En el pequeño pueblo fronterizo de Portbou, la vida de
Walter Benjamin se extinguió con sus sueños, sus ideas y su incapacidad para
comprender lo que sucedía en una Europa que ya reconocía en formato grande y en
blanco y negro la crueldad humana. Durante los primeros días del otoño de 1940,
el escritor judío se siente un animal perseguido. Tras su huida de París, solo
unas semanas antes de que Hitler entrara en la ciudad, intenta cruzar la
frontera española, pero es detenido. Exhausto, pide que le dejen pasar la noche
en un hostal, donde será vigilado por tres policías del régimen franquista que
tienen orden de deportarlo a Francia a la mañana siguiente.
Después de escribir sus últimas notas sobre la corrupción de
la vida, se mete en la cama e ingiere una dosis mortal de morfina que le
arrancará del mundo, al mismo tiempo que tantos seres anónimos que serán
conducidos al horror por los exterminadores de despacho. Y ya no habrá más
poesía.
En 1968, Paul Celan se preguntaba en un poema si Portbou era
alemán (“Port Bou-deutsch?”). Busca la respuesta en Martin Heidegger. El
filósofo le agradece por carta el poema, pero ni se pronuncia contra la
dictadura nacionalsocialista ni llega a hablar de su participación en ella. En
sus versos, Celan insiste en la insoslayable dialéctica entre lengua e historia
a través de un topónimo, Portbou, el umbral que descubre —y protege— a Benjamin
exponiéndolo a la violencia de los acontecimientos.
Portbou es un tránsito, un limes empático que nos transporta
a otro de los muchos pasajes que Benjamin recuerda de Balzac, quien, al pasar
un hombre en harapos —escribe el autor francés—, “se tocó con la mano su propia
manga: acababa de sentir el desgarrón que se abría en el codo del mendigo”. El
momentáneo sentimiento de horror y simpatía por un desconocido está relacionado
con ese “amor a última vista” que contamina la mirada del viajero que visita
Portbou.
Ancho de vías
Rodeado de ásperos collados con senderos clandestinos y
vigilado por el campanario neogótico de la iglesia de Santa María, Portbou debe
parte de su popularidad a la estación de tren donde el tiempo de espera que se
producía por el cambio de ancho de vías entre España y Francia permitía al
viajero un breve encuentro con sus calles y gentes. Desde 1994, una de sus
cimas guarda el memorial dedicado al porvenir alemán. El escultor israelí Dani
Karavan ideó el monumento Passatges (en referencia a la obra inacabada de
Benjamin, Passagenwerk) como una estación termini del suceder histórico.
Se divisa fácilmente frente a un pequeño acantilado, a pocos
metros del cementerio municipal, donde una lápida conmemorativa que sella los
restos del escritor berlinés nos hace sentir que queda suspenso el imposible
reafirmarse de cada ser humano. “Benjamin os nonea, por siempre, / él asiente”,
escribe Celan.
Como los pasajes parisinos del XIX, el memorial de Karavan
es un no-sitio que provoca un exilio doble y cruzado por la memoria de uno de
los grandes teóricos de la modernidad. Ya dentro, unas escaleras cubiertas con
un túnel de acero nos conducen hacia el mar. Protegido tras una pared de
cristal leemos, inscrito, un fragmento benjaminiano: “Es una tarea más ardua
honrar la memoria de los seres anónimos que la de las personas célebres. La
construcción histórica se consagra a la memoria de los que no tienen nombre”.
Benjamin también nos dice que “la tarea de la crítica es el cumplimiento de la
obra”.
Si el Ángel de la Historia (el Angelus Novus, la acuarela de
Paul Klee que el escritor adquirió en 1921) vuelve el rostro hacia el pasado,
recuperamos el de Benjamin frente a la fachada de la que había sido una modesta
fonda en el centro de Portbou. Porque para los judíos errantes —y Benjamin fue
un sin país desde 1933— la habitación de un hotel es el último refugio.
El escritor permaneció en la habitación número 4 de la fonda
Francia tan solo 12 horas. La noche anterior acababa de cruzar junto a otros
siete refugiados judíos la frontera pirenaica por la llamada ruta Líster, el camino
del exilio republicano hacia Francia, con la intención de ir a Portugal y
escapar desde allí a Estados Unidos, donde le esperaba su colega y amigo
Theodor Adorno, quien le había conseguido los visados. Pero le faltaba el
permiso para salir de Francia.
Benjamin murió la noche del 26 de septiembre (pocas semanas
antes, también moría por una enfermedad degenerativa el pintor Paul Klee). El
entonces médico de Portbou, Pere Gorgot, certificó la causa: “Hemorragia
cerebral”. De sus últimas palabras, solo queda el testimonio de Henny Gurland,
su compañera de viaje, fotógrafa que años después se casaría con el psicólogo
Eirch Fromm: “En una situación sin salida no tengo más opción que ponerle fin.
Será en un pueblo de los Pirineos en el que nadie me conoce donde mi vida se
acabará. Le ruego lo transmita a mi amigo Adorno. No me queda tiempo suficiente
para escribir todas las cartas que me hubiera gustado”.