Haruki Murakami ✆ Mr. Esgar |
Mentira: Kafka jamás escribió ese cuento. Pero el japonés
Haruki Murakami, después de perder una vez más el Nobel hace dos semanas,
publicó en el New Yorker un cuento titulado “Samsa enamorado”. Como todo el
universo sabe, el protagonista de La
metamorfosis de Kafka se llama Gregor Samsa (en los primeros borradores, su autor era aun más autobiográfico: lo llamaba Karl Samsa). Todos conocemos de memoria su inmortal comienzo: esa mañana en que, al despertar de un sueño agitado, el pobre Samsa descubre que se ha convertido en un monstruoso insecto. Y ese momento terrible del final, cuando Samsa trata de acercarse a su madre y su hermana y es tal la repulsión que le provoca a su amada hermana, que ésta prefiere soltar a la madre con tal de mantener la distancia con el monstruoso insecto: ese momento en que Samsa comprende que su familia le está pidiendo que los libere de él, y vuelve mansamente a su cuarto a dejarse morir.
metamorfosis de Kafka se llama Gregor Samsa (en los primeros borradores, su autor era aun más autobiográfico: lo llamaba Karl Samsa). Todos conocemos de memoria su inmortal comienzo: esa mañana en que, al despertar de un sueño agitado, el pobre Samsa descubre que se ha convertido en un monstruoso insecto. Y ese momento terrible del final, cuando Samsa trata de acercarse a su madre y su hermana y es tal la repulsión que le provoca a su amada hermana, que ésta prefiere soltar a la madre con tal de mantener la distancia con el monstruoso insecto: ese momento en que Samsa comprende que su familia le está pidiendo que los libere de él, y vuelve mansamente a su cuarto a dejarse morir.
En ese cuarto empieza el cuento de Murakami. En ese cuarto
sin muebles y lleno de mugre, con la ventana tapiada y la puerta
sorprendentemente abierta, despierta una mañana un insecto devenido humano. Así
empieza el cuento de Murakami: “Al despertar descubrió que había experimentado
una metamorfosis y se había convertido en Gregor Samsa”. A continuación, el
protagonista se sorprende grandemente de sus manos y sus piernas humanas
(“¡sólo dos de cada!”, comenta el narrador entre paréntesis), de su piel
blanda, sin caparazón protector, sin armas de ataque o defensa, de ahí pasa a
responder a sus necesidades más urgentes, y después de devorar a manos llenas
el desayuno que encuentra servido en el comedor descubre que tiene frío y elige
para cubrirse un camisón que encuentra en uno de los dormitorios (permítanme
acá una frase de Kafka, el hombre que sentía que si no escribía era un insecto,
para su familia y para el mundo: “La
vista del lecho conyugal de mis padres, de las sábanas usadas y los camisones
tirados encima, me impresiona hasta la náusea”).
Entonces suena el timbre. En camisón, Samsa abre. ¿Pidieron
un cerrajero?, dice una mujer jorobada y se abre paso y llega hasta la puerta
del cuarto de Samsa y se arrodilla frente a la cerradura y mientras trabaja en
ella le pregunta a Samsa dónde está el resto de la familia, ¿no vieron los
tanques por las calles?, están deteniendo gente, mejor no salir, por eso vino
ella en lugar de sus hermanos, porque a una jorobada no la van a detener si la
ven por la calle, ¿y por qué tamaña cerradura en un cuarto que no tiene nada
adentro?, pregunta la jorobada, con Samsa de pie a su espalda, y entonces gira
y descubre la tremenda erección que asoma debajo del camisón, y se mosquea
(“¿Ves de atrás a una jorobada en cuclillas y crees que tienes derecho a
cogértela?”), pero entiende que Samsa es medio “lento”, que no tiene mala
intención, y le dice que volverá en unos días con el cerrojo arreglado, y se
va. Samsa vuelve al comedor, se sienta en una silla, mira alrededor, se
pregunta qué significarán las palabras “familia”, “tanques”, “deteniendo
gente”, “cogértela”. Todo es un misterio para él, salvo el anhelo de volver a
ver a esa jorobada “y a su lado descifrar los enigmas del mundo”.
Así termina su cuento Murakami. Si hubiera sido mínimamente
más explícito con los tanques (en Checoslovaquia entraron dos veces los tanques
rusos: al final de la guerra y en 1968, para terminar con la primavera de
Praga), el final de su cuento sería atronador: el judío Samsa sobrevive a los
nazis encerrado en ese cuarto (recuérdese que las hermanas de Kafka murieron en
Ravenbruck y Auschwitz) y se vuelve humano y sale de su encierro cuando termina
la guerra. Pero Murakami prefiere concentrarse en la fabulita del insecto
devenido humano (“¡Tengo manos! ¡Tengo hambre! ¡Tengo una erección! ¡Tengo
novia!”). A diferencia de todos los lectores del mundo, Murakami no ve a Kafka
en Samsa. Hoy sabemos que Kafka empezó a escribir La metamorfosis un domingo;
tres días antes había sido el día más feliz de su vida: la mujer amada le había
hablado de tú por primera vez, pero desde entonces ni una carta de ella. Kafka
espera en cama ese domingo, no se ha levantado, oye a la familia desa-yunar y
luego almorzar en el comedor, por la tarde le escribe a Felice que se siente
insignificante: “A menudo dudo de que sea una persona. Si no escribiera yacería
en el piso, digno de ser barrido”. Uno tiende a pensar que la familia no lo
hubiera barrido sino respirado aliviada, si Kafka dejaba de escribir (y la
mujer amada lo mismo), pero Kafka pasa las siguientes veintiséis noches
escribiendo La metamorfosis. En el momento culminante del cuento, la amada
hermana de Samsa dice de pronto: “Tenemos que librarnos de él”, y se corrige:
“Tenemos que librarnos de eso”. Es una de esas catástrofes que Kafka sabe hacer
ocurrir dentro de una sílaba, uno de esos milagros de estilo que son su marca
de fábrica (tiempo después le diría a Gustav Janouch, en una de sus caminatas
por Praga: “Era una historia sobre las verrugas de mi familia, yo la más
grande”).
Cuando se publicó ‘La metamorfosis’, pocos meses más tarde,
el Prager Tagblatt se escandalizó tanto que publicó un textito titulado “La
remetamorfosis de Gregor Samsa”, donde un insecto hacía el trayecto inverso,
desde el basural hasta la cama en la que despertaba convertido en humano. El
cuentito terminaba en el lugar justo donde Murakami empieza el suyo. El autor
era un joven poeta tísico llamado Karl Müller, que vivía miserablemente en una
buhardilla y firmaba con el seudónimo Karl Brand. La reacción que produjo el
relato del joven Brand estuvo en las antípodas de su propósito cándidamente
humanista. Un mar de cartas llegó al Tagblatt: eran lectores que no tenían
noticia del relato de Kafka y que consideraban deleznable que, en las páginas
de su diario, un insecto se convirtiera en humano.
Permítanme agregar que el Prager Tagblatt cerró sus puertas
en 1939, cuando los nazis entraron en Checoslovaquia, y que casi todos sus
cultos lectores judíos de lengua alemana estaban muertos la mañana de 1945 en
que terminó la guerra, esa mañana en que un insecto descubrió al despertar, en
un cuarto vacío de muebles y lleno de mugre, que una metamorfosis lo había
convertido en Gregor Samsa.
Título original: “Levántate y
anda, Samsa”