rechazadas por la juventud en lucha. Buscábamos construir un nuevo partido de los
obreros socialista. Rechazábamos el llamado de esos partidos tradicionales a
plegarse al “Gran Acuerdo Nacional”, la nueva trampa de salvataje del sistema
capitalista argentino.
Yo pertenecía a uno de esos fragmentos o
astillas: un minúsculo grupo local, tucumano, llamado Círculos de Estudiantes
Socialistas, nacido como resultado de un fraccionamiento del Partido
Revolucionario de los Trabajadores - El Combatiente.
Permítanme en este punto rendir homenaje a
algunos compañeros que ya no están: Mossi, Cachi, la Negra Lidia, el Chino
Décima, el Chato Gargiulo. Jóvenes
tucumanos que cayeron luego de 1976 víctimas de la más sangrienta de las
dictaduras. Esos jóvenes estuvieron
presentes en El Quintazo, y ni se imaginaban entonces que eran objetos de una
historia que devendría en masacre. Mi
memoria y mi eterno respeto estarán siempre con ellos.
El Quintazo, como todo movimiento de masas,
utilizó las armas de la lucha de masas.
La barricada, la honda, las piedras.
Hubo algunos compañeros miembros de la incipiente (por esos años)
organización guerrillera foquista–el
PRT- que portaban armas dentro de la Quinta Agronómica, pero nunca llegaron a
usarlas. No tenían verdadera intención
de hacerlo, y la masa estudiantil aprendió a respetar y a aceptar el hecho de
que las cargaran, aunque no fueran parte de la lucha de masas.
Me tocó presenciar, casi al final de los hechos,
la captura de un “botón” de la policía provincial -un policía infiltrado en las
filas estudiantiles- y pude ver cómo un compañero, con mucha habilidad
(seguramente un miembro de una de las organizaciones foquistas) quitaba el
cargador de la Ballester-Molina y removía la bala de la recámara antes de
entregarla a la dirección estudiantil del conflicto. Creo recordar que esa arma fue devuelta a la
policía.
No son los “aspectos militares” de la lucha los
relevantes en esas jornadas. En realidad
no hubo aspecto militar alguno. Todos han visto hoy las fotos de la gigantesca
honda construida por los estudiantes y emplazada en plena Avenida Roca. Era enorme; casi dos metros de altura,
montada sobre tablas con ruedas. Aunque
las imágenes de las fotos puedan hoy despertar cierta fantasía de
sofisticación, la honda fue en realidad el producto de imaginación pueril de un
grupo de estudiantes que realmente pensaba que era posible ser usada como arma
de autodefensa. Que yo sepa, nunca
disparó; por lo menos no efectivamente.
Pero ahí quedó, en la historia y en la leyenda.
Luego de casi una semana de lucha, en la que las
fuerzas policiales fueron indiscutiblemente superadas por la masa estudiantil,
llegó la hora de enfrentar al ejército.
O sea, llegó la hora de la derrota.
No recuerdo las fechas. Sí recuerdo la asamblea estudiantil (no tan
masiva como las anteriores) donde se decidió democráticamente que era imposible
enfrentar al ejército de igual a igual, y que era necesario “rendirse” a cambio
de garantía por la integridad física de todos los estudiantes.
Y así se hizo.
Fue gracias a la cobertura mediática que el proceso de cargar
estudiantes en camiones y ómnibus del ejército argentino se hizo sin mayores
verdugeos ni golpes.Fuimos cientos de estudiantes los que subimos a una fila de
vehículos con las manos en alto o en la nuca.
Hugo “el Chato” Gargiulo -quien ya había estado
en prisión durante la dictadura de Onganía- nos dijo con justa razón que él no
podía caer otra vez preso, que esa detención tendría para él consecuencias
graves. El resto de los compañeros asentimos,
y vimos cómo El Chato se adentró de nuevo corriendo hacia los vacíos predios de
la universidad. Luego supimos que pasó
la noche entera escondido dentro de un ducto de calefacción, y que al día
siguiente consiguió saltar la alambrada sur y refugiarse en la casa de un
obrero. Sobrevivió. Por lo menos en ese momento sobrevivió.
Al resto de nosotros nos hicieron subir a
camiones y nos llevaron a los predios de lo que era entonces el “Regimiento 19
de Infantería”, al oeste de la ciudad.
Nunca en mi vida había visto tan de cerca fusiles amenazantes, y tuve
miedo.
Allí advertimos enseguida que estábamos en manos
de “colimbas” (soldados conscriptos) jóvenes como nosotros (en esos años el
servicio militar era todavía obligatorio), miembros del pueblo argentino. Nos miraban con una mezcla de respeto y
admiración. Pero los oficiales y suboficiales eran de temer.
En la semana subsiguiente nos sacaron de a
pequeños grupos “a declarar”. A
ficharnos con un prontuario en una dependencia policial. A mí me tocó salir positivo en la obsoleta
“prueba de la parafina” (prueba de haber disparado un arma de fuego). El aparato legal de la dictadura necesitaba
mostrar al público que lo estudiantes eran monstruos que abrían fuego contra la
policía, y a mí me toco por suerte ser “evidencia” de algo que nunca
ocurrió. Afortunadamente no hicieron uso
posterior de ese prontuario.
Dentro de las “cuadras” de colimbas que abrieron
para encerrarnos, los estudiantes nos organizamos inmediatamente eligiendo
delegados representativos, y casi de inmediato comenzamos a plantear
reivindicaciones. Las condiciones de
detención eran malas, peor que las de los colimbas. Lanzamos una huelga de hambre ante la pésima
comida y terribles camas-cucheta que nos dieron. La respuesta fue quitarnos hasta los
horribles colchones.
El lector seguramente se va a reír, pero los
estudiantes respondimos con más lucha: hasta gritamos una consigna totalmente
ridícula, motivada por nuestra juventud, inexperiencia y tal vez desubicación
total respecto a la naturaleza de nuestra propia situación: “¡Un solo grito:
colchones bien blanditos!”. Cuando
pienso hoy en la terrible puerilidad de esa “consigna” no puedo evitar una
sonrisa y a la vez cierta vergüenza.
Pero éramos jóvenes, muy jóvenes. Puerilidad es a la vez inexperiencia e
inocencia transformadora en la lucha por la utopía, y dicen que es una cualidad
de los jóvenes. Pero no hay política
revolucionaria sin utopía revolucionaria.
Sólo a la clase dominante, a los dueños del poder, la utopía revolucionaria
le puede resultar una puerilidad.
Para terminar: ser jóvenes no significaba en ese
entonces seguir “revelaciones políticas”“verticales”ni “transversales” sin
cuestionamiento o reflexión. Todo lo
contrario. Cuestionar la autoridad era
el tono de la época. Éramos, como dije
antes, objetos de la historia que se nos impuso por generaciones, y el
despertar de la lucha obrera nos colocó a los jóvenes en una posición de buscar
por propios medios una identidad y objetivos propios, coherentes con el
desarrollo objetivo del proceso social.
Cuando escucho hoy del “despertar a la
militancia” de la juventud argentina actual, basada en una supuesta
“revelación” de tal o cual político burgués, no puedo dejar de notar la
contradicción que yace entre el espíritu renovadorde la juventud y la
actitudgeriátricade amoldarse a la “transversalidad” de los buenos
bonapartistas gobernantes. No es ese el verdadero rol de la juventud.A
los jóvenes de hoy corresponde tomar el camino de la crítica y el
cuestionamiento, de ser parte de la lucha de los obreros y oprimidos por la
transformación revolucionaria de la sociedad capitalista.