Leer. Devorar palabras. Sin duda puedes volver sobre el
mismo párrafo como si lo hicieras por primera vez. Dicen que nuestro cerebro no
es capaz de contar (números) y pensar al mismo tiempo. Tal vez así sea,
pero es increíble ese don que tenemos a veces para leer y pensar en otra
cosa, para leer sin enterarnos absolutamente de nada. Hasta que de pronto, algo
nos llama la atención: una palabra, una frase,
una reflexión, una manera distinta de mirar el mundo.
una reflexión, una manera distinta de mirar el mundo.
Entonces nos paramos. Y pensamos. Volvemos al comienzo del
cuento. Releemos: “Esta es la historia de un hombre que sufrió de una
almorrana… (y) de una almorrana que sufrió de un hombre. La almorrana siguió
viviendo su vida con normalidad: trabajaba todos los días hasta bien tarde, se
divertía los fines de semana y, cuando se le terciaba, echaba una canita al
aire…”. De repente llaman a la puerta, el nuevo libro de cuentos del israelí
Etgar Keret, está lleno de pequeños relámpagos como éste.
Superado el asombro, lo primero que queremos saber es quién
y qué hay detrás de esta originalidad. Etgar Keret. Tel Aviv, 1967. Bajito y
despeinado. Mirada sagaz, barba de tres días. Sus libros son bestsellers en
Israel y han sido traducidos en treinta y cinco países. Además es un reputado
guionista y director de cine. Su película Medusa ganó los premios Cámara de
Oro, Mejor Película y Mejor Guión en la Semana de la Crítica en el Festival de
Cannes de 2007. Un poco más allá, en cuanto uno indaga más, aparece el nombre
de Franz Kafka. En la contraportada del libro está Kafka. En las críticas y
reseñas también. Todo el mundo está convencido de que la narrativa de Etgar
Keret es kafkiana y de que Kafka es su indiscutible maestro.
Unir el nombre de ciertos escritores al de Kafka es ya todo
un tópico con el que conviven o convivieron resignadamente muchos autores. Dino
Buzzati, por ejemplo, ironizó a menudo sobre ello: “Desde que empecé a escribir, Kafka ha sido mi cruz”, dijo en
cierta ocasión. “No he publicado cuento,
novela o comedia donde alguien no reconociese semejanzas, derivaciones,
imitaciones o plagios directos del escritor bohemio. Algunos críticos
denunciaban culpables analogías incluso cuando enviaba un telegrama”. Según
nos cuenta Borges, también Chesterton “tenía
que estar continuamente defendiéndose de ser Kafka”, por no hablar de
Albert Camus, o Ionesco. Y es que, ¿qué escritor no se ha sentido en algún
momento de su carrera fascinado por Kafka?
El propio Keret no niega la influencia:
“De joven, en la escuela, leíamos a los autores tradicionales israelíes. En ellos siempre se da un tono profético. Hablan desde una especie de altura moral y de sabiduría respecto al lector. Es algo muy de la cultura hebrea, que viene de los textos sagrados. Pero yo no sentía que tuviera esa autoridad y por tanto creía que no era un tipo válido para la literatura. Hasta que empecé a leer a Kafka”.
Y en parte, la comparación no deja de ser
comprensible: ambos escritores eliminan magistralmente las barreras que separan
la realidad del sueño, abriendo así la posibilidad de que los personajes
accedan a experiencias extraordinarias en el seno de la vida corriente. Kafka
pasa de un estado al otro con la misma imperceptibilidad con la que se pasa del
estado de vigilia al del adormecimiento, trasladándonos –abruptamente, sin
intervalo– de una acción común (despertarse una mañana después de un sueño
intranquilo) a la visión estremecedora de un monstruo.
Al igual que Gregor Samsa, el protagonista de La
metamorfosis, que no muestra sorpresa alguna ante su nueva y repugnante
circunstancia, los personajes de Keret se encuentran a menudo aceptando
situaciones inexplicables sin apenas cuestionarse nada. Tramas, atmósferas, personajes,
estilo: todo está flotando en esa extraña irrealidad.
En Pinchazo, por ejemplo, una mujer llamada Ela encuentra
una cremallera debajo de la lengua de su amante sin que le llame mayormente la
atención: “Una cremallerita. Y al abrir Ela la cremallera, su querido Tsiki se
abrió como una ostra y dentro estaba Jurgen”. Y en Mystic, un hombre está
sentado en un avión convencido de que el hombre que está a su lado dice
“exactamente” lo que él estaría diciendo si abriera la boca, incluso cuando el
extraño engaña a su mujer a través del teléfono.
Ahora bien; hay notables diferencias, algunas de las cuales
–hay muchas más– me gustaría apuntar aquí con el fin de que pueden aportar, un
balón de oxígeno a la hora de leer al autor israelí por primera vez. En primer
lugar, el universo de Kafka no da pie a la esperanza, es un absurdo desolado y
alegórico en donde los personajes están atrapados, confundidos, llenos de
culpa, frustración y falta de comprensión; el de Keret, sin embargo, no está
impregnado de ese pesimismo. Es un universo esperanzado en el que los
protagonistas luchan con todas sus fuerzas por sobrevivir y por sacar algo
positivo de la experiencia.
Y esto está muy conectado con el tema del humor. En Kafka el
humor aparece siempre de forma velada, es un humor adusto que se crea
fundamentalmente por el contraste entre conceptos contrarios, por ejemplo entre
trascendencia y limitación humana (¿quién no se sonríe al leer el pasaje en que
Gregor Samsa piensa que va a llegar tarde al trabajo cuando ya se ha convertido
en insecto?). En Keret, el humor, como en general todo su universo narrativo,
tiene un tono mucho más desenfadado. Según sus propias palabras es “una
protección ante el dolor por vivir en una zona en conflicto, un cojín que
amortigua el golpe de la realidad, algo que permite vivir de una manera que, si
no, sería insoportable”.
Ya el título, De repente llaman a la puerta, que lo es
también del primer relato, nos sitúa en el tono general del libro. En este
cuento un grupo de gente toma como rehén a un narrador desarmado para que les
cuente una historia (“¿por qué tendré que verme siempre en situaciones como
estas? A Amos Oz o a David Grossman nunca les pasaría algo así”, dice el
narrador). Este narrador les intenta engañar con una historia acerca de un
hombre encerrado en una habitación con un grupo que pide un cuento. Pero eso no
les vale, “eso es un informe de la situación, de lo que en este momento está
pasando aquí. Precisamente de lo que estamos intentado escapar. No nos recicles
la realidad como el camión de basura. Dale a la imaginación, colega, inventa
algo, venga, lo más increíble posible”. Y eso es precisamente lo que hace
Keret: inventar lo increíble.
Esto no quiere decir que la lucha por sobrevivir de sus
personajes no sea en ocasiones descabellada y absurda como los de Kafka, como
cuando el protagonista del relato Equipo, un padre divorciado a punto de perder
el derecho a visitar a su hijo, anima a éste a golpearse la cabeza contra la
pared para culpar a la abuela que es la que le cuida. Las desgracias de los
personajes de Keret se vuelven cómicas porque Keret se ríe de ellas. Ofrece
honestidad, pero no tiene necesariamente las respuestas, sino que invita a que
el lector piense a la vez que lo hacen los personajes.
Y pensar es lo que hace Ela, la protagonista del
mencionado cuento Pinchazo, que al haber descubierto al nuevo hombre bajo la
lengua de su amante se da cuenta más adelante de que ella misma también tiene
una cremallera. Intenta entonces imaginarse cómo sería por dentro si abriera la
cremallera, cosa que le hace sentir “una gran esperanza a la vez que un poco de
miedo…”.
Otra diferencia notable con respecto a Kafka es la actitud
de los personajes. Para Kafka la espera –sin duda uno de sus asuntos
fundamentales de su narrativa– es la condición esencial del ser humano, por muy
infructuosa que sea. El proceso (1925) comienza cuando unos guardianes de la
ley aparecen en la habitación del ciudadano Joseph K. para arrestarlo, al
parecer por un crimen de gravedad. ¿De qué se le acusa? No se sabe. Ni siquiera
al final se sabe ante quién ha de comparecer, quién es el encargado de juzgar
los presuntos delitos o quiénes integran el Tribunal.
Esta novela es germen de otro relato, Ante la ley, que se ha
convertido en la esencia de la pesadilla kafkiana. En él un hombre llegado de
lejos pretende cruzar la puerta de la Ley que sólo está destinada a él, y que
sin embargo nunca consigue franquear. Al final, después de toda una vida de
espera, en la que primero surge la ira y más tarde la resignación (“los
primeros años maldijo la desgraciada casualidad, más tarde, ya envejecido, sólo
murmuraba para sí”), cuando el hombre agoniza, el guardián le grita: “Ningún
otro podía haber recibido permiso para entrar por esta puerta, pues esta
entrada estaba reservada sólo para ti. Yo me voy ahora y cierro la puerta”.
El castillo (1922) narra la vida de un personaje llamado K.
durante seis días invernales en un pueblo alemán, al que ha llegado contratado
como agrimensor por parte de los propietarios de un castillo. La acción de la
novela gira en torno a las averiguaciones, con resultado infructuoso, acerca de
su trabajo y la autoridad que le ha contratado, que el protagonista se ve
obligado a realizar para aclarar su situación. Pero como en los otros dos
relatos, la espera es infructuosa porque el agrimensor nunca es recibido en el
castillo.
Los personajes de Keret también se dejan llevar por lo absurdo de la situación, pero su actitud es distinta: desde un inicio, no esperan nada y no parecen responder, como en Kafka, a un sentimiento de desorientación existencial, de desenraizamiento y hasta de búsqueda de nuevos horizontes (sin duda consecuencia de la tensión escritura-vida del autor bohemio). De hecho, el gancho de los personajes de Keret es su humanidad, esa capacidad para transmitirnos la magia y el temblor de lo cotidiano. El día a día del escritor, es decir, el conflicto entre Israel y Palestina, está presente en su narrativa, pero él prefiere centrarse en los personajes. “Esto es lo que hay”, parecen decir éstos, “lo que nos toca vivir, pues adaptémonos a ello”.
Los personajes de Keret también se dejan llevar por lo absurdo de la situación, pero su actitud es distinta: desde un inicio, no esperan nada y no parecen responder, como en Kafka, a un sentimiento de desorientación existencial, de desenraizamiento y hasta de búsqueda de nuevos horizontes (sin duda consecuencia de la tensión escritura-vida del autor bohemio). De hecho, el gancho de los personajes de Keret es su humanidad, esa capacidad para transmitirnos la magia y el temblor de lo cotidiano. El día a día del escritor, es decir, el conflicto entre Israel y Palestina, está presente en su narrativa, pero él prefiere centrarse en los personajes. “Esto es lo que hay”, parecen decir éstos, “lo que nos toca vivir, pues adaptémonos a ello”.
Afortunadamente, el estilo enigmático de Kafka no puede ser
emulado. Y esa es, también, la suerte de Etgar Keret, que ha sabido convertirse
con estos cuentos vertiginosos y “revitalizantes” en uno de los grandes
renovadores de la literatura contemporánea. Después de todo, ¿qué es la
fantasía sino el deseo de algo nuevo, algo distinto, de una “repentina llamada
a la puerta?”.
Cristina Sánchez-Andrade
(Santiago de Compostela, 1968) es escritora, crítica literaria, traductora y
profesora de talleres de Creación Literaria. Es autora de las novelas como Bueyes
y rosas dormían (Siruela, 2001), Ya no pisa la tierra tu rey (Anagrama, Premio Sor
Juana Inés de la Cruz, 2004), Los escarpines de Kristina de Noruega (Roca
Editorial, 2011) y El libro de Julieta (Grijalbo, 2011).