Traducción del
francés por Antonio Fernández Lera
Prólogo
Las siguientes páginas obedecen a una doble solicitación. Inicialmente a las cuestiones planteadas por dos jóvenes
filósofos, Muriel Combes y Bernard Aspe, para su revista Alice, y más
especialmente para su sección “la fábrica de lo sensible”. Esta sección se
interesa por los actos estéticos como configuraciones de la experiencia, que
dan lugar a nuevos modos del sentir e inducen formas nuevas de la subjetividad
política. En este marco me interrogaron sobre las consecuencias de los análisis
que en mi libro 'El desacuerdo' había dedicado a la división de los sensible que
constituye el dilema de la política, y por tanto a una cierta estética de la
política. Sus preguntas, suscitadas también por una reflexión nueva sobre las
grandes teorías y experiencias vanguardistas sobre la fusión del arte y la
vida, marcan la estructura del texto que se va a leer. He procurado, en la
medida de lo posible, desarrollar mis respuestas y explicitar sus
correspondientes presuposiciones a petición de Éric Hazan y Stéphanie Grégoire.
Pero esta solicitación en particular se inscribe en un
contexto más general. La multiplicación de los discursos que denuncian la
crisis del arte o su funesta captación por el discurso, la generalización del
espectáculo o la muerte de la imagen, indican en suficiente medida que el
terreno estético es hoy en día el lugar donde se produce una batalla que antaño
hacía referencia a las promesas de la emancipación y a las ilusiones y
desilusiones de la historia. Sin duda, la trayectoria del discurso
situacionista, surgido de un movimiento artístico vanguardista de posguerra,
convertido en los años sesenta del siglo XX en crítica radical de la política,
y absorbido en la actualidad por la vulgaridad del discurso desencantado que
actúa como de sustituto “crítico” del orden existente, es una trayectoria
sintomática de las idas y venidas contemporáneas de la estética y la política,
así como de las transformaciones del pensamiento vanguardista en pensamiento
nostálgico. Pero son los textos de Jean-François Lyotard los que mejor indican
de qué forma “lo estético” se ha podido convertir, en los últimos veinte años,
en el lugar privilegiado donde la tradición del pensamiento crítico se ha
metamorfoseado en pensamiento de duelo. La reinterpretación del análisis
kantiano de lo sublime trasladó al arte este concepto que Kant había situado
más allá del arte, para convertir en arte en un testigo del encuentro con lo
impresentable que desmantela todo pensamiento —y de este modo un testigo de
cargo contra la arrogancia del gran intento estético-político del
devenir-mundo del pensamiento. Así, el pensamiento del arte se convertía en el
lugar donde, después de la proclamación del final de las utopías políticas, se
prolongaba una dramaturgia del abismo originario del pensamiento y del desastre
de su desconocimiento. Numerosas aportaciones contemporáneas al pensamiento
del arte o de la imagen, con una prosa más mediocre, sacaban partido de esta
inversión fundamental.
Este pasaje conocido del pensamiento contemporáneo definió
el contexto en el que se inscriben estas preguntas y respuestas, pero no su
objetivo, en absoluto. No se trata aquí de reivindicar de nuevo, frente al
desencanto posmoderno, la vocación vanguardista del arte o el impulso de una
modernidad que relaciona las conquistas de la novedad artística con las de la
emancipación. Estas páginas no son resultado del deseo de una intervención
polémica. Se inscriben en un trabajo a largo plazo con el que se pretende
restablecer las condiciones de inteligibilidad de un debate. Esto significa, en
primer lugar, elaborar el sentido mismo de aquello que se designa con el
término estética: no la teoría del arte en general, ni una teoría del arte que
lo devuelve a sus efectos sobre la sensibilidad, sino un régimen específico de
identificación y pensamiento de las artes: un modo de articulación entre
maneras de hacer, las formas de visibilidad de esas maneras de hacer y los
modos de pensabilidad de sus relaciones, lo que implica una cierta idea de
efectividad del pensamiento. Definir las articulaciones de este régimen
estético de las artes, los posibles que determinan y sus modos de
transformación, tal es el objetivo actual de mi investigación y del seminario
que desde hace unos años se celebra en el marco de la Universidad París-VIII y
del Collège International de Philosophie. No se encontrarán aquí sus
resultados, cuya elaboración seguirá su propio ritmo. Por el contrario, he
tratado de señalar algunas referencias históricas y conceptuales apropiadas
para replantear ciertos problemas que mezclan de forma irremediable conceptos
que hacen pasar por determinaciones históricas lo que son apriorismos
conceptuales y por determinaciones conceptuales lo que son delimitaciones
temporales. En primera posición entre esos conceptos figura, por supuesto, la
modernidad, principio hoy en día de todas las mezcolanzas que juntan a
Hölderlin o Cézanne, Mallarmé, Malevitch o Duchamp en el gran torbellino donde
se mezclan la ciencia cartesiana y el parricida revolucionario, la era de las
masas y el irracionalismo romántico, lo prohibido de la representación y las
técnicas de reproducción mecanizada, lo sublime kantiano y la escena primitiva
freudiana, la fuga de los dioses y el exterminio de los judíos de Europa.
Indicar la poca coherencia de tales conceptos no entraña, evidentemente,
adhesión alguna a los discursos contemporáneos del retorno a la simple realidad
de las prácticas del arte y de sus criterios de apreciación. La conexión de
estas “simples prácticas” con los modos de discurso, las formas de vida, las
ideas del pensamiento y las figuras de la comunidad, no es el fruto de ninguna
desviación maléfica. Por el contrario, el esfuerzo de pensarla obliga a
abandonar la pobre dramaturgia del final y el retorno, que no acaba de una vez
de ocupar el terreno del arte, de la política y de todo objeto de pensamiento.