Franz Kafka ✆ Julio Ibarra |
Kafka tenía veintinueve años en 1912, cuando en las noches
entre el 18 de noviembre y el 6 de diciembre escribió La metamorfosis. No fue
el primer acontecimiento memorable de ese año crucial de su vida. Poco antes,
en agosto, había conocido, en la misma Praga donde vivía, a una berlinesa de
paso, Felice Bauer, con la que inició una correspondencia apasionada en la que constan los detalles de lo que sucedió después. En la noche del 22 al 23 de
septiembre escribió su primera obra maestra, “La condena”. Días después
escribía “El fogonero”, y luego seis capítulos que lo continuaban (el proyecto
era hacer una novela que se llamaría El desaparecido y que en su publicación
póstuma se tituló América). Y en diciembre salió de la imprenta su primer
libro, Contemplación, compuesto de textos escritos en años anteriores.
Contra lo que ha difundido la leyenda, la vida de Kafka no
fue sórdida ni lúgubre ni especialmente atormentada. Era un hombre apuesto,
elegante, con una rica vida social, abogado de una compañía semiestatal de
seguros, en la que hizo una carrera brillante (indagaciones recientes en
archivos han revelado su impecable eficiencia: nunca perdió un juicio). Ni
siquiera le faltó ese amigo fiel y profético, que casi todos los grandes
escritores han tenido, que creyó en su genio desde la adolescencia. Y como
constituyen la materia de buena parte de su obra podríamos sospechar que se los
creó para poder escribir.
Las cartas a Felice dan cuenta de los inconvenientes que le
planteaba a Kafka la convivencia con los padres. El departamento en que vivían,
si bien amplio y cómodo, lo obligaba a una contigüidad que su neurastenia le
hacía insoportable. Por un motivo u otro, los padres y la hermana parecían
empeñados en negarle la paz que necesitaba una calma perfecta, en la casa y en
su espíritu, y se había convencido de que el único modo de obtener algo bueno
era escribirlo de un tirón, sin interrupciones, sin levantar la vista del
cuaderno (así fue escrita La condena). Lo ideal habría sido una noche
larguísima, en un sótano cerrado con siete llaves, a mil leguas del resto del
mundo y sobre todo de su familia. Desconfiaba de un relato que le llevara más
de una noche, y hasta prefería no retomarlo. Así fue como dejó muchos sin
terminar.
También aquí habría que corregir (parcialmente) la leyenda
de la gran obra inédita y secreta. En realidad Kafka publicó todo lo que
“escribió”, ya que a este verbo lo definía por el cierre del “final”; en la
primera línea de cualquier relato debía hallarse ya el “final implícito”, que
la escritura subsiguiente no hacía más que revelar. Este sistema imponía una
tensión que podría quebrarse a la menor interrupción. Al menos Kafka avizoró
una evolución de sus hábitos, que le permitiría escribir novelas. Las tres que
intentó quedaron inconclusas. De las narraciones que llevó a término, La
metamorfosis es la que más se parece a una novela, la única en que la acción se
continúa de un día al siguiente, como pasó con el trabajo que escribía.
Aunque no fueron muchos días. En una carta de fines de
octubre de 1912 Kafka le cuenta a Felice de una terrible pelea con los padres,
tan violenta que calculaba que no volvería a dirigirles la palabra en quince
días… La cuenta da más o menos la fecha de redacción de La metamorfosis. Fue el
tercero de los grandes relatos de ese año, y cerró el período de inspiración
que había desencadenado su encuentro con Felice. De la lectura que hacía de
ellos Kafka puede dar una idea su intención (que no se realizó: los tres
salieron como libros individuales) de reunirnos en un volumen bajo el título
“Hijos”. La condición de hijo se modula de distinta forma en la distinta
condición de terminado-interminable de cada uno de los tres relatos: “La
condena”, el único escrito en la circunstancia ideal de una-sola-sesión, es el
único auténticamente terminado (todo el cuento es un soberbio final, sorpresivo
desde la primera línea); “El fogonero” fue continuado en secreto, aun después
de haberse publicado como libro, y la aventura de su protagonista Karl Rossman
entra en el mecanismo infinito de las novelas; La metamorfosis es el caso más
intrigante. Todos sus lectores lo han dado por concluido y cerrado; todos,
salvo Kafka, que siguió desconforme y buscando la continuación, efecto de la
maldición original de no haberlo terminado en una sola noche. Para nosotros el
asunto solo puede ser objeto de especulación; quizás la clave esté no en el
final sino en el comienzo, en ese despertar de “un sueño intranquilo”, que a
juzgar por el estado de ánimo del autor en esa época solo podía ser una pesadilla
en la que los padres inventaban otra excusa para impedirle escribir en paz.
Para él la escritura era el camino por el cual llegar a tener una vida propia;
gracias a su práctica literaria esperaba poder salir al otro lado de la serie
infinita de imposibilidades y postergaciones que lo mantenían dentro del seno
familiar.
Completar La metamorfosis, tal como podemos leerla, a lo
largo de esa docena de noches, no debe de haber sido demasiado difícil por ser
su desarrollo casi mecánico y salir inexorable de la premisa inicial, la
transformación que ha tenido lugar la noche anterior al comienzo. A la historia
le basta con seguir el hilo del interés por las grandes o pequeñas cuestiones
prácticas que se van suscitando. Se trata de una comedia familiar, un poco al estilo
“soap opera” de televisión; su mecanismo no difiere del de Alf o Mister Ed o
cualquiera de esas pueriles diversiones que surgen de introducir un elemento
extraño en la menos extraña de las situaciones. Un elemento que podríamos
calificar de “diferente” (porque cualquier otro adjetivo, como “fantástico”,
“sobrenatural”, “simbólico”, se quedaría corto), uno solo pero que basta para
cambiarlo todo.
Según testimonio de un amigo suyo, Kafka consideraba
humorístico este relato. Y en efecto, ¿cómo podríamos considerarlo trágico, o
siquiera patético? ¿Acaso alguien se ha transformado en insecto alguna vez?
Solo podríamos tomarlo en serio si lo aceptáramos como símbolo o metáfora y los
simbolismos. Esta transformación en insecto no es algo que le pasea la gente,
no es un “caso” que haya que explicar. Es algo que pasó una sola vez, lo que
los astrofísicos llaman una “singularidad”, como el Universo. Con ella no se
puede hacer otra cosa que contarla.
Título
original: “El humor kafkiano según Aira”
Prólogo a La metamorfosis, Colección de Bolsillo / Editores Independientes.
LOM Ediciones (Chile) – Ediciones ERA (México) – Ediciones Trilce, Uruguay – Ediciones Txalaparta, País Vasco, España.
Prólogo a La metamorfosis, Colección de Bolsillo / Editores Independientes.
LOM Ediciones (Chile) – Ediciones ERA (México) – Ediciones Trilce, Uruguay – Ediciones Txalaparta, País Vasco, España.