Giorgio Agamben ✆ A.d. |
Permítanme comenzar con un concepto que parece haber
reemplazado cualquier otra noción política a partir del mes de septiembre de
2011: la seguridad [security – sicurezza].
Como saben, la fórmula “por razones de
seguridad” funciona hoy en cualquier ámbito, desde la vida cotidiana hasta los
conflictos internacionales, como una palabra clave que sirve para imponer
medidas que las personas no tienen
ninguna razón para aceptar. Buscaré la forma de mostrar que el
propósito real de tales medidas de seguridad no es, como se cree comúnmente,
prevenir peligros, desordenes y eventuales catástrofes. Me veré obligado
entonces a hacer una breve genealogía del concepto de “seguridad”.
Una posible modalidad para esbozar esta genealogía sería la
de inscribir su origen y su historia en el paradigma del “estado de excepción”.
En esta perspectiva, podríamos rastrearla hasta el principio romano de “salus publica suprema lex” [la
seguridad pública es la ley suprema] y conectarla con la dictadura romana, así
como al principio canónico “la necesidad
no conoce ninguna ley”, a los comités
de salud pública durante la Revolución Francesa, y finalmente con el
artículo 48 de la Constitución de la República de Weimar que fue la premisa
jurídica del régimen nazi. Una genealogía de este tipo es ciertamente correcta,
pero no pienso que realmente podría explicar el funcionamiento de los aparatos de
seguridad y las medidas que ya nos son familiares. Mientras el estado de excepción fue originalmente concebido como
una medida provisional, como objetivo para enfrentar un peligro inmediato para
poder restablecer la situación de
normalidad, las “razones de seguridad” constituyen hoy una tecnología permanente de
gobierno. Cuando en 2003 publiqué un libro en el que trataba de demostrar con
precisión cómo el estado de excepción se estaba convirtiendo en las democracias
occidentales en un sistema normal de gobierno, no podía imaginar que mi
diagnóstico resultaría tan preciso. El único precedente claro fue el régimen
nazi. Cuando Hitler llegó al poder en febrero de 1933, inmediatamente promulgo
un decreto que suspendía los artículos de la Constitución de Weimar referentes
a las libertades personales. Tal decreto nunca fue revocado, por lo cual todo
el Tercer Reich puede ser considerado como un estado de excepción con una
duración de 12 años.
Lo que está sucediendo hoy día es diferente. Un estado de
excepción no es declarado formalmente y en cambio vemos cómo vagas nociones
jurídicas –como las “razones de seguridad”– que son utilizadas para instaurar
un estado de emergencia estable, progresivo y ficticio, sin que exista un
identificable y claro peligro. Un ejemplo de este tipo de nociones no jurídicas
que son usadas como factores generadores de emergencia es el concepto de crisis.
Aparte del significado jurídico de la sentencia dictada en el proceso, dos
tradiciones semánticas convergen en la historia de este término que, para
ustedes está claro, provienen del verbo griego krino: una médica y otra teológica. En la tradición de la medicina,
krisis [κρίση] significa el momento
en el cual el médico debe juzgar, debe decidir si el paciente morirá o
sobrevivirá. El día o los días en los cuales esta decisión ha sido tomada son
llamados krismoi, los días decisivos.
En teología, krisis es el Juicio
Universal, pronunciado por Jesucristo hasta el fin de los tiempos. Como se
puede ver, lo que es esencial en ambas tradiciones es la relación a un cierto
momento en el tiempo. En el uso actual del término, es precisamente esta
relación que debe ser suprimida. La crisis, el juicio, es arrancado de su
índice de tiempo y ahora coincide con el curso cronológico del tiempo, lo que
no sólo en la economía y la política, sino en todos los aspectos de la vida
social, la crisis coincide con la normalidad y se convierte, de esta manera,
sólo en un instrumento de gobierno. En consecuencia, la capacidad de decisión
desaparece de una vez por todas y el proceso de decisión no decide nada. Para
hablar con términos paradójicos, podremos decir que, debiendo enfrentar un
continuo estado de excepción, el gobierno tiende a asumir la forma de una
perpetuo coup d’état. Entre otras
cosas, esta paradoja sería una descripción exacta de lo que ocurre ahora aquí
en Grecia, así como en Italia, donde gobernar significa llevar a cabo una serie
continua de pequeños coup d’état. El
actual gobierno de Italia no es legítimo.
Así que, creo que si queremos entender el régimen de
gobernabilidad bajo el cual vivimos, el paradigma del estado de excepción no es
totalmente adecuado. Seguiré entonces la sugerencia de Michel Foucault e
indagaré el concepto de seguridad en los inicios de la economía moderna a
través de François Quesnay y los fisiócratas, cuya influencia sobre la
gobernabilidad no puede ser subestimada. Partiendo del Tratado de Westfalia,
los grandes estados absolutistas europeos comenzaron a introducir en su
discurso político la idea de que el soberano debe hacerse cargo de la seguridad
de sus súbditos. Pero es François Quesnay el primero en considerar la seguridad
(sûreté) como la noción central de la
teoría de gobierno, y de un modo muy peculiar.
Uno de los principales problemas que tenían que enfrentar
los gobiernos de entonces, era el de las hambrunas. Antes de Quesnay, el método
usual era tratar de prevenir las hambrunas a través de la creación de graneros
públicos y la prohibición de exportar cereales. Ambas medidas generaban efectos
negativos sobre la producción. La idea de Quesnay fue la de invertir el
proceso: en lugar de tratar de prevenir tales fenómenos, decidió dejarlos llegar
y manejarlos (gobernarlos) una vez que estos hubieran ocurrido, liberalizando
bien sea los intercambios internos o las exportaciones. “Gobernar” conserva
entonces su significado etimológico: un buen kybernes, un buen piloto, no puede evitar la tempestad, pero, en el
caso de que una tempestad tenga lugar, debe estar en condiciones de gobernar su
nave, utilizando la fuerza de las ondas y de los vientos para la navegación. Este
es el significado de la célebre expresión francesa “laissez faire, laissez passer”: este no sólo es el eslogan del
liberalismo económico; es un paradigma de gobierno que concibe la seguridad (sûreté, según Quesnay) no como una
prevención de los problemas sino, sobre todo, como la habilidad de gobernarlos
(dirigirlos) y guiarlos en la justa dirección una vez que éstos hayan tenido
lugar.
No debemos descuidar las implicaciones filosóficas de esta situación
invertida. Significa una transformación que hace época en la idea misma de
gobierno, lo que trastorna la relación tradicional entre causas y efectos. Dado que gobernar las causas es difícil y
costoso, es más prudente y útil tratar de gobernar los efectos. Desearía
sugerir que este teorema de Quesnay sea el axioma de la gobernabilidad moderna.
L’ancien régime apuntaba a
gobernar las causas, la modernidad pretende controlar los efectos. Y este
axioma se aplica en cada sector: de la economía a la ecología, de las políticas
exteriores y militares a las medidas internas de policía. Debemos darnos cuenta
que los gobiernos europeos tiene hoy
abandonada toda tentativa de gobernar las causas, sólo quieren gobernar los
efectos. Y el teorema de Quesnay hace ininteligible un hecho que parece de otro
modo inexplicable: entiendo la paradójica convergencia actual de un paradigma
absolutamente liberal en economía con un paradigma de control estatal y
policial sin precedentes. Si el gobierno apunta a los efectos y no a las causas,
estará obligado a extender y multiplicar los controles. Las causas solicitan
ser conocidas, mientras los efectos pueden ser solo verificados y controlados.
Una esfera importante en la cual opera este axioma es el de
los dispositivos de seguridad biométricos de están impregnando cada vez más
todos los aspectos de la vida social. Cuando por primera vez aparecieron las
tecnologías biométricas en Francia en el siglo XVIII con Alphonse Bertillon y
en Inglaterra con Francis Galton, el creador [del método de reconocimiento a través] de las huellas dactilares,
las mismas eran obviamente entendidas no como un medio para prevenir los
crímenes, sino sólo para reconocer los delincuentes reincidentes. Solo después
que un segundo delito haya sido cometido se pueden utilizar los datos
biométricos para identificar el culpable.
Las tecnologías biométricas, che fueron creadas para los
criminales reincidentes, quedaron por un largo tiempo como su exclusivo
privilegio. En 1943, el Congreso de los Estados Unidos rechazaba la Citizen identification act, concebida
para introducir una carta [cédula] de
identidad con las huellas dactilares de todo ciudadano. Pero, por una especie
de fatalidad o de ley no escrita de la modernidad, las tecnologías que fueron
inventadas para animales, criminales, extranjeros o judíos, serán finalmente
extendidas a todos los seres humanos. Por lo tanto, en el curso del siglo XX,
las tecnologías biométricas son aplicadas a todos los ciudadanos y las
fotografías identificativas de Bertillon, así como las huellas dactilares de
Galton son hoy usadas en todos los países en la cédula de identidad.
Sin embargo, el último paso ha sido dado en la actualidad y
espera por su completa realización. El desarrollo de las nuevas tecnologías digitales,
con scanner ópticos que pueden
fácilmente registrar, no solo las huellas digitales, sino también la retina o
la estructura del iris de los ojos, extienden los dispositivos biométricos más
allá de las estaciones de policía y las oficinas de inmigración y se difunden
en la vida cotidiana. En muchos países, el acceso a los comedores estudiantiles
o incluso a las escuelas, está controlado por dispositivos biométricos en los
que el estudiante sólo debe colocar su mano. En este campo, las industrias
europeas que están creciendo a gran velocidad, recomiendan que los ciudadanos se deban habituar a este
tipo de controles desde que son jóvenes. Este fenómeno es verdaderamente
inquietante porque las comisiones europeas para el desarrollo de la seguridad
(como la ESPR –European Segurity Research
Program) incluyen entre sus miembros permanentes a los representantes de
grandes industrias del sector, que simplemente son los productores de
armamentos como Thales, Finmeccanica, EADS y BAE System, reconvertidas al
mercado de la seguridad.
Es fácil de imaginar los peligros representados por un poder
que podría tener a su disposición información biométrica y genética ilimitada
de todos sus ciudadanos. Teniendo a su disposición tal poder, el exterminio de
los hebreos, que fue conducido sobre la base de una documentación
incomparablemente menos eficiente, hubiera sido total e increíblemente rápida.
Pero no me detendré en este aspecto importante del problema de la seguridad.
Las reflexiones que desearía compartir con ustedes se refieren más que nada a
la transformación de la identidad y de las relaciones políticas que están
involucradas en las tecnologías de la seguridad. Esta tecnología ha llegado a
tales extremos, que podemos preguntarnos legítimamente no solo si la sociedad
en la cual vivimos es todavía democrática, sino si esta sociedad puede ser
todavía considerada política.
Christian Meier ha evidenciado cómo en siglo V en Atenas se
produjo una transformación del concepto político basado en lo que él llama
“politización” (politicizzazione - politisierung)
de la ciudadanía. Mientras que hasta aquel momento el hecho de pertenecer a la polis era definido por cierto número de
condiciones y status social de
diverso tipo –por ejemplo, el hecho de pertenecer a la nobleza o a una cierta
comunidad cultural, ser un campesino y un comerciante, miembro de una cierta
familia, etc.– de ahora en adelante la ciudadanía se convirtió en el principal
criterio de la identidad social.
“El resultado fue una concepción de la ciudadanía específicamente griega en la cual el hecho que los hombres debieran comportarse como ciudadanos encontró una forma institucional. La pertenencia a una comunidad económica o religiosa fue puesta en un segundo lugar. Los ciudadanos de una democracia se consideraban a sí mismos como miembros de la polis solo en la medida en las cual se dedicaran a la vida política. Polis e politeia, ciudad y ciudadanía se definían y se constituían una con la otra. La ciudadanía se convirtió en un espacio público libre, como tal opuesto al espacio privado de la casa, que era el reino de la necesidad”.
Según Meier, este proceso de politización específicamente
griego fue transmitido a la política occidental, donde la ciudadanía es
considerada un elemento decisivo.
La hipótesis que quiero proponer es que este factor político
fundamental ha entrado en un irrevocable proceso que solo podemos definir como proceso
de creciente despolitización. Lo que en un principio era un modo de vida, una
condición esencialmente e irreductiblemente activa, se ha convertido ahora en
un status jurídico puramente pasivo,
en el cual acción e inacción, privado y público, se han esfumado
progresivamente y se han convertido en indistinguibles. Este proceso de
despolitización de la ciudadanía es tan evidente que no me detendré sobre el
mismo.
Intentaré, más que nada, evidenciar cómo el paradigma de la
seguridad y los dispositivos de seguridad han desempeñado un papel decisivo en
este proceso. La creciente aplicación a los ciudadanos de tecnologías
concebidas inicialmente para los criminales apareja consecuencias inevitables
sobre la identidad política del ciudadano. Por vez primera en la historia de la
humanidad, la identidad no depende más de la personalidad social y de su
reconocimiento por parte de otros, sino que sobre todo depende de los datos
biológicos que no pueden sostener alguna relación con la misma, como los
arabescos de las huellas dactilares o la disposición de los genes en la doble
hélice del DNA. Lo más neutral y privado se convierte en un factor decisivo de
la identidad social, que pierde, en consecuencia, su carácter público.
Si mi identidad se determina ahora por los factores
biológicos, que en modo alguno dependen de mi voluntad y sobre los cuales no
tengo algún control, entonces la construcción de algo parecido a una identidad
política y ética deriva en algo problemático. ¿Qué relación puedo establecer
con mis huellas digitales o mi código genético? La nueva identidad es una
identidad sin la persona, como era antes, en la cual el espacio de la política
y de la ética pierde su sentido y debe ser pensada de nuevo desde cero.
Mientras el ciudadano griego era definido a través de la oposición entre lo privado
y lo público, tras el oikos, el
espacio de la vida reproductiva, y la polis, el espacio de la acción política, el
ciudadano moderno parece que se moviera en una zona de indiferencia entre lo
privado y lo público o, con las palabras de Hobbes, el cuerpo físico y el
cuerpo político.
La materialización espacial de esta zona de indiferencia es
la videovigilancia de las calles y de
las plazas de nuestras ciudades. Aquí, de nuevo, un dispositivo que había sido
concebido para las cárceles ha sido extendido a los espacios públicos. Sin
embargo, es evidente que una plaza vigilada y grabada en video no es más un espacio abierto, un ágora, y se ha convertido en un híbrido de público y privado, una
zona de indiferencia entre la cárcel y el foro. Esta transformación del espacio
político es ciertamente un fenómeno complejo que involucra una multiplicidad de
causas, y entre estas el nacimiento de un biopoder
ocupa un lugar especial. La supremacía de la identidad biológica sobre la
identidad política es realmente conectada a la politización de la nuda vida en
los estados modernos. Pero no se nos debe olvidar que la nivelación de la
identidad social sobre la identidad del cuerpo se inició con la tentativa de
identificar a los criminales reincidentes. No debemos escandalizarnos si hoy la
relación normal entre el Estado y sus ciudadanos está definida por la sospecha,
el archivo y control policial. El principio o enunciado que domina a nuestra
sociedad puede ser expresado de este modo: todo ciudadano es un terrorista
potencial. Pero, ¿qué es un Estado dominado por tal principio? ¿Podemos ahora
definirlo como un Estado democrático? ¿Podemos considerarlo ahora como algo
político? ¿En qué tipo de Estado vivimos hoy?
Probablemente sepan que Michel Foucault, en su libro Vigilar y castigar [Sorvegliare e punire: la
nascita della prigion | Surveiller et
punir: Naissance de la prison, 1975] y en sus cursos en el Collège de France esbozó una clasificación tipológica de los
Estados modernos. Expone que el Estado en el
ancien régime, que se llama Estado territorial o soberano es el cual su
lema era “faire mourir et laisser vivre”
se desarrolla progresivamente en un Estado popular y disciplinario, cuyo
lema ese ha revertido en “faire vivre et laisser mourir”, ya que
se hará cargo de la vida de los ciudadanos de forma tal de producir cuerpos
sanos, bien ordenados y manejables.
El Estado en cual ahora vivimos no es más un Estado
disciplinario. Gilles Deleuze ha sugerido llamarlo “Etat de contrôle” [Estado de control], porque lo que se quiere no
es ordenar e imponer una disciplina, sino, más bien, gestionar y controlar. La
definición de Deleuze es correcta, puesto que gestión y control no coinciden
necesariamente con orden y disciplina. Nadie lo ha dicho más claramente que un
oficial de policía italiano que, después las manifestaciones de Génova en julio
de 2001, declaró que el gobierno no deseaba que la policía mantuviese el orden,
sino que manejara el desorden.
Los politólogos norteamericanos que se han atrevido a
analizar la transformación constitucional surgida de la Patrioct Act y de otras leyes subsiguientes a septiembre del 2001,
prefieren hablar de un Security State.
Pero, ¿qué significa “seguridad”? Es durante la Revolución Francesa que la
noción de seguridad –sûreté– fue
conectada a la noción de policía. La ley del 16 de marzo de 1791 y del 11 de
agosto de 1792, introdujeron en la legislación francesa la noción de “police de sûreté” –polizia di sicurezza–
destinada a tener una larga historia en la modernidad. Leyendo los debates que
precedieron la votación de estas leyes, se puede ver que policía y seguridad se
definen una con la otra, pero ninguno entre los relatores Brissot, [Jacques Pierre Brissot, llamado Brissot de
Warville] Heraut de Séchelle [Marie-Jean
Hérault de Séchelles], Gensonné [Armand
Gensonné]) fueron capaces de definir lo que significaban policía y
seguridad.
El debate se focalizaba sobre la situación de la policía
frente a la justicia y al poder judicial. Gensonné sostenía que estos son “dos poderes separados y distintos”; sin
embargo, mientras que la función del poder judicial es clara, es imposible
definir el papel de la policía. Un análisis del debate evidencia que el lugar y
la función de la policía es indecidible y debe permanecer indecidible, por
cuanto se fuese realmente absorbida por el poder judicial, la policía no podría
existir más. Este es el poder discrecional que todavía hoy define la actuación
de un oficial de policía que, en una concreta situación de peligro para la
seguridad pública, actúa, por decirlo así, como soberano. Pero, inclusive
mientras ejecuta este poder discrecional, no toma realmente una decisión, ni
prepara, como se afirma frecuentemente, la decisión del juez. Cualquier
decisión judicial se remite a las causas, mientras que la policía actúa sobre los
efectos, que por definición son indecidibles.
El nombre de este elemento indecidible no es más, como era
en el siglo XVII, “raison d’Etat” -ragione
di Stato- es: “razones de seguridad”. El Estado de seguridad es un Estado
policial: pero, sin embargo, en la teoría jurídica, la policía es una especie
de hueco negro. Todo, lo que podemos decir es que cuando la llamada “Ciencia de
la policía” aparece por primera vez en el siglo XVIII, la “policía” es llevada
a su etimología griega di “politeia” [administración] y opuesta en cuanto tal a
la “política”. Pero es sorprendente constatar que la policía coincide ahora con
su verdadera función política, mientras el término Política” es reservado a la
política exterior [relaciones internacionales]. Por ello en su tratado sobre Polizeywissenschaft, llama “Politik” la relación de un estado con
otros Estados, mientras denomina “Polizei”
la relación de un Estado consigo mismo. Vale la pena reflexionar sobre esta
declaración, cito: “La policía es la
relación de un Estado consigo mismo” [“Police is the relationship of a State
with itself”].
La hipótesis que quiero sugerir aquí es que, colocándose
bajo el signo de la seguridad, el Estado moderno ha dejado que la esfera
política haya entrado en una tierra de nadie, en la cual la geografía y los
linderos aun se desconocen. El Security
State, cuyo nombre parece referirse a
una ausencia de interés (securus from sine
cura), debería, al contrario, dejar que nosotros nos ocupemos de los
peligros que ello implica para la democracia, porque la vida política se ha
convertido en imposible, mientras democracia significa presisamente la
posibilidad de una vida política
Me gustaría concluir –o mejor, simplemente terminar mi
intervención (en filosofía como en las artes no es posible ninguna conclusión, solo
se puede abandonar el trabajo)– con algo que, por cuanto puedo intuir el
momento, es posiblemente el problema político más urgente. Si el Estado que
tenemos al frente es el Security State
que ya he descrito, debemos pensar de nuevo las estrategias tradicionales del
conflicto político. ¿Qué debemos hacer, qué estrategia deberemos seguir?
El paradigma de la seguridad implica que cualquier
disidencia, toda tentativa más o menos violenta de derrocar su orden, se
convierte en una oportunidad para conducirlo en una dirección provechosa. Esto
es evidente en la dialéctica que une estrechamente por igual terrorismo y
Estado en un interminable círculo vicioso. A partir de la Revolución Francesa,
la tradición política de la modernidad ha concebido los cambios radicales bajo
la modalidad de procesos revolucionarios que actúan como pouvoir constituant, –poder constituyente– de un nuevo orden institucional.
Pienso que se debe abandonar este paradigma e intentar pensar en algo como una puissance destituante –un poder puramente
destituyente–, que no pueda ser capturado en el círculo de la seguridad.
Y un poder destituyente de este tipo que Walter Benjamin
tenía en mente en su ensayo “Para la crítica de la violencia”, cuando busca de
definir una posible violencia que podría “romper
la falsa dialéctica de la violencia legisladora y de la violencia conservadora
del derecho”, del cual es un ejemplo la huelga proletaria de Georges Sorel.
“Sobre la interrupción de este círculo”, escribe
al final del ensayo, “que se desarrolla
en el ámbito de las formas míticas del derecho, en la destitución del derecho
junto a todas las fuerzas en las cuales se apoya, en conclusión, en la
abolición del poder del Estado, una nueva época histórica y fundamentada”.
Mientras que un poder constituyente destruye el derecho solo para modificarlo
en una nueva forma, el poder destituyente, en la medida en la cual depone de
una vez por todas el derecho, puede abrir ciertamente una nueva época
histórica.
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