J.L Borges ✆ Hugo Enio Braz |
Tomás y banderizada por confesados axiomas de San Agustín, perpetuadores de las tradiciones aristotélicas, platónicas, porfirianas y ambrosianas; aplausos para la Edad Media, tozuda época en la que los hombres de fe y caritativos soslayaron o pulimentaron el misticismo de Pitágoras y el amor atómico de Demócrito; altares para Grecia y Roma, que desarrollaron la filosofía, la duda, el naturalismo y las leyes jurídicas, y que clasificaron, a palabras de Goethe, el arte todo, lo bello, el derecho y el derecho a lo bello.
Urdido he breve recorrido histórico que nos ayudará a
razonar la obra de Borges (‘mixtum compositum’), harto conocedor de pensadores
antiguos, del "arduo latín de Séneca, de Tácito y de Lucano" (ver ‘Prólogos
con un prólogo de prólogos’), de "fantasías cosmogónicas", de
"obras de teología o de metafísica", de "discusiones
verbales", de "problemas frívolos" vislumbrados en novelas de
folletín y en pasquines atrabiliarios de autores mediocres, de la poética
norteamericana, de Rafael Cansinos Assens, de Gómez de la Serna, de las
Sagradas Escrituras, del sajón, de todo lo humano ("mathr er mannz
gamman", léese en los ‘Eddas’). Como el Homero dormido de los anales
griegos, como el Milton de Gaza, como el Groussac bibliófilo y ponderador de la
alegoría quijotil, como todo hombre que ignora el concepto y ama la
experiencia, citando a Kant, Jorge Luis Borges padeció la ceguera, y por tal
prefirió el "negro laberinto de ciegos átomos" a la azulada vía
cristiana, como nos refiere el argento en su libro ‘Inquisiciones. Otras
Inquisiciones’, obra que procuraré explicar para beneplácito del lector con más
libros que minutos, trayendo a colación jocosa expresión de Arthur Schopenhauer,
dilecto pensante de nuestro erudito.
Fue Borges, sostendría Quintiliano, un "vir bonus
dicendi peritus". De Nebrija Borges siguió preceptos, que pensaba que
hablar bien es posible imitando el habla de los mejores varones, que para
Borges fueron los altos Virgilio, Saavedra Fajardo, Quevedo, Cervantes,
Villarroel, Rafael Cansinos Assens y Macedonio Fernández. Borges, más versado
en versos que en desdichas, más en endechas que en hechos, todo lo destruía,
como Descartes, para luego reconstruirlo. Borges, golem de judíos gustos
(lector de Scholem, de la Cábala), escribió un verso que afirma: "El
nombre es arquetipo de la cosa". Todo nombre es un símbolo, arquetipo
utilísimo para ciegos, que deben imaginar el sol usando imágenes de platillos de
oro o la historia a través del mito. En el suso dicho libro borgiano, en sus ‘Inquisiciones’,
don Jorge Luis, rememorando a los cabalistas, a Carlyle, a Schopenhauer, a
Swedenborg, declara (artículo titulado ‘El enigma de Edward FitzGerald’):
"Las nubes configuran, a veces, formas de montañas o leones". He aquí
afirmación de ciego que puede ser invertida así: "Las montañas y los
leones configuran, a veces, formas de nubes". La proposición de Borges
explica lo real por lo ideal, mientras que la nuestra lo contrario ejecuta.
El erudito lector notará que en la poética de Whitman acaece
facsimilar fenómeno constructivo. Leamos el Canto III del ‘Song of Myself’:
"Y lo invisible se prueba por lo visible,/ hasta que lo visible se haga invisible/
y sea probado a su vez". Ciertamente las nubes son visibles, más no
inteligibles, siendo lo tal invisibilidad en el mundo platónico de Borges. La
nube leonada insinúa un león, pero el león concreto, sea el castellano
orgulloso, sea el perezoso referido en el ‘Quijote’, confirma la existencia de
la nube, y no al revés, según Borges, de Berkeley lector, obispo que en la
parte primera de su libro ‘Principios del conocimiento humano’, arbitra:
"Las ideas de la vista y el tacto constituyen dos especies enteramente
distintas y heterogéneas. Las primeras son las señales o indicios de las
segundas". La nube leonada o nuboso león, así, es sólo indicio y señal del
león concreto, hecho de agua, aire, tierra y furia de fuego. Todos nacemos,
dice de nombradía autor citado por Borges, aristotélicos o platónicos; creo que
Borges nació platónico, desdeñador de la nota (o ‘data’, como diría
Wittgenstein), amador de la forma, del tono, y cierto texto suyo corrobóralo:
"Opinaba que la poesía [Macedonio Fernández] está en los caracteres, en
las ideas o en una justificación estética del universo; yo, al cabo de los
años, sospecho que está esencialmente en la entonación, en cierta respiración
de la frase".
El arte poético, para Aristóteles, era formalismo (ver su ‘Retórica’
y su ‘Poética’), y para Platón materialismo (ver su ‘Banquete’); dicho arte era
achaque delineador para el barroco y culterano, y para el conceptista era de
profundidades argucia ("cisne en los concentos, águila en los
conceptos", dice Gracián); Borges está justo en medio. Respiración no es
meramente métrica, no es meramente musa o música: es sentido, dirección es. Don
Jorge Luis, en sus ‘Inquisiciones’, despacha texto rotulado con el nombre de ‘Ejecución
de tres palabras’, donde acribilla la palabra ‘Azul’, que signa un color, un
matiz. Hemos señalado que para Berkeley las sensaciones son simples señales o
emanaciones de los objetos; señalemos ahora que la palabra ‘Azul’, para el
clásico Borges, era un romanticismo, engañifa byroniana, triquiñuela de los
Gracián. Quería don Jorge Luis que su arte fuese, como quería también su
maestro Cansinos, marmóreo, zafiro. Tengo para mí que es posible ser marmóreos
sin desazularnos, lucir linos purpúreos sin macularnos. Mostraré ejemplos.
Rubén Darío, modernista, escribió: "Si seré siempre un gandul,/ lo cual
aplaudo y celebro/ mientras sea mi cerebro/ jaula del pájaro azul";
nuestro grande Bécquer, romántico puro, esta rima escribió: "¿Qué es
poesía?, dices mientras clavas/ en mi pupila tu pupila azul"; el bardo inglés
Longfellow, cantor del aire, nos heredó lo transcrito: "Lancé una flecha
al aire azul", y Cetina, galante, endecha enamorada fraguó: "Ojos
claros, serenos,/ si de un dulce mirar sois alabados". Nótese que ningún
cantaor pierde limpidez a causa del ‘Azul’, nótese cómo ganan viveza azulando,
tiñendo de azur su aliento (la poesía, como el águila, "por un mundo de
azur circundada se alza", sospechó Tennyson).
Paso a glosar, actividad dignísima, exegética y necesaria, más
siempre insuficiente. Para Darío, fauvista, el pájaro es azul porque el cielo
es negro, como quería Borges; para Bécquer los ojos azules que se
"clavan" son saetas azules que vuelan en el aire, siendo el aire o el
vacío o la ausencia, para todo enamorado, una oscuridad, incertidumbre, urdimbre
de la nada; para Longfellow el cielo era un blanco, cosa blanca nunca alcanzada
por mano humana, y creyendo lo tal muéstrase griego, creedor del Hado, clásico;
para Cetina, como para el Ortega y Gasset meditador del ‘Quijote’, los
"ojos claros" son germánicos, clarividentes, filosóficos, airados
ante el mundo substancioso, obscuro. El cielo azul, para el fauvista,
jardín puede ser, ser verde; "te quiero verde", dijo un Lorca
whitmaniano que veía en la hierba la "substancia verde de la
esperanza"; "Naufraga en verde el paisaje", apunta un Bodet que
nota cómo el azul del cielo es comido por verde horizonte o jardín horizontal;
Rimbaud, en soneto de 1870, dice: "Estiré las dos piernas, feliz, bajo la
mesa verde", esto es, cuéntanos la alegría vivida bajo la simbólica
naturaleza humana; Cernuda, finalmente, imagina que el químico color de la
tierra es verde, pues escribió: "y entre las hojas sueña,/ verde y sola,
la tierra". Tales caballeros, para etiquetar lo ‘Inefable’, atendían
el color, envoltura de todo objeto, como razonaron los filósofos
analíticos.
Leyendo las Sagradas Escrituras entendemos que lo ‘Inefable’
puede ser el "ilimitado" nombre de Dios (Shakespeare, Dante o
Cervantes son modos de Dios, creía Borges, lector de Spinoza, panteísta); analizando
los tomos de Wittgenstein comprendemos que es mejor callar cuando nuestro
lenguaje se aleja de los fenómenos; meditando a Simónides de Ceos conocemos que
la pintura es poesía muda, ente ‘Inefable’, incapaz de "fablar";
escrutando los tetrálogos de Peirce, Morris, Roger Bacon o Escoto Erígena nos
enseñamos que los símbolos sirven para mentir (‘verbus mentis’), como los
silencios; revisando el libro ‘Inquisiciones’, de Borges, que manejó
variopintas versiones de las Sagradas Escrituras (la de Ulfilas, la de
Wycliffe, la de Cipriano, la de Jacobo), topámonos con "gracia artística
asombrosa", con la del Garrick de Peza, con un Borges incrédulo de la
palabra ‘Inefable’, símbolo del infinito leibniziano (infinito que para ser
visible debe ser azul, no negro), de todo el "coro del cielo". Cierro
mi negra meditación citando el Eclesiástico (capítulo 1, versículo 2):
"¿Quién puede contar la arena de los mares, las gotas de la lluvia y los
días de la eternidad?".