Si Atenas llora, Esparta no ríe. Los países europeos
mediterráneos ya han vertido amargas lágrimas. En 2012 la imposición forzosa (o
mejor dicho, golpista, en el caso de Italia) de políticas de austeridad provocó
un empobrecimiento que no tiene precedentes de la postguerra a hoy. Pero ni
siquiera a Esparta, es decir a Alemania, le va bien. Lo que está ocurriendo es
el inicio de un círculo vicioso en el que los países económicamente más fuertes
se ven envueltos en una espiral recesiva que se autoalimenta continuamente.
Tras resistir dos años a la crisis de la deuda europea, aprovechándose del
debilitamiento del euro que ha permitido exportaciones más competitivas fuera
de la eurozona, ahora también Alemania empieza a mostrar los primeros signos de
una posible crisis.
El gobierno alemán ha revisado a la baja las estimaciones de crecimiento previstas para el 2012 y 2013, acercándose a niveles de estancamiento, cayendo por primera vez las ventas al por menor.
El gobierno alemán ha revisado a la baja las estimaciones de crecimiento previstas para el 2012 y 2013, acercándose a niveles de estancamiento, cayendo por primera vez las ventas al por menor.
En 2013 entramos en el sexto año de la crisis. Ni siquiera
la gran crisis de 1929-30 duró tanto. A partir de 1933 (tras cuatro años) la
economía estadounidense comenzó a recuperarse. En esa época, la salida de la
crisis se vio favorecida por la definición de una nueva governance social y política
llevada a cabo, si bien parcialmente y a menudo de modo contradictorio,
mediante nuevos mecanismos de acumulación y valorización que el advenimiento
del paradigma taylorista había producido.
Actualmente no se entreve nada de esto. Es evidente que la
governance capitalistica impuesta por los mercados financieros ha fracasado,
aún habiendo obtenido grandes resultados al plasmar y definir las nuevas
modalidades de valorización y las nuevas formas de mando y jerarquía actuales.
Tal governance consistía en nuevas funciones económicas asumidas por
los mercados financieros, con el paso de una economía monetaria de producción
(aquella del paradigma taylorista-fordista) a una economía financiera de
producción (aquella del biocapitalismo cognitivo): redefinición continua de la
unidad de medida del valor (una vez que el patrón oro cayó con el colapso de
Bretton Woods) y, por tanto, financiación de la inversión privada; asegurador
social de la vida como resultado de la financiarización, y consecuente
privatización, de los sistemas de bienestar; instrumento de crecimiento
económico y regulador de la distribución de la renta gracias a los procesos de
expropiación de la cooperación social y a su endeudamiento, y multiplicador
financiero de la demanda final.
La condición para que tal governance pudiese garantizar estabilidad era una continua,
ilimitata expansión de los propios mercados financieros, capaces de producir
(plus)valor siempre superior a los efectos mudables y negativos sobre la
demanda causados por la creciente concentración de las rentas y por la
expropiación de la riqueza social producida por el «común». Dado que esta
condición no puede persistir indefinidamente, la inestabilidad estructural que
se deriva sólo puede ser políticamente y socialmente gobernada recurriendo a
shock exógenos, dictados por la emergencia de turno. En otras palabras, la
governance se da en la emergencia. A principios del siglo xxi la emergencia era
la guerra al terrorismo. Hoy la emergencia se da por la propia crisis de los
mercados financieros y por los Estados europeos. La crisis deviene instrumento
de governance y, por tanto, es permanente. Esto significa que la
emergencia ha terminado y la crisis se convierte en «norma».
El estado de crisis permanente significa que estamos ante
una crisis de la valorización capitalista. A pesar de los intensos procesos de
restructuración organizativa y tecnológica que han ampliado la base de la
acumulación, imponiendo –detras del chantaje de la necesidad– la puesta en
valor de la vida, del tiempo de vida y de la cooperación social humana, la
valorización actual, precisamente porque se basa solamente en la expropiación
externa de la vida y del «común» humano, sin ser capaz de organizarlo, no se
transforma en aumento de plusvalor. El proceso de financiarización sí ha
permitido una poderosa «acumulación», pero no ha sido capaz de traducirse en
valorización directa y real. Esta es la contradicción central que está en la
base de la crisis actual. A pesar de todos los intentos (desde la adulación,
desde el imaginario, al chantaje, el castigo, a la mercantilización total), la
vida humana puesta en valor produce de todas formas un excedente que escapa al
control capitalista, un excedente que no se transforma en valor económico, es
decir, que no es posible medir en términos capitalistas.
En un contexto semejante no es posible ninguna política
«reformista», lo que se traduce también en crisis política e institucional. No
existen condiciones para definir un nuevo New Deal compatible con la
actual economía financiera de producción, a diferencia de lo sucedido en los
años Treinta del siglo pasado. La salida de crisis sólo puede darse en un
contexto postcapitalista. Pero de esto hablaremos más adelante.