Leszek Kolakowski |
La envidia es una emoción prácticamente universal, y para no
abrigarla se requiere de una singular constitución moral. Algunos individuos
son afortunados poseedores de tal constitución. La mayoría, sin embargo, no lo
es. Las condiciones que generan la envidia también son prácticamente
universales, puesto que nadie, por más favorecido que sea por la fortuna, lo es
en todos los aspectos; siempre habrá otros a quienes se les pueda envidiar
algunos bienes, en tanto que todo bien ajeno podrá ser objeto de envidia: el
dinero, la fama, el excelente desempeño en tal o cual actividad, las buenas
relaciones intrafamiliares, la salud, los talentos, el éxito en la vida sexual,
muchas amistades, etcétera.
Y aun si se encontrara alguien tan anormal a quien
el cielo, por razones inconcebibles, lo hubiera dotado en abundancia de todos
esos bienes, aun así el pecado de la envidia podría quedar expuesto, ya que es
posible que se encuentren otros que en tal o cual aspecto estarán mejor
dotados.
La emoción de la envidia posee dos vertientes y ambas son
específicamente humanas, en vez de ser propias de los animales en general. Una
de estas vertientes puede expresarse con las palabras "Yo quiero tener lo
mismo que tiene aquél"; la otra, en cambio, con las palabras "Yo no
quiero que aquél tenga más que yo". La diferencia entre estas dos facetas
de la envidia es por demás clara; también ambas, por lo regular, se presentan
en forma conjunta e inseparable. Los animales luchan y compiten por el acceso a
distintos bienes, pero lo hacen sólo bajo el influjo de la carencia de alimento
o de sexo. Dos osos hambrientos pueden pelear por un pez recién capturado; sin
embargo, cabe suponer que cuando un oso se sienta satisfecho ni siquiera se le
ocurrirá arrebatar peces a otros osos con el único fin de que aquéllos no se
sientan plenamente satisfechos y no puedan saciar su hambre. Otra cosa sucede
con la gente; las necesidades humanas no tienen límites fisiológicamente
definidos y vemos, sobre todo entre aquellos elegidos por el destino, que hay
personas que sienten que nunca tienen nada suficiente: ni suficiente fama, ni
suficiente dinero, ni suficiente éxito, ni suficiente reconocimiento. Gracias a
esta capacidad para el irrestricto incremento de las necesidades, la gente
podrá resultar igual de creativa que desdichada: lo más evidente es que la
insatisfacción puede llegar a convertirse en una fuente de esfuerzos creativos,
como también, por otro lado, a crear una sensación de invalidez.
Es verdad que cuando esta sensación de invalidez sólo sirve
de acicate para redoblar esfuerzos, no tiene por qué ser asociada con la
envidia e, incluso, podemos encomiarla. Sin embargo, lo cierto es que la
envidia muy a menudo se hace presente también ahí.
La envidia, a pesar de ser una emoción puramente humana, no
constituye un simple reflejo, como lo son el miedo y el hambre; al parecer,
surge de manera natural y espontánea, tal como si actuara bajo el apremio de
las circunstancias. Como emoción de un simple particular, no necesita de
ninguna ideología o doctrina. Otra cosa sucede cuando se convierte en un
fenómeno social, socialmente significativo. Entonces es cuando exige una
justificación ideológica. En tal caso se le denomina deseo de justicia y
demanda de satisfacción por los agravios recibidos. ¡Pero cuidado!: cuando así
decimos, no debemos insinuar que la demanda de justicia sea siempre un disfraz
ideológico que encubre a la maligna emoción de la envidia. No. Tal demanda
puede tener una buena e, incluso, muy buena justificación aun cuando la
sostenga la fuerza de la envidia. Podemos juzgar que en aquellas sociedades
donde hubo una fuerte y visible diferenciación clasista, la gente de las clases
más humildes, a pesar de que sabía distinguir las bien marcadas diferencias
entre su propio sistema de vida y el de los ricos, lo acogía como parte de un
orden natural, como voluntad divina o como un inalterable régimen mundial. De
haber sido de otra manera, seguramente habría estado rebelándose
constantemente. La historia, no obstante, muestra con toda claridad que las
rebeliones de pobres contra ricos en aras de la justicia no ocurrían más que
esporádicamente, en ciertas, específicas circunstancias. Sin embargo, hoy,
cuando casi toda la gente del mundo se halla expuesta a ostentosas y
espectaculares exhibiciones de lujo, riqueza y fama en las pantallas de
televisión, resulta un tanto difícil esperar que todos los que viven en
verdadera carencia consideren este hecho como un factor inherente a su
condición social. En tanto, por lo que atañe al propio concepto de carencia, es
algo que no es posible definir sin tener que remitirse a las situaciones
psicológicas socialmente designadas, a menos que se trate de una existencia que
esté por debajo de los límites fisiológicos de resistencia. Yo, por ejemplo,
puedo tener suficiente comida para mí y toda mi familia, medios para comprar
ropa y pagar los gastos de calefacción, sufragar por lo menos los servicios de
salud elementales y la escuela para mis hijos y, a pesar de todo, no dejar de
sentir una espantosa envidia respecto a otros que poseen más que yo. En
términos generales, no existe forma de definir hasta dónde las pretensiones
relacionadas con la envidia puedan ser legítimas y en verdad ameriten llamarse
demandas justas, y hasta dónde puedan considerarse como una simple incapacidad
para conformarse con el hecho de que alguien tenga bienes de cualquier especie
en mayor cantidad que yo, aunque, desde luego, ese "alguien" se haya
hecho merecedor de los mismos.
Los desastres provocados por las ideologías igualitarias son
un tema del que nos habla mucho la ciencia histórica, en tanto que los sermones
religiosos dirigidos en contra de la envidia no surten el menor efecto, sobre
todo en la actualidad. Por cierto, éstos son ahora cada vez menos frecuentes,
ya que la Iglesia de hoy centra su atención, principalmente, en otros pecados
más fáciles de nombrar. Además, es muy probable que en la Iglesia de hoy
prevalezca un clima de confusión ante el estilo de todos aquellos papas y
sacerdotes de antaño que exigían expresamente que nosotros reconociéramos todas
las desigualdades existentes, todas las jerarquías y divisiones clasistas como
un orden divino. Y aunque va de acuerdo con la actual enseñanza de la Iglesia
el estigmatizar las desigualdades insoportables y la miseria curable, el
exhortar a los oprimidos y marginados por las condiciones sociales a
organizarse para su autodefensa y el hacer un llamado a los privilegiados a que
por lo menos no vuelvan la espalda a la indigencia, de todos modos la envidia,
junto con las desgracias que provoca y las ignominias que de ella emanan, no ha
dejado de ser, ni mucho menos, un tema obsoleto tanto en categorías morales
como políticas. Al igual que en todas las cuestiones que hay en el mundo,
también aquí nos enfrentamos con ambigüedades difíciles de descifrar.
Es claro que es imposible calcular cuánta envidia hay en la
sociedad; tampoco es de esperar que las encuestas en la opinión pública,
formuladas sobre este particular, puedan arrojar resultados fidedignos. No
obstante, las observaciones basadas en el sano juicio tampoco son del todo
inadmisibles. A algún escritor le puede dar un patatús, por no decir ataque de
locura, si algún otro escritor le hace la cochinada de recibir un Premio Nobel.
A este respecto existen muy diversas tradiciones. La sociedad norteamericana,
surgida sin jerarquías de clases ni privilegios, donde por tanto las
diferencias entre la gente son básicamente de orden cuantitativo, calculables
en dinero, quizás estará menos expuesta al demonio de la envidia. En cambio en
Polonia, de acuerdo con tales juiciosas percepciones, esta emoción ocupa un
lugar muy aparte. Un hombre de negocios estadounidense, según la costumbre de
allá, tiene que desplazarse a bordo de un costoso automóvil último modelo, que
a los ojos de los demás exhibe su sana condición financiera. Por consiguiente,
eso forma parte de los costos propios. En cambio, alguien que pertenece a la
profesión académica puede viajar en una destartalada carcacha, y eso ni lo
desprestigia ni va en detrimento de su reputación. La envidia también se
presenta en alto grado en relación con la gente del mismo círculo. Si no soy
actor, puedo no concebir envidia respecto a los grandes y famosos actores; en
cambio, si soy un pintor poco logrado, entonces la envidia frente a otros
pintores, a los que gozan de un gran éxito, puede ser muy fuerte.
Pero repito: la sola aspiración de igualar a los demás, a
los que han alcanzado algún éxito, no es nociva ni destructora, siempre y
cuando estimule a un mayor esfuerzo; en cambio, sí es nociva y destructora
cuando a lo que aspiro es a que a nadie le vaya mejor y cuando todo mi esfuerzo
se encamina a querer perjudicar a ese otro, más eficaz, con la esperanza de
poderlo reducir a mi propio nivel para que, de esta manera, estemos
"parejos". Es algo que vemos a diario. "Qué nadie duerma
tranquilo/ mientras yo dormir no puedo" —por tan sólo citar un verso de
Staff.1
Ahora bien, cabe preguntar si la envidia es una emoción a la
que se puede combatir. Pienso que es una tarea absurda, sobre todo si se trata
de aquella envidia que ha llegado a convertirse en un movimiento social. Se
puede tan sólo intentar descargarla, no importa si está o no sustentada en
pretensiones legítimas, pero lo más seguro es que la envidia como tal sea
indestructible. En cambio, por lo que concierne a la envidia individual, a ésta
tal vez se le pueda debilitar a través de la razón o inteligencia. La inteligencia
resulta aquí indispensable.
La cuestión es la siguiente: el odio —individual o
colectivo, étnico o clasista— se viste con facilidad con un ropaje de
ideologías que adquieren apariencias de legitimidad. ¡Pero cómo! ¡Si otros —por
ejemplo, los alemanes, o los rusos, o los ucranianos, o los judíos, o los
mismos polacos— nos han hecho tan terribles daños! O bien: ¡ese hombre me ha
lastimado tanto! Los agravios pueden ser reales o imaginarios, descritos con
exactitud o exagerados sobremanera; sin embargo, dan visos de legitimidad a los
odios, en tanto que la envidia en sí, a diferencia del odio, que mana de otras
fuentes, es algo vergonzoso, algo que no se debe exhibir bajo ninguna
circunstancia. Mientras tanto, como ya lo he dicho, ocultar la envidia es muy
difícil, y los envidiosos, cuando producen sus emociones, dejan al descubierto
su pequeñez con suma eficacia, aunque, por lo regular, la ceguera no les
permite percatarse de ello. Sin embargo, todo aquel que se haya dado cuenta de
algo tan sencillo podrá abstenerse de manifestar envidia y, tan pronto como lo
logre (insisto: la inteligencia es aquí un factor imprescindible), la emoción
en sí de algún modo la irá ahogando.
La envidia no perjudica mayormente a aquel contra quien va
dirigida, ya que él fácilmente podrá pasarla por alto con sólo ver que el
envidioso no hace más que poner en ridículo a su propia persona. A quien le
hace daño, en cambio, es al mismo envidioso, a la vez que le produce tormentos.
Según reza un popular adagio alemán, cuya autoría desconozco (el juego de
palabras es intraducible, pero el sentido claro): Eifersucht ist Leidenschaft,
die mit Eifer sucht was Leiden schaft : "La envidia es una pasión que
afanosamente va en pos de todo lo que causa sufrimiento". En consecuencia,
si por algo son infelices los envidiosos es por su propia culpa. Según decía
Antístenes, el cínico: su propio carácter los corroe tanto como la herrumbre al
hierro. Si siguen viviendo con esa tonta y absurda emoción, jamás les será dado
beber de ese vino de la vida que tanto anhelan y al que tanto aspiran.
Traducción de Aleksander Bugajski |