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La relación entre experiencia y teoría es todo un tema
dentro del corpus de la filosofía de la ciencia, en particular en la denominada
tradición anglosajona. El empirismo lógico pretendió echar la metafísica por la
puerta exigiendo que toda teoría se organizara siguiendo la misma estructura
que un sistema axiomático pero con referencia empírica. Las teorías debían
elaborarse a partir de un estricto trabajo empírico y un férreo ordenamiento
lógico, siempre articulando proposiciones con sentido. Así el significado de
una proposición es el método de su verificación en la experiencia.
Desafortunadamente, la metafísica se coló por la ventana del edificio
neopositivista. En efecto, los asiduos participantes de las reuniones del
Círculo de Viena y del Grupo de Berlín, con sus satélites y seguidores, debían
admitir la regularidad de la naturaleza antes de emprender cualquier
experimento inductivo.
Ni qué hablar cuando había que justificar el salto de los enunciados particulares a los universales con lenguaje observacional y luego, de estos a las leyes y teorías plagadas de términos teóricos no verificables empíricamente.
Ni qué hablar cuando había que justificar el salto de los enunciados particulares a los universales con lenguaje observacional y luego, de estos a las leyes y teorías plagadas de términos teóricos no verificables empíricamente.
El proyecto neopositivista se dio de bruces con la realidad
a pesar de haberse constituido como inaugurador de la filosofía de la ciencia
profesional y de haber actuado como barricada frente a la avanzada de sendas
filosofías ramplonas o neorrománticas con pretensiones de ponerse en el mismo
plano de igualdad que la ciencia a la hora de dar buenas explicaciones de los
fenómenos.[1]
Como quiera que sea, la teoría, los presupuestos
metafísicos, la cosmovisión, el imaginario y la ideología siempre aparecen como
trasfondo del trabajo científico.
Decir que los científicos construyen sus teorías en estrecha
relación con el contexto social, político y económico en que se sitúan, hoy por
hoy, es una verdad de Perogrullo. Ahora bien, comienza a hacerse bastante
intrincada la tarea del filósofo cuando intenta empezar a pensar cómo se dan
las mediaciones y relaciones entre el contexto y la racionalidad interna de la
ciencia. Muchos aceptamos el desafío y para pensar, nos inspiramos en muchos
precursores de las epistemologías naturalizadas o descriptivas. Edwin Burtt
(1892 – 1989) es uno de ellos. El filósofo norteamericano influenció
generaciones de historiadores y epistemólogos desde sus inicios en la década
del 20 del siglo pasado, cuando frente a la hegemonía del empirismo lógico
sostenía que debía prestarse atención a los fundamentos metafísicos de la
ciencia.
Efectivamente, Burtt, en su excelente Los fundamentos
metafísicos de la Ciencia Moderna[2], libro que
resulta de su tesis doctoral, plantea con claridad la pregunta acerca del
problema de la relación entre experiencia y teoría, mientras analiza el caso de
la astronomía en los albores de la modernidad. Dice: ¿Por qué Copérnico (1473 –
1543) y Kepler (1571 – 1630), antes de cualquier confirmación empírica de la
nueva hipótesis de que la Tierra es un planeta que gira sobre su eje y da
vueltas alrededor del Sol, mientras las estrellas fijas permaneces quietas,
creyeron que era una verdadera imagen del universo astronómico?
Si se quiere, la cuestión puede plantearse de otro modo,
puede abordarse increpando a cualquier contemporáneo colega de estos dos
monstruos de la astronomía, ligero a la hora de pedir pruebas empíricas negando
cualquier carácter apriorista de la cosa, qué fundamento hubiera esbozado.
En rigor, sólidos argumentos científicos (por demás,
bastante densos independientemente de cualquier prurito teológico abundante en
esta época) se levantaron contra la tesis heliocéntrica. El geocentrismo se
había consolidado tras años de buenas predicciones, constituyéndose en un suelo
que para entonces, todavía era fértil y podía abonarse. Salvo claro que asomara
un plan novedoso, menos costoso, desde el punto de vista matemático.
Sin embargo, no había, todavía, elementos que permitieran
construir sólidos embates contra el modelo hegemónico. No había llegado el
desarrollo del telescopio y su capacidad de acercar los astros para que los
astrónomos pudieran comprobar en ellos, con sus propios ojos, las irregularidades
e imperfecciones que refutaran las tesis aristotélicas.
Por otra parte, toda una cosmovisión bastante coherente
sostenía el modelo y una serie de planteos muy particulares relacionados con la
mecánica ponían en aprietos a los revolucionarios innovadores. En efecto, cómo
explicar que un cuerpo lanzado al aire cayera en el mismo lugar desde donde
partió si la Tierra está en movimiento girando sobre su eje. Había que esperar
a que Galileo desarrollara la dinámica moderna para contraponer un argumento al
presentado por los conservadores astrónomos aristotélicos.
En síntesis, el geocentrismo encajaba en la experiencia; el
heliocentrismo no. Con el saco empirista era más fácil defender las tesis
antiguas y medievales que las modernas. Burtt tiene razón cuando dice que los
empiristas del siglo XX hubieran sido los primeros en desechar las tesis
modernas y aferrarse al aristotelismo.
Volvamos entonces a la pregunta inicial. ¿Por qué Copérnico
(y después Kepler) propusieron y defendieron una nueva forma de describir el
cosmos?
La tesis de Burtt es que fuertes razones ancladas en
presupuestos y fundamentos metafísicos actuaron cimentando la estructura básica
de la ciencia moderna. El sistema de Copérnico era más armonioso, sencillo,
económico y práctico que el antiguo. Además, permitía salvar los fenómenos. Ese
argumento sólo resultaba satisfactorio a los innovadores científicos para
convencer a sus oponentes. Y más allá de las cuestiones teológicas (que no eran
menores) bien podía esgrimirse en las disputas para oponerse a las serias
objeciones planteadas.
Sin embargo, había algunas cuestiones más. El principio de
la sencillez resultaba de una toma de posición metafísica acerca del
funcionamiento de la naturaleza. Se sostenía, circulaba en los ambientes intelectuales,
la idea de que la naturaleza obra siempre por el camino más corto, la
naturaleza no hace nada en vano, la naturaleza no tiene abundancia de cosas
superfluas ni carece de lo necesario. El modelo copernicano era más sencillo,
simple y económico que el ptolemaico, un verdadero rompedero de cabezas
geométrico plagado de epiciclos, ecuantes e irregularidades de velocidad.
Por demás, la astronomía copernicana fijaba el punto de
referencia en el Sol y las estrellas fijas, no en la Tierra. Hubiese sido
difícil encumbrarse tras el nuevo modelo heliocéntrico sin ser un experimentado
astrónomo matemático capaz de reconocer en él su sencillez y economía. No
obstante, una red de contención se había tejido años antes que el polaco
postulara sus tesis. A partir de la influencia del Renacimiento el nuevo punto
de referencia era más fácil de ser aceptado por un conjunto de intelectuales
inmersos en un profundo cambio del centro de interés humano. Una revolución
comercial promovía largos viajes y estimulaba descubrimientos de nuevos
continentes poblados por civilizaciones desconocidas. El hombre se empequeñeció
frente a la inmensidad. El Cosmos y la Tierra se ampliaban. La Reforma producía
por su parte, un verdadero temblor religioso contribuyendo, a su vez, a liberar
el pensamiento promoviendo la libre interpretación de los textos sagrados.
Nuevos centros religiosos desplazaban a la vieja Roma. Y todo corría velozmente
surcando la vieja Europa gracias a los ríos de tinta estampada en libros
gracias a la novedosa imprenta.
En definitiva, fue este suelo el que abonó la fértil
imaginación de Copérnico y fue su capacidad creativa la que lo animó a dar el
paso, a poner el Sol en el lugar de la Tierra como centro de referencia para la
elaboración del modelo astronómico. Y mucho más que la simple experiencia actuó
como impulso para que la revolución científica tuviera lugar. Luego múltiples
observaciones y descubrimientos acentuaron lo que los precursores instalaron. Y
el ensamble entre ciencia y tecnología junto a los requerimientos de una nueva
forma de plantear el proceso productivo con los albores del capitalismo
terminaron de definir la dirección que la ciencia debía seguir.
Notas
[1] Para ampliar
puede consultarse Palma (2007), Filosofía de las ciencias. Temas y problemas.
UNSAM EDITA, Buenos Aires.
[2] Sumamente
recomendable la edición de Editorial Sudamericana.