Especial para La Página |
Cosa más compleja no hay que escribir, sufría Hemingway en
diciéndolo. Se nos ha olvidado que contar historias es un trabajo que nos pide
amasar, cribar, pulir y traducir lo que pasa en el tiempo. Un cuento es una
historia breve, una que no debe superar cierto número de páginas, de personajes
ciertos y de argumentos. El cuento es el fundamento del guión, tengo para mí.
Contar historias vistas desde inhóspitas y variadas posiciones, como G. Talese
en el periodismo o como Toulouse-Lautrec en pintura, es nuestra labor diaria,
sí, es nuestra labor buscarlas y contarlas, crearlas y narrarlas, imaginarlas y
describirlas, en fin, sudar para hacer que los fenómenos desperdigados tomen
forma.
Podríamos hacer relucir muchas definiciones sobre el
cuentístico arte, pero todas y cada una de tales definiciones no alcanzan, a mi
parecer, para satisfacer nuestra comprensión. Voy a citar asaz caprichosamente
un pensamiento de Cicerón, quien decía que la honra, es decir, la dignidad,
cría las artes. La filosofía, según el retórico magnífico, es la "ciencia
de lo divino y de lo humano y de las causas en que ellos se contienen". He
ahí, reluciente como oro sobre mármol, qué es un cuento. Al ser ciencia el
cuento, tal exige un sistema teórico, cierta técnica, cierto objeto de estudio
y cierta forma de comprobación. Una ciencia de lo divino estudia lo metafísico,
lo fantástico, los sueños, la gloria y el Averno que en tu alma están, lector.
Una ciencia de lo humano estudia la imaginación, las pasiones y afectos, así
como el lenguaje y los gestos. Y una ciencia que estudia causas y efectos en un
mundo sin tales lujos es una cosmogonía, siendo la cosmogonía el primer género
literario.
En el ‘Fedón’ el pensador platónico Platón (sí, porque
primero fue platónico y luego Platón) dijo que al querer elucidar la substancia
del alma era necesario explicarla a través de leyendas. ¿Qué es una leyenda?
Vamos hasta los españolados inicios de leyendas, que decían: "Érase una
vez". Ese "Érase" tiene
tono legendario. He escrito la palabra "tono". ¿Qué es un tono? Es un
pensamiento inspirado o ilógico, es un sonido con dirección, un casi gemido,
algo que está entre el canto y el habla normal, una recitación. Imposible
resulta pronunciar el "Érase una vez" sin evocar tonos elegíacos, quiero
decir, nostálgicos, añorantes.
¿Primera requisitoria para contar historias? Extrañar los
viejos tiempos y entrañarlos en una persona (el `Quijote´, espejo de la vieja
caballería andante), en una situación (el ‘Torito’ de Cortázar, que cuenta su ‘tempo felice nella miseria’, como dice
el Dante), en un lugar (me estoy acordando del añorado ring del Jack del cuento
de Bukowski, llamado ‘Tú y tu cerveza y lo grande que eres’), en una vida (como
en ‘El hundimiento de la casa Usher’ del ejemplar Poe o como en ‘La honradez de
Israel Gow’, de Chesterton). Fraguar párrafos dedicados a la exposición
sistemática de los pensamientos y monólogos de un personaje digno acto es de
dramaturgos, no de cuentistas.
El teatro, al requerir actores de carne y hueso, comunica
nociones de realidad, de aventura (léase el excelente compendio teórico de
Antonin Artaud sobre el tema), pues los cuerpos están ahí (‘mise en scène’),
cuerpos con sus caras y sus movimientos. Un cuento, contrariamente, debe
provocar que la imaginación se active y haga sus propias exégesis. Una buena
historia cuenta con dos argumentos. En ‘El Quijote’ hay el argumento del
protagonista, que es argumento loco, y hay el argumento de Cide Hamete
Benengeli, que es argumento histórico. En el citado y retenido por mi memoria
cuento de Bukowski un boxeador sentimentalmente mediocre habla para que el
lector siga el discurso del tiempo de la narración, y dicho boxeador refiere,
además, poco a poco su exitosa vida profesional. En fin, que ahí hay un
argumento primario o emotivo y otro secundario o material o físico.
Un buen narrador, así, sabe dejar que las cosas pasen
mientras sus protagonistas conjeturan y diabluras fraguan pensando en las
cosas. ¿Qué, qué más? Un buen cuento o historia declara todos sus términos y
condiciones desde el inicio, quiero decir, no se guarda subterfugios,
artificios, bagatelas, ardides, secretos místicos o descubrimientos científicos
para justificar el final. Israel Gow, bestia humana y torpe del antedicho
cuento chestertoniano, es el servidor de un ricachón que tiene por doquier oro
y que su oro le promete al que sea más honesto con él. Chesterton plantea un
misterio: ¿por qué en determinada casa hay en determinadas partes objetos
demasiado determinados, tales como un espejo roto, rapé, metal, velas y polvo
moreno? ¿Hay un loco en la casa que hace grupos semánticos? No, lo que hay es
un hombre moralmente recto, casi loco o quijotesco, que ha sacado el oro de
todas partes.
No arruinaré el deleite estético para el lector, quien
visitará, si curioso es, el cuento referido, cuento que nos explica que las
historias no tienen finales felices o malos, pero sí lógicos (Wilde dijo que no
hay libros malos o buenos, pero sí bien manufacturados, mientras que Plinio
dijo que todo libro contiene alguna sabiduría). Otro requisito para urdir
cuentos loables y dignos de nuestra atención, es: manejar con destreza la
hipérbole y la reducción al absurdo, es decir, saber magnificar lo nimio y
saber hacer de lo nimio una cosa grande. Las escrituras sagradas son avezadas
en tales técnicas. Oigamos (Mat. XVI, 26): "¿De qué le sirve al hombre
ganar el mundo todo si pierde su alma?".
Nótese cómo la grandeza política queda reducida a un
sinsentido lírico. El 'Torito', cuentero de Julio Cortázar, nos cuenta cómo lo
ha ganado todo y cómo ha perdido su ser primigenio. Tener éxito en las letras
implica ser sensibleros, y el hipérbaton es utilísimo para simular sabiduría de
tal jaez ("aquí aprendemos a reír con llanto y también a llorar con
carcajadas", dice un cuento poético del mexicano Juan de Dios Peza). El
mal, en una buena historia, tiene sangre, huesos, piel y olor. Dios, en un buen
cuento, toma forma de hostia o de alimenticio panteísmo. Grande aprendizaje es
el obtenido leyendo libros canónigos, es decir, verosímilmente psicológicos.
¿Por lo dicho será que Borges, hijo de un lector del pluralista Williams James,
supo cómo contar fragmentos de vidas con donosura y gracia?