José Ortega y Gasset ✆ David Pintor |
Especial
para La Página
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Una sociedad rica es capaz de dedicarse al arte, de engendrar su propio arte o estética. No se olvide que la palabra "estética" (‘aiesthetikos’) significa doctrina de la sensibilidad. Un país que le impone su "estética" a los otros termina por adoctrinarlos, por forjar sus ojos, sus oídos y sus gustos. Y ya adoctrinados los otros sensitivamente, y ya acostumbrados a usar las máquinas de los dominantes, es fácil que adopten cualquier ideología. Bien dijo Góngora que "a palabras de edificios/ orejas los ojos fueron".
Extiendo toda esta red para comprehender qué está pasando en
las ciudades, pues lo que pasa en la ciudad causa fenómenos sociales, y no al
revés. ¿Cómo? El hombre, inconsciente (sigo la tesis marxista, no la kantiana,
pues ésta afirma que la libertad es el motor de la historia, mientras que la
marxista sostiene que son las masas las autoras de la tal), hace la ciudad, y
luego ésta, también inconsciente, hace al hombre. Creer que el individuo es el
motor de la historia es falaz. Durkheim, en ‘El formalismo como intuicionismo’,
asevera que "la noción de un hombre
que, en sus acciones, se movía exclusivamente por su interés personal",
obsoleta es.
¿Qué sufre el hombre en la ciudad? ¿Qué cambios padece su
psicología, su estética, sus valores, su ciencia? Digamos, provisionalmente y
acompañados de G. Simmel, que el ciudadano u hombre de ciudad pierde en ella
sensibilidad, responsabilidad y personalidad. Para comprender lo dicho,
preguntémonos: ¿podemos conocer la estructura de la ciudad en su totalidad?,
¿es la ciudad una simple idea o ente metafísico? Las ideas, lo sabemos, son más
fuertes que las realidades, y por eso el hombre que cree en la ciudad se
comporta como ciudadano, y lo hace en casa, en el jardín, fuera de la ciudad,
en donde sea, así como el clérigo es clérigo con o sin Iglesia. Vivimos el Evangelio de la Ciudad y todo ha
de ser, forzosamente, como en la ciudad. ¡Pues no!
¿Qué significa ser ciudadano? ¿Es la ciudadanía, hoy, una
religión? ¿Cambia la ciudad más rápido que los hombres? ¿Se multiplican los
rascacielos pero no las ideas? José Ortega y Gasset, en un breve pero luminoso
texto llamado `Socialización del hombre´, ha escrito: "Desde mediados del siglo último se advierte en Europa una
progresiva publicación de la vida. En los últimos años ha avanzado
vertiginosamente. La existencia privada, oculta o solitaria, cerrada al
público, al gentío, a los demás, va siendo cada vez más difícil". ¿El
hombre se ha hecho un pueril relleno de los edificios, que panópticos simulan
ser? Si no hay privacidad, si toda mi vida está a la vista, ¿qué será de mí o
de mi interior?
Crecen mis responsabilidades, decrece mi personalidad y
padezco más preocupaciones en la ciudad. Dice nuestro filósofo, don Ortega y
Gasset, que en un mundo gobernado por las masas mal visto es todo esfuerzo
individual, toda tentativa de originalidad, toda concentración. "Cuando Cicerón sentía gana de
retraerse en su villa tusculana y vacar al estudio de los libros griegos,
necesitaba justificarse públicamente y hacerse perdonar aquella su momentánea
secesión del cuerpo colectivo", cuenta el raciovitalista que a
Heidegger se adelantó.
Ya no hay silencio, y las mudas salas de lectura se han
perdido, y la paz acústica se disuelve en el escándalo. Nadie, absolutamente
nadie puede retrotraerse si antes no se ejercita en el buceo entre voces y
griterío. Francisco de Quevedo, que en un sueño se quejó con Villarroel del
estrépito de la nueva ciudad española, gustaba de retirarse a la paz "con
pocos, pero doctos libros juntos". ¿Pocos? ¿Doctos? ¡Pecado! Hoy todo es
copioso y vulgar, y la palabra "vulgarizar" se recubre con la palabra
"socializar". Hoy toda la ciudad escribe, pero pocos leen.
Julio Cortázar, en bello cuento, lo advirtió: las ciudades
estarán hechas de libros en el futuro, y los muros se harán con libros, y los
libros-muro serán cada vez más delgados, pues no hay tiempo para leerlos.
Algunos sociólogos han encontrado relaciones entre la Literatura y la
Arquitectura, afirmando que es posible que la Escolástica sea la madre de lo
Gótico. Ortega y Gasset, bien despierto, señala: "Un diagrama podría mostrar
la evolución sufrida por el espesor de los muros desde la Edad Media hasta el
día". ¿Puedo hablar en voz alta si vivo entre muros de bagatela, delgadísimos?
No. ¿Qué pierdo? Personalidad, identidad, pues todo tengo que decirlo a medias,
murmurando o concepteando, acto éste causante de las fábulas, de la alegoría,
de la literatura para esclavos, para vigilados.
"Una de las franquías mínimas que antes gozaba el
hombre era el silencio", dice nuestro meditador. La casa ya no es hogar,
ya no es altar, no templo, no cocina, sí sitio incómodo, simplificado, pues ya
no hay tiempo para cocinar, para leer, para ordenarnos, para alinearnos con
nosotros mismos. A mis masas voy, de mis masas vengo. Ya no hay hogar, y
salimos, y pasamos más horas trabajando que jugando, y todo es prisa, y las
prisas abruman, dan pesadumbre. Ya no hay tiempo para educarse, y cuando
alguien pretende hacerlo, la masa contesta así, así como lo hizo un tal vulgar
Pedro en el mundo del ‘Quijote’: "Harto
vive la sarna, respondió Pedro; y si es, señor, que me habéis de andar
zahiriendo a cada paso los vocablos, no acabaremos en un año". La
prisa se ha hecho nuestra brisa, y el mar de gente nuestro mar.
¿Y qué quieren los sarnosos? "Quieren marchar por la vida bien juntos, en ruta colectiva, lana
contra lana y la cabeza caída. Por eso, en muchos pueblos de Europa andan
buscando un pastor y un mastín", abunda José Ortega y Gasset. La
ciudad nos obliga a ser brutalmente iguales (como las hormigas, nos pasamos
encima, nos escalamos), a perder nuestra personalidad, a ser insensibles, pues
en ella sólo se sobrevive acatando las reglas de la técnica extranjera, de la
"estética" foránea, de la ideología importada.
Antes, cuando el hombre "no
había pasado de hidalgo sosegado a caballero andante", como dice
Cervantes, había criados, o al menos tiempo para criarse, para recrearse, para
recriarse, para hallarse. Hoy, sí, el hombre se cría en la calle, y se siente
solo, temeroso, y por tal razón, afirma Ortega y Gasset, las masas "sienten una lujuriosa fruición en
dejar de ser individuos y disolverse en lo colectivo".