Neopatrimonialismo, nepotismo, violencia e impunidad en la
era de la narcopolítica y el extractivismo desatado. La barbarie de Iguala ha
dejado al desnudo las subterráneas corrientes que han venido manteniendo a
flote al Estado mexicano de la posguerra fría; y ha desvelado también que
estas, aunque se alimenten de fuentes jóvenes, manan de otras más profundas. El
preconizado fin de la historia fue sólo un error de imprenta en un relato al
que le faltan páginas y le sobran muertos. Pueden adornarlo con velas y flores,
llenarlo de virtuosos adjetivos; pero México, un lugar tan hermoso como
siniestro, seguirá pareciendo un cementerio.
El pasado 20 de septiembre Julio César Mondragón actualizó
la portada de su perfil de una red social con una imagen feliz. En la foto mira
a la cámara, orgulloso, mientras sostiene en brazos a su hija recién nacida y
apoya con ternura la cabeza en la de su mujer. Unos días más tarde sería esta
la que cambiaría su retrato en su propio perfil. Desde finales de septiembre,
Marissa Mendoza es un lazo negro sobre fondo blanco.
“¿Por qué el listón negro? ¿Qué pasó?”, le pregunta un
amigo. “Mataron a mi esposo, Ray ”, responde ella. Así de simple, con 20
caracteres y un (triste) emoticono (triste), traduce Marissa su resignado dolor
al lenguaje 2.0. Un par de días antes estaba también conectada a internet
cuando vio otra foto de Julio, la última y definitiva. En esta no hay
felicidad, no hay orgullo ni ternura. En esta, Julio ya no es Julio. En esta
foto sólo hay un nadie tirado sobre el asfalto. Su mujer sólo pudo reconocerlo
por la camiseta roja que llevaba puesta. Julio César Mondragón todavía vivía
cuando lo desollaron y le arrancaron los ojos.
El joven de 22 años, originario del estado de México, había
dejado en agosto a su familia en la capital del país para empezar a estudiar en
la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, en el norte del
estado de Guerrero. El día de su atroz asesinato, 26 de septiembre, el Chilango
(apelativo por el que lo conocían sus amigos debido a su procedencia) había
viajado junto con un grupo de compañeros de estudios a la ciudad de Iguala, a
unos 100 quilómetros de su escuela, donde el gobierno municipal realizaba un
evento electoral que derivó en orgía de poder caníbal.
La intención del centenar de chicos de entre 18 y 23 años
era la de conseguir fondos y un medio de transporte para participar en la
conmemoración de la matanza del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de Tlatelolco
de Ciudad de México, en la que un número indeterminado de estudiantes (se habla
de más de 300), fue asesinado primero por las balas y luego por el silencio impune[1].
En Iguala, 46 años después, se repitió la historia.
La historia sin fin
Si para algo ha servido el crimen de Estado de Iguala ha
sido para dejar al descubierto algunas de las dinámicas que caracterizan al
México del siglo XXI. Porque, empezando por el final, lo de Iguala no es nada
raro en la historia reciente de Iguala. En los últimos dos años, en esta ciudad
guerrerense la conocida como pareja imperial se dedicaba a terminar con la
oposición a balazos mientras gestionaba las finanzas del cártel de los
Guerreros Unidos bajo las mantas que repartía a las masas indígenas
narcotizadas por la pobreza.
El ex alcalde y su mujer, presidenta de la institución
municipal encargada de “asuntos de la familia”, han sido tan caricaturizados
que ya todo parece una telenovela; pero no nos dejemos engañar por el atrezo:
los muertos son de carne y, sobre todo, de hueso. Y esto sucedía mucho antes de
que llegasen las cámaras, y seguirá pasando cuando se vayan. Como pasó y
seguirá sucediendo en Ciudad Juárez, en Veracruz, en Monterrey, en Michoacán;
ahora fuera de plano.
La náusea de Iguala ha revelado que no es que “los
presidentes municipales y sus aparatos policíacos cobijen a los señores del
narco”, como dice Enrique Krauze [2].
En Iguala, y otros lugares de Guerrero, “son ellos”. Y ese “ellos” no sólo los
Abarca y los Pineda, potenciales musas de narcocorrido. El poder criminal,
sanguinario, del que han hecho uso esos inmundos personajes ha pasado de mano
en mano, y de sigla en sigla, desde que Cortés conquistó estas tierras. Porque
la infamia de Iguala tampoco es nada nuevo en la historia del resto de
Guerrero. Hoy, junto a los huesos que emergen de las fosas que infectan uno de
los estados más empobrecidos de México, se desentierran también trocitos de
memoria, cubierta durante siglos por el manto freático de la impunidad.
Primero, los purépechas, coixcas, jopis y otros pueblos
indígenas hicieron frente de diversos modos la dominación mexica y luego la
española. Después, desde que la espada y la cruz cambiaron de manos, los
guerrerenses han resistido el caciquismo de sus elites; la desposesión por
acumulación trasnacional; la violencia por parte de todas las fuerzas de
(in)seguridad, estatales y paraestatales. Desde finales de la década de 1960 y
hasta principios de los 80, esa resistencia tomó forma de insurgencia armada.
Las guerrillas lideradas por Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, formados en la hoy
doliente escuela de Ayotzinapa, se convirtieron en un referente de la lucha
campesina por la defensa de los bosques, entonces controlados por caciques
locales y estatales.
Desde entonces en Guerrero, y en otros estados como Chiapas,
el Ejército tiene el control del territorio, “actúa bajo la lógica de la
contrainsurgencia −es decir, del enemigo interno− y vive obsesionado con la
presencia de la guerrilla”, apunta Carlos Fazio, periodista uruguayo afincado
en México. Las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas, la
tortura extrema, no son algo aislado, deben verse “como una tecnología
represiva adoptada racional y centralizadamente que, entre otras funciones,
persigue la diseminación del terror”[3].
La guerra sucia que el Estado emprendió contra estos grupos
durante los años setenta del siglo pasado fue muy similar a la que tuvieron que
afrontar entonces los movimientos sociales del Cono Sur, con vuelos de la
muerte incluidos. Dos décadas más tarde, en un contexto internacional seducido
por la narrativa del fin de la historia, esa misma doctrina se replicaría en la
matanza de campesinos de Aguas Blancas en junio de 1995 y en la matanza de
indígenas de El Charco en 1998, episodios que alumbraron nuevas guerrillas y
otros movimientos sociales con nuevas prácticas y discursos en relación con la
intervención de empresas transnacionales en la explotación de los recursos
naturales de la región.
Muchos de los análisis que se están publicando a raíz de la
matanza de los estudiantes de Ayotzinapa coinciden en que Guerrero ha hecho
siempre honor a su nombre. Que esta siempre ha sido una tierra violenta. Tras
la matanza de Aguas Blancas Juan Carlos Osorio decía: “Sí, mucha violencia ha
habido en Guerrero a lo largo de su historia. Es la violencia –sistemática,
tenaz, terriblemente actual– que viene de sus grupos dirigentes”[4].
En los veinte años que han pasado desde que este periodista
local escribió esas palabras la violencia de la que hablaba se ha ido
multiplicando y haciendo más compleja al calor de la integración de México en
nuevos procesos económicos mundiales. Mal que le pese a Fukuyama y sus
adalides, lo que pasa hoy en Guerrero sólo se explica reconociendo que, como
dice Fazio, la guerra sucia nunca terminó, sólo ha sido adaptada a las
dinámicas neoliberales del México de la narcopolítica y el neoextractivismo
transnacional[5].
La firma del Tratado de Libre Comercio de América del norte
(TLCAN) en 1994 fomentó la llegada de nuevos actores en la lucha por el acceso
a los recursos naturales estratégicos (mineros, forestales, acuíferos) de los
que dispone la región, que unos años más tardé entraría a formar parte junto a
otros estados del sur de México del Plan Puebla-Panamá, hoy llamado Proyecto
Mesoamérica. Las actividades extractivas de las que se benefician las elites
locales aliadas al capital transnacional bajo esos acuerdos han generado
múltiples impactos socioeconómicos, políticos y medioambientales que han
favorecido la consolidación de otra gran industria transnacional. Las redes de
narcotráfico, que durante las décadas anteriores habían encontrado en las
dinámicas neopatrimoniales de las instituciones locales un canal abierto en el
que navegar, se han fortalecido en el marco de la aplicación del dogma
neoliberal.
En ese contexto de erosión de lo público que ha ahondado las
desigualdades sociales, la llamada “guerra contra el narcotráfico” emprendida
por el gobierno panista de Felipe Calderón en 2006 tuvo unos resultados
nefastos en el primer productor de amapola de México. La perversa estrategia
gubernamental durante el sexenio de los 100.000 muertos no hizo más que avivar el
conflicto entre los distintos actores implicados en las redes criminales
desplegadas en el estado. Con el regreso de un PRI maquillado al gobierno
federal en 2012 tampoco se ha atajado la violencia en el histórico bastión de
un PRD, hoy tan desacreditado como los dos grandes partidos.
Y esa violencia de todo tipo, desmedida, indiscriminada, que
no es nueva en Guerrero, se replica también en mayor o menor medida en todos y
cada uno de los estados del país, donde las malas noticias son siempre peores.
En este tiempo en el que todas las miradas han estado enfocadas en Iguala, en
Tamaulipas habrán encontrado decenas de migrantes enterrados en fosas comunes;
en Chiapas varios líderes indígenas habrán sido amedrentados por un grupo
paramilitar; en Michoacán, algún narcopolicía habrá violado a una adolescente;
hasta en Querétaro, donde la paz es un abrigo sujeto por alfileres, es posible
que otro niño le haya cedido su riñón al negro mercado.
Durante los primeros meses del gobierno de Peña Nieto los
árboles no nos dejaron ver el bosque. El control mediático por parte del
aparato del Estado fue tan efectivo que el flamante presidente acabó encumbrado
en los medios internacionales y nacionales como el nuevo Mesías que vendría
a guiar “el momento de México”. Hoy, caído el velo de las macrorreformas, es
posible ver que la guerra sucia es más sucia que nunca, por muchos disfraces
que vista, y que el enemigo interno puede ser cualquiera. Cualquiera que
obstaculice los intereses de una compleja, elástica y criminal alianza, sea
aquel un migrante, un indígena, una adolescente, un niño, o un estudiante,
todos ellos potenciales víctimas de una reinventada violencia, descarnada e
intratable. Como la que se encontraron los estudiantes muertos y desaparecidos
de Ayotzinapa.
Tras la matanza del 68, Octavio Paz se lamentaba: “un pasado
que creíamos enterrado está vivo e irrumpe entre nosotros”. Ese pasado nos
escupe a la cara desde el 26 de septiembre y nos recuerda que lo de Iguala no
es la excepción, es la norma en un país en el que la lucha de clases, la
historia sin fin, parece una película de terror.
Las normales, contra
la norma
Julio César, protagonista de la escena más abominable de
este relato, llegó a la Escuela Isidro Burgos tanto por sus convicciones
ideológicas como por cubrir las necesidades materiales más perentorias. El
acceso a la educación superior es una quimera para los 54 millones de pobres
que, como él, viven en uno de los países más desiguales de la OCDE (Organización para
la Cooperación y el Desarrollo Económico). Ser maestro rural era la única
opción de Julio César.
Las Escuelas Normales Rurales como la de Ayotzinapa se
crearon en el México posrevolucionario de la década de 1920 con el objetivo de
socializar el acceso a la educación en el campo. Estos centros de formación en
Magisterio, guiados por una filosofía de carácter marxista-leninista, nacieron
con el objetivo de romper con el círculo de la exclusión de las clases más
bajas. Campesinos pobres formando a los hijos de otros campesinos pobres para
que esa condición dejase de ser hereditaria, y mayoritaria.
Este modelo de educación pública y gratuita fue impulsado en
gran medida durante el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940) a partir de la
idea de que el cambio social vendría de la mano de un sistema educativo
inclusivo, en el que se promoviese la participación de las clases más empobrecidas
y marginadas del país. No es de extrañar que esta “postura intelectual que
concebía a la escuela como un espacio propicio para el despertar de la
conciencia popular”, como afirma el investigador en educación y comunicación
Hugo Boites, fuese condenada a muerte junto con todo el programa socialista[6].
Desde mediados de la década de 1944 las políticas
conservadoras que veían la educación como un medio disciplinario y de control
social ganaron la batalla. El consenso de Washington atacó todavía más el
corazón de este sistema: desde inicios de la década de 1990 los sucesivos
gobiernos federales, alentados por las dinámicas globales, han tratado de acabar
con él. De las 46 Escuelas Normales Rurales que llegaron a existir durante el
cardenismo en la actualidad en todo el país sólo resiste una quincena.
Hoy, “la supervivencia de las ENR es una aberración para el
discurso neoliberal. Constituyen un modelo educativo que obstaculiza la
industrialización del campo mexicano y que, de acuerdo con su lógica, debió
liquidarse hace 20 años”, sigue Boites, para quien detrás de la campaña de
persecución y criminalización que sufren las Normales Rurales están los “grandes
capitales que quieren maquilar el campo mexicano”. En México, a los Peña Nieto,
Slim, Calderón, Larrea, Aguirre o Abarca, y a sus aliados, llámense cárteles,
gobiernos extranjeros o empresas transnacionales, les molestan, como dice Juan
Villoro, los pobres que saben leer[7].
Eso es lo que evidencia la ignominia de Iguala.
“Aquí se aprende a no agacharse. Aunque nos quieran mandar a
todos a la fosa común, tenemos que aprender a levantarnos” sentencia el lema,
funesta profecía autocumplida, de la escuela Isidro Burgos. En la fosa han
acabado ya demasiados, y por ellos hoy otros se levantan de una larga y
silenciosa noche de plomo. Pero aún faltan muchos, porque “Ayotzinapa, el
nombre del horror”, afirma la antropóloga Rossana Reguillo, “es un instante que
sigue sucediendo, en un país que no presta atención” [8].
De Julio César y los otros 5 asesinados el 27 de septiembre
ya nadie habla, porque han entrado en la categoría de los ejecutados
extrajudicialmente que tienen reservadas parcelitas individuales en la
eternidad; lo que en este país sólo es privilegio de unos cuantos nadies. Las
caras de los otros 43 empapelan hoy las paredes de algunas universidades del
país y desfilan por plazas de todo el mundo, porque han desaparecido en el saco
sin fondo de las mentiras gubernamentales, que acabarán desgastando también ese
nuevo clamor, tan legítimo y necesario como insuficiente.
Sé que a este relato también le sobran muertos y le faltan
páginas. La historia admite innumerables versiones y el país de los abrazos,
que también existe, ya tiene suficientes cronistas. A los pocos privilegiados
que, gracias al dolor de muchos, disfrutamos de ese otro paisaje de postal, nos
asusta y nos avergüenza la moraleja de toda esta fábula: la belleza y el horror
brotan de la misma fuente. Pueden llenarlo de rezos y de danzas, vestirlo de
fiesta; pero hasta que los vivos se levanten de sus tumbas, México, este lugar
tan hermoso como siniestro, seguirá siendo un cementerio.
Aloia Álvarez Feáns es periodista e
investigadora del Grupo de Estudios Africanos de la Universidad Autónoma de
Madrid. Autora de Nigeria. Las brechas de un petorestado, editado por Los
libros de la Catarata, en FronteraD ha publicado Nigeria
y el maniqueísmo o las historias sin Historia
Notas
http://www.fronterad.com/ |