A la deriva ✆ Raúl Colón |
Especial
para La Página
|
Pablo Neruda, el poeta chileno, ha dicho en uno de sus
libros que es necesario que caigamos en el mal gusto, sí, aunque sea de vez en
cuando, si queremos gozar del prestigio letrado. Cuando en nosotros nada hay de
caluroso, de humano, de llorón, nuestros textos simulan ser pensados por
máquinas y no por hombres. Pocos se sienten amigos del maestro Quevedo porque
en sus libros no hay respiros, no hay suspiros. Un héroe astuto, inteligente,
sensible y guapo, a guisa de compadrito superdotado, sería insoportable para el
público. Nuestros artículos y textos y reseñas, por muy bien razonados que
sean, por muy bien fraguados y cuidados en su sintaxis que estén, deberán adolecer
de un poco de sensiblería, de algún defecto (como la mano de la ‘Pinkie’ de
Lawrence, como los contradictorios personajes de Shakespeare o de Cervantes).
De lo contrario todo estará como muerto.
Pero, ¿cómo evitar la excesiva lacrimosidad? Como un nuevo
régimen literario instauremos algunas viejas leyes, leyes viejas pero
olvidadas. Es necesario, en primer término, evitar descripciones que esgriman
paisajes para justificar grandes sentimientos o momentos. Evitemos bodas en
crepúsculos tristes, negocios bancarios en amaneceres alegres, sexuales noches
solitarias, manicomios bajo tormentas atormentadoras de psicologías, fantasmas
bañados en relámpagos, iglesias azotadas por truenos simuladores de voces de
dioses, mujeres que lloran lluvias nostálgicas y demás virguerías
peripatéticas. Al usar metáforas o analogías naturalistas hacemos que los
sucesos que narramos parezcan cosas naturales, inevitables, quiero decir, no
contingentes, siendo lo último el enemigo principal de todo efectismo, de todo
artificio.
Recordemos que el malabar, que el juego, que la magia, que
el engaño del mimo (Mallarmé) o que la fantasía (Carroll, Bradbury, Casares)
son los ingredientes del arte. En un aburrido cuento del payador Juan Rulfo,
titulado ‘Es que somos muy pobres’, se abusa de las fuerzas naturales para
hacer que el lector sienta que "al Hado estatuido no le atajan ni fuego
ardiente ni acerado muro", como dijo el escritor Píndaro, amado de
Nietzsche, quien creía que por culpa del interrogador Sócrates y del amargado
Platón, que no quería a los poetas cerca, el gran arte había decaído en Grecia
y luego en Roma, mero espejo de Grecia (‘Graecia capta ferum, victorem cepit’,
ha dicho Horacio). Rulfo habla hasta el hartazgo del sonido del agua, de una
vaca tal vez muerta, de pechos que crecen, de putas, de instintos naturales y
humanos, haciéndose, así, una fotografía patética pero de gusto masivo.
Además de eludir la "fotografía basurera", como
quería Groussac, debemos eludir diatribas y ditirambos, apologías y maldiciones.
Hablar en demasía sobre los placeres de algún asesino o de algún depravado,
raya en los límites del mal gusto, y elogiar en exceso una personalidad nos
hace caer en la retórica servil, siendo la retórica, de por sí, herramienta
política por excelencia, ya que está atestada de razonamientos clasistas y
elitistas, según los análisis lingüísticos de P. Bourdieu y de Roland Barthes.
Cuando el satírico Karl Kraus denunciaba los placeres de los jueces
contratantes de prostitutas citaba a Shakespeare, o hablaba de la señorita
Sachs, matrona del placer, y jamás mencionaba partes impúdicas del cuerpo. Lo
que sí hacía era hablar de los pies sudorosos de los soldados frecuentadores de
lupanares, es decir, de hombres que no se cuidaban y que no cuidaban a su mujer
y que esperaban que ésta, en olfateando apestosos pies, fuese fiel no sólo al
olor de zapatos, sino también a la pobreza.
Christopher Hitchens, por ejemplo, no señala en sus libros
las felonías de los árabes enemigos del condón haciendo perisologías médicas:
él relaciona la enfermedad sexual con la enfermedad de la superstición, que
circuncisa inteligencias. Pero si el tono periodístico nos displace, podemos
apelar al estilo novelado de los autores malos que Bataillé, a su antojo,
cataloga en su ‘La literatura y el mal’. En ‘Cumbres borrascosas’, de E.
Brontë, podemos leer cómo la gente se maltrata, poco a poco y como péndulos, la
psicología. No es necesario decir que alguien es maldito o despreciable para
dar a entender que maldecimos o despreciamos a alguien. Borges tildaba a José
Ortega y Gasset de "necio" mencionando que éste jamás cambiaba de
opiniones, mientras que William Blake sostenía que el despreciable vive en su
substancia como el pez en el agua o como el pájaro en el aire.
Ya nos hemos alejado de las imágenes rurales y
eclesiásticas, esto es, de la oratoria del ‘mester de clerecía’ y del ‘mester
de juglería’. Ahora deberemos soslayar la grácil y barata fórmula de crear
personajes a través de sus objetos, palabras, tonos y situaciones. Contar que
un asesino en el Bronx tenía en su casa un injusto revólver, un colorado
cuchillo, informe ropa interior femenina y revistas automotrices no nos salvará
de la necesidad de crear una psicología. Adolfo Bioy Casares, en ‘La invención
de Morel’, nos muestra cómo generar con pocas líneas el esbozo de una identidad
o personalidad. Dice: "Ahora me consuelo reflexionando sobre mi condena.
¿Es justa o no? ¿Qué debo esperar después de haberle dedicado este jardincito
de mal gusto? Creo, sin rebelión, que la obra no debiera perderme, si puedo
criticarla. Para un ser omnisapiente, yo no soy el hombre que ese jardín hace
temer. Sin embargo, lo he creado".
El ensimismamiento o capacidad de retracción mental del
narrador nos dice que el protagonista es algo así como un ‘homo domesticus’,
mientras que la construcción de un jardín que se bifurca en dos tiempos y
espacios nos dice que su autor es capaz de ver las flores, o sea, que de algún
modo posee una sensibilidad estética. ‘L’Étranger’, de Albert Camus, también es
un gran ejemplo. Un hombre que no siente, que no se conduele, que arrostra la
muerte ajena como arrostró Kafka una guerra mundial, tiene que ser alguien
grande, una enorme personalidad para absorber aquello que absorbe a todos los
demás. Los monólogos son útiles para crear personalidades, y el buen barajar
los sentidos humanos nos permite crear en el lector imágenes detalladas,
texturas, olores. No hablemos del cuchillo del matrero y mejor hablemos de cómo
el matrero maneja el cuchillo. Y si queremos más elegancia no digamos
"cuchillo" y digamos "frío olor del acero" o "maldad
empuñada", pues tal forzará al lector a acercarse a la imagen, a revisarla
con médica minucia.
Langston Hughes, en su admirable poema ‘I to’, retrata los
sentimientos que la raza negra sufrió en el país hijo de Emerson, Poe y
Whitman, cantores de una democracia pálida. Dice: "They send me to eat in the kitchen,/ when company comes./ But
I laugh,/ and eat well,/ and grow strong". Una cocina simboliza la
reclusión y el olor a provincia, y la comida simboliza, denotadamente y con
denuesto, la fortaleza del ‘soul’ negro, de la "noche en el pellejo".
Otro error común en los inspirados consiste en multiplicar las imágenes
metafísicas. La luna no puede girar sobre su luz, no puede multiplicarse y ser
luna y luz, no puede ser un plato de blanca nieve. "Las fuentes
cristalinas" del mexicano Nervo, las que van "saltando
cantarinas", digo, no pueden saltar y cantar. El gran observador extrae
esencias, no accidentes, no "aguas cristalinas" que además cantan y
bailan y forman ojos deseados por entrañas dibujantes.