Se sabe que toda operación de andar poniendo fechas,
orígenes o puntos clave en la historia es antojadiza o arbitraria. Pero también
se sabe que es, hasta cierto punto necesaria. 1989 fue el fin anticipado del
corto siglo XX, de acuerdo a lo que ya es un lugar común en algunos
observadores: fin del socialismo Real, comienzo de la expansión ilimitada del
capitalismo de mercado y de la ontología brutal de la globalización. Para la izquierda
uruguaya fue el comienzo de la crisis del ala marxista tradicional. También fue
el año en que el Partido Nacional ganó las elecciones. Lacalle nos hacía
sentir, casi por primera vez, que nos gobernaba directamente una clase social;
quiero decir, no una élite (o una clase) política que representa eventualmente
los intereses de tal o cual sector o clase social, sino directamente una clase,
un tipo e incluso un estilo o un gesto social: una vestimenta, un look, un
dialecto, una forma de hablar.
Si Sanguinetti era el grado cero de lo social y el grado
infinito de lo político, Lacalle era casi exactamente lo contrario: el grado
cero de lo político y el grado infinito de lo social. El primero ocultaba su
proveniencia social detrás del uniforme del saco y la corbata (casi logrando
así la invisibilidad de un man in black, cuya imagen no debe permanecer en la
memoria retinal de nadie), del habla de una clase media acomodada, ilustrada y
laica, educada en el Elbio Fernández y en la Facultad de Derecho, forjada en
las astucias del comité, recostada en un ambiente libresco o de gabinete, capaz
de hablar, con fluidez e irresponsabilidad, de estética, de filosofía, de
derecho, de grandes líneas ideológicas o doctrinarias, capaz de citar a Ahrens
o a sir Karl Popper, incluso a Habermas o a Beck, a la sociedad abierta y a sus
enemigos jacobinos.
El segundo mostraba su verdad en la singularidad
irreductible de la imagen publicitaria: el look country, más cerca del
caudillo, el patrón o el patriarca (el territorio, el campo, la lógica
pastoril) que del político (el ambiente urbano de la polémica liberal), el
familiarismo y las profundas convicciones católicas, siempre acompañado por “la
verdad enfática del gesto en las grandes circunstancias de la vida” (la frase
es de Baudelaire), siempre rodeándose de objetos parciales y de pequeñas magias
fetichistas y barrocas destinadas a lograr una especie de empatía o de contagio
con la masa: la lacia rebeldía del jopo cayendo sobre la frente, la golilla, la
camisa remangada, el auto reciclado de Herrera que lo conduce (junto a su Vice
Aguirre) del Parlamento a Casa de Gobierno, el juramento y la ceremonia de
promesa (o misión) cumplida ante la tumba del abuelo, la convocatoria y la
interpelación arcaicas en patriotas u orientales. En fin.
A pesar de su laicismo, Sanguinetti podía, en cualquier
caso, hacer suya la frase cristiana “mi reino no es de este mundo”: él es
nadie, es nada, representa a la política institucional misma. Lacalle en
cambio, y a pesar de su confeso catolicismo, no: su reino era bien de este
mundo, no remitía a nada ni metaforizaba nada. Únicamente representaba el fin
de la representación.
También ese año marcó un punto de catástrofe para la
izquierda (no solamente para la izquierda, ciertamente, pero sobre todo para la
izquierda). La política se desplazó súbitamente al famosísimo “arte de lo
posible”: administración, gerencia y gestión práctica de adversidades,
obstáculos y anomalías, y ya no un deseo o una Idea política. La palabra
“capitalismo” comenzaba de a poco a desaparecer del vocabulario de la izquierda
hasta ser completamente suplantada por la palabra “economía” (aunque esa
desaparición tiene una fecha bien precisa, como veremos más adelante,
enseguida). Pero, sobre todo, apareció la poesía mimética de la imagen, el
publicista, la “idea-fuerza” (frase de inocultable memoria nietzscheana), y los
“politólogos”, título académico-nobiliario que se les concedía a los
interpretadores de encuestas y a los profetas de lo obvio que comenzaban a
aparecer en los medios. Y ya que política en tanto “arte de lo posible” suponía
una renuncia voluntaria a la Idea y al Concepto, también suponía el cálculo
electoral, la subordinación obediente a encuestadores capaces de poner en
cifras y diagramas el deseo (o mejor, el apetito) insustancial de la masa, la
tentación facilista de hipnotizar con la verdad definitiva de un póster o un
eslógan, o zambullirse gozosa en la magia contagiosa de los nuevos poetas:
publicistas y asesores de imagen (y de paso, en esa imagen o esa frase graciosa
o tierna que todo lo resumía, se podía lavar la cara austera y agria de una
izquierda histórica habituada a hablar de revolución, dictadura del
proletariado, violencia necesaria, sacrificio, pueblo en armas, etc.) Era un
golpe duro. Invertir dinero en una campaña publicitaria era un atajo en el
camino del movimiento y de la demanda social hacia la política investida en el
Estado: un videoclip y un clisé parecían ponernos de pronto ante las puertas
mismas del cielo. Conviene no olvidar que ese año estuvo coronado por el primer
gran éxito electoral de la izquierda: la primera intendencia frenteamplista de
Montevideo.
Pero ¿y si como observaba Platón, la poesía en realidad “nos
desviaba del desvío”? ¿Y si nos mostraba una verdad redonda e inapelable que
nos encandilaba e impedía u obturaba el camino a la verdad? ¿Y si la cuestión
política no era la verdad sino el camino a la verdad, así como la cuestión del
sujeto político no es la libertad sino la liberación? De golpe nos
entusiasmábamos con la creencia de que un par de creativos, poetas y
publicistas nos situaban, afortunada magia, casi al lado del edificio mismo del
poder, y que ese atajo podía suplantar años de organización y militancia
(usemos palabras viejas, deliberadamente), de brigadas cobrando cuotas y
cotizaciones, repartiendo periódicos y editoriales, organizando reuniones y
discusiones, tratando (con diversos grados de torpeza o fortuna), de crear
sujetos políticos, en fin. Pero, una vez más: ¿y si la política residía
precisamente en esa paciente organización colectiva o social del pensamiento, y
no tenía nada que ver con un medio orientado al fin de inscribir al partido
(que a su vez inscribía, se supone, el interés o la demanda de los movimientos
o los sectores representados) en un lugar en el poder del Estado?
Entonces podemos repetir, sin remordimientos, la fórmula. El
grado infinito de la poética publicitaria electoral era el grado muerto de la
filosofía política. Cuanto más cerca del poder, más lejos de la política.
Cuanto más cerca de la pragmática y la retórica, más lejos de la idea y del
concepto.
La debacle total
La debacle total
Hay que hacer, antes, un paréntesis excepcional y
extraordinario en el año 1992, que indicó la ocurrencia de un extraño revés (y
casi se diría, a esa altura, un revés casi residual o extemporáneo) en la
inercia gravitacional que parecía arrastrar a la izquierda hacia la lógica de
la pragmática, el mercado y los medios. Se logró y se ganó el plebiscito contra
la privatización de las empresas públicas. Algo del siglo parecía seguir vivo
ante el furor privatizador, el dinero fácil y las consignas de achicar el costo
del Estado, propias del clima neoliberal de la utopía capitalista de los 90
(recuerdo todavía unos pegotines que solían adornar ideológicamente algunos autos
cero kilómetro en aquel entonces, que decían:¡Achiquen el costo del Estado, por
favooooooor! —así, enfáticamente, con muchas “o”). Pero los teléfonos, el agua,
la energía eléctrica, los combustibles, los fondos de pensión, seguirían siendo
empresas estatales.
Ahora sí. El verdadero punto de inflexión para la izquierda
uruguaya ocurriría casi exactamente diez años después de este plebiscito, con
la famosa crisis bancaria, el corralito y la fuga de capitales del año 2002 —es
decir, un año después de que el derrumbe de las torres gemelas de Manhattan
pareciera simbolizar el derrumbe de la utopía capitalista de mercado y de la
globalización lograda únicamente a empujes pacíficos de democracia liberal y de
elecciones libres, dando lugar a una especie de nuevo orden bélico mundial,
erizado, matón y agresivo. En la llamada “crisis del 2002” todo el sistema
político uruguayo cerró sus filas en la consigna de salvar a la economía
nacional de la quiebra, la ruina y el default. Todo el dispositivo político
institucional corría de aquí para allá pues el Titanic comenzaba a zozobrar. Se
debía aprobar de urgencia una ley que autorizara una inyección de capital de
1500 millones de dólares provenientes de los Estados Unidos. El Ministerio del
Interior y los medios anunciaban que la horda y la marabunta hambrienta
medieval se descolgaba de los rincones más sombríos arrasando todo a su paso:
la peste lamía los muros de la ciudad. La anomalía radical, la catástrofe, el
gran happening final, el fin del mundo, ya estaba comenzando a ocurrir.
Tras una épica jornada, llena de horror y sobresaltos,
discusiones y exasperaciones, la ley fue aprobada. Ahora era cuestión de
esperar que el Congreso de los Estados Unidos aprobara a su vez el envío de la
ayuda. Todo el sistema político nacional decidió entonces plegarse a la
performance enfática de realizar una especie de ridícula vela de armas en la
propia Embajada de USA hasta altas horas de la noche, con caras graves y
expectantes, en un delicado composé con la terrible circunstancia. Los
periodistas, raza despreciable, recorrían el lugar, realizando breves
entrevistas a los políticos conocidos, jadeando y a media voz, como si
estuvieran velando a alguien o a punto de ser devorados por un monstruo que no
era conveniente despertar. Miles de uruguayos seguían discretamente los
acontecimientos por la televisión, pálidos fantasmas iluminados por el brillo
espectral de la pantalla, comiéndose las uñas, al borde del colapso cardíaco.
Si la cosa salía mal, al otro día, íbamos a amanecer flotando en el Atlántico,
y las hordas de zombis hambrientos, autómatas residuales del propio capitalismo
que venían de los barrios pobres, de las zonas marginales y de los campamentos
para refugiados, iban a tomar por asalto nuestras casas, nuestros shoppings y
nuestros supermercados, iban a violar a nuestros hijos y a nuestras mujeres y
nos iban a comer a todos. Qué novelón, señor, qué profundo dramatismo: así no
hay corazón que aguante ni cerebro que ligue dos ideas.
Recuerdo que sorprendido por un periodista ante la pregunta “¿qué pasa si el Congreso de USA no aprueba el envío de fondos a Uruguay?”, el Cr. Danilo Astori, quien iba a ser nuestro Ministro de Economía de izquierda apenas dos años después, se tomó la cabeza con las manos y sin poder ocultar una especie de gesto out of joint, logró, apenas, murmurar, con la voz quebrada: “la debacle... la debacle...”.
El padre de todos los simulacros
Recuerdo que sorprendido por un periodista ante la pregunta “¿qué pasa si el Congreso de USA no aprueba el envío de fondos a Uruguay?”, el Cr. Danilo Astori, quien iba a ser nuestro Ministro de Economía de izquierda apenas dos años después, se tomó la cabeza con las manos y sin poder ocultar una especie de gesto out of joint, logró, apenas, murmurar, con la voz quebrada: “la debacle... la debacle...”.
El padre de todos los simulacros
La ayuda fue, finalmente, aprobada. Y esto redondeó, rasgo
típicamente uruguayo, la forma más convencional y burda del simulacro. El
dinero llegó en la alta noche al aeropuerto de Carrasco en un avión oscuro y
secreto (hubiera bastado una transferencia electrónica, o una autorización para
imprimir dólares, supongo yo). Inmediatamente, un deslumbrante dispositivo militar
de seguridad rodeó la operación del traslado de los fondos desde el aeropuerto
al Banco Central (una operación comando con policías, sirenas, guardias,
militares, jeeps, camiones, ansiosas comunicaciones por radio, fue el
contracorso visible e hiperrealista de las invisibles hordas de zombis
hambrientos, en cuyos ojos se adivinaba el brillo insano por el hambre y la
voracidad, amenazando con el fin del mundo y de la vida). Esta infame
teatralización entre los zombies antropófagos y la seguridad, puesta entre el
sistema político, la imagen, los medios y el horror de la masa, selló
definitivamente el destino de la política contemporánea uruguaya, y
especialmente el de la izquierda. No estábamos endeudando a la gente para
rescatar al sistema financiero, especulativo, bancario, no estábamos
preservando la estructura del privilegio, el capital, la riqueza y los bienes.
No señor. Estábamos mostrando un gesto de madurez y responsabilidad política
sin precedentes para salvar una economía al borde de un colapso debido a alguna
anomalía de su funcionamiento (crisis de fe, rebote del efecto argentino, en
fin). We are fantastic.
Era más sencillo, como observaba Zizek, hacer que la masa
imaginara el fin del mundo, el fin de la civilización y la debacle total, que
pensar que podíamos estar cerca del final de un simple modo histórico de
producción. Y este fue el momento exacto en que la palabra economía sustituyó
plenamente, en la izquierda, a la palabra capitalismo. (Sabemos que capitalismo
es un modo histórico de producción, y que economía es una dimensión
irreductible de la práctica social.) Y en que la lógica pragmática de la
economía y el mercado sustituyó a la lógica de la política.
¿Qué hubiera pasado si la famosa ayuda no llegaba? Nada.
Quiero decir, nada grave; nada, sospecho, de lo que no hubiéramos podido salir.
(Para no ir demasiado lejos, Argentina levantó su economía después del 2001 sin
ayuda alguna de los Estados Unidos. Recuerdo que se llegó a pensar, casi
proudhonianamente, en un sistema de trueque-trabajo que sustituyera al dinero).
Ese gesto fue decisivo para la izquierda. La izquierda pudo
haberse situado en las antípodas de este acuerdo, o incluso, simplemente, al
margen: pudo haber entendido que un acto político, en ese momento, hubiera
consistido en trazar o en permitir que se trazara un antagonismo entre la
política y la propia economía (en entender el acto anticapitalista como una
crítica a la economía política). Pero no: herida la izquierda marxista
histórica, lo que quedaba de la izquierda eran jirones de oportunismo
electoral, burocracia funcionarial, tentación con el poder o meros balbuceos
anecdóticos o poéticos sobre el pasado reciente. En el año 2002 estuvimos a muy
pocos pasos de una verdadera revolución política (descapitalizados, empujados
casi a la ruina, con el poder del Estado reducido a escombros, una derecha
desconcertada e incapaz de pensar el poder), pero agarramos para el lado
contrario. No es descabellado pensar que por ese gesto —e incluso por los
malentendidos provocados por ese gesto— la izquierda ganó las elecciones
siguientes.
Renovación ideológica
Renovación ideológica
Y ahora se habla de renovación ideológica o de renovación
político-teórica de la izquierda. Y hay que entender, antes que nada, que no
hay renovación ideológica posible sobre ese real de un capitalismo cubierto e
invisibilizado por la economía, la tecnocracia, los medios y los miedos a la
catástrofe (y no solamente la catástrofe económica o financiera, sino todos sus
sucedáneos: la catástrofe sanitaria, la de la delincuencia, la meteorológica,
la de los accidentes).
El presidente Mujica, a pesar de parecer situado en las
antípodas del expresidente Lacalle, es una perfecta continuación de aquella
magia idiosincrásica que comenzaba en 1989 y que era el síntoma del fin de la política:
la singularidad fascinante de un personaje que no representa nada sino que es
la vaga convocatoria poética de un estilo, un look, un modo de vida, una forma
de hablar. Los votos de pobreza, la apelación a la solidaridad, la sensibilidad
y la caridad es la ingenua gran variante católica del actual discurso de la
izquierda en el poder. El trabajo libre y desproletarizado, las iniciativas
individuales de los microemprendimientos, la poesía del rebusque y la
sobrevivencia, son su gran manifiesto demagógico-democrático. El sanitarismo,
la profilaxis, la policialización y la seguridad son los grandes asuntos del
Estado. Y la economía gana la partida casi sin esfuerzo: su lógica pragmática
invade todos los rincones de la vida social (educación, seguridad,
comunicación, salud). Chorreamos orgullo patriótico por las calificaciones
internacionales, por los índices del desarrollo, por la recuperación del grado
inversor, por nuestro lugar en el ranking de exportadores, sin pensar dos
segundos en quiénes son los que adjudican calificaciones y valores, o peor, si
el desarrollismo y sus cifras-fetiche tienen algo que ver con la calidad social
y política de la vida.
No puede haber renovación ideológica alguna mientras estos
asuntos no se planteen en serio. Esto no es lo que hace treinta años llamábamos
izquierda (aunque su germen estuviera ya incrustado desde ese entonces y
también desde bastante antes). No puede haber renovación ideológica porque no
hay ideología ni política alguna para renovar. El documento presentado
hace un tiempo por Vázquez en un comité de base, es, en ese sentido,
verdaderamente irrisorio, por lo convencional y por lo inactual.
Una vez más: hay que inventar otra vez la ideología y hay
que inventar otra vez la política —y verdaderamente dudo que la izquierda
electoral institucional sea un buen ámbito para encarar estas tareas.
Sandino Nuñez (Uruguay-1961) Licenciado en Filosofía, ensayista, crítico y escritor.
Sandino Nuñez (Uruguay-1961) Licenciado en Filosofía, ensayista, crítico y escritor.