J.R. Concepción Llanes | Cuando Hitchcock era simplemente Alfred, se ganaba la vida como rotulador de la productora Famous Players Lasky. El pequeño mofletudo de 21 años, soñaba con mujeres rubias que le obedecían a sus caprichos, pero su físico era un obstáculo para sus deseos. Una barrera que llegó a ser de 1,70 metros de alto y casi 300 libras de peso. Por entonces, descubrió que quería ser director de cine. El mejor de todos. No existía otra meta para el futuro genio británico, para quien sería Sir Alfred Joseph Hitchcock. En 56 títulos, dirigió a tantas rubias como quiso y se consagró como el rey del suspense.
Es difícil encontrar a otro maestro del séptimo arte tan
prolífero y exquisito como Hitchcock. Mantuvo sus filmes en la cima durante
seis décadas. Mientras otros no pudieron transitar del cine mudo al sonoro o
trasladar el éxito alcanzado en su país natal a Hollywood, el londinense fue
considerado un maestro en Inglaterra y Estados Unidos, y produjo a ritmo de un
título por año en Norteamérica. Complació tanto al público como a la crítica e
incluyó el sonido para aumentar aún más los momentos de tensión y ansiedad, que
tanto se jactaba de lograr.
Cuando viajó a Alemania para dirigir su primer largometraje,
Alfred sólo tenía 26 años y el mérito de graduarse de Ingeniería. Aunque su
currículo cinematográfico se limitaba a un corto inacabado, su carácter
obsesivo había funcionado como catalizador de la fórmula para convertirse en
director. En cinco años pasó de rotulador a montador y a guionista, para
luego llegar a la meta.
En Múnich se hizo adepto a las terroríficas tramas del cine expresionista alemán, una nueva afición que, junto a la debilidad por la literatura de Edgar Allan Poe y la obra de Sigmund Freud, influiría en los temas de su filmografía. Hitchcock filmó su primer largometraje en Alemania.
Pero como buen aficionado al psicoanálisis, el propio
Hitchcock conocía el verdadero origen de aquel deseo por amedrentar al
espectador: “siempre estuve aterrorizado
por la policía, por los padres jesuitas, por los castigos físicos, por un
montón de cosas: esa es la raíz de mi obra”, declara en la biografía de
Peter Ackroyd.
Para un niño bajito y regordete, el miedo suele convertirse
en cotidianidad, sobre todo si el padre es un estricto carnicero del barrio de
Leynstone y lo interna en un colegio católico de principios del siglo XX, donde
en las noches los alumnos mostraban el lado más vil de la inocente niñez.
Esa infancia le transformó en un adulto callado, pero
autoritario. Y la cobardía de pequeño fue la musa de los filmes que le
consagraron como genio, fue, en definitiva, el pasaporte al éxito.
Una lista de sus 10 mejores películas, podría ser: 1) Vértigo (1958, en 2012 nombrada por
la revista Sight and sound como la mejor de la historia del cine), 2) La ventana indiscreta (1954), 3) Psicosis (1960), 4) Los pájaros (1963), 5) El hombre que sabía demasiado (1956,
remake de su propia película de 1934), 6) Notorious (1946), 7) Rebeca (1940,
con esta ganó su único Oscar), 8) North
by Northwest (1959), 9) Yo
confieso (1953) y 10) Atrapar a
un ladrón (1955).
La primera de este arbitrario top ten, durante el año del
estreno pasó desapercibida en la mayor parte del circuito internacional, al
sólo ser premiada en el Festival de San Sebastián y ser catalogada por varios
especialistas como un simple thriller, entre los tantos del director. Uno de
los pocos que detectó al instante el valor de la película protagonizada por
James Stewart y Kim Novak, fue el crítico cubano Guillermo Cabrera Infante: “Vértigo participa de todas las claves
hitchcokianas – el verde que hace volver al pasado, la doble identidad, el
terror a la altura –, pero se consagra finalmente a buscar el amor perdido con
una intensidad desconocida en el veterano director (…) Es de los mejores filmes
que he visto”, escribió en la revista Carteles.
Parte de la experticia alcanzada en el sub-género del
thriller psicológico, Hitchcock se la debe a las habilidades para manipular al
espectador mediante su teoría del “Mac Guffin”. En el libro entrevista de
François Truffaut, el londinense define al “Mac Guffin” como la excusa que
mueve a los personajes de una película, aspecto muy importante para los propios
personajes, pero el público no debía percibirlo. Como resultado de esta
idea, antes de concebir una escena, definía cuál era la reacción que deseaba
provocar: miedo, ansiedad, tensión, angustia, alegría, etc. Esta hipótesis
fue una de las claves de su ingenio.
Blackmail o la pre-genialidad de Alfred
Pero anterior a todos estos éxitos en Hollywood, existe
también una obra cinematográfica de Hitchcock que es menos conocida: la filmada
en el Reino Unido durante la época muda. El Instituto de Filme Británico
recientemente restauró nueve de esas cintas y tres de ellas, con musicalización
en vivo incluida, ya han sido exhibidas en Cuba: The Lodger (El inquilino, 1927), The Ring (1927) y Blackmail
(Chantaje, 1929). La primera, una historia ambientada en la
capital inglesa durante los asesinatos de Jack el Destripador.
Blackmail pasó
a la historia como la primera película con sonido de Gran Bretaña, al incluir
unos pocos diálogos y pese a que la versión original era silente. En Chantaje, basada en una pieza teatral de
Charles Bennet, el autor muestra el conflicto amor-deber, a través de la
relación entre Alice, la bella rubia y Frank, el apuesto detective. La historia
comienza cuando, Alice, en un acto repleto de torpeza, queda con su amante
justo en el mismo restaurant en el que cenaba con su novio policía. Aun así, se
las agencia para provocar una discusión con el bueno de Frank e irritarlo lo
suficiente para que se marchara.
El nuevo acompañante resulta ser un depravado pintor que
intenta violarla. La escena del forcejeo entre ambos transcurre detrás de
una cortina, que funciona como medio para aumentar la incertidumbre, hasta que
sobresale la mano muerta del criminal apuñalado por la supuesta víctima. Desde
entonces, Alice vive atormenta y Frank, que había descubierto su infidelidad,
se dedica a ocultar el pecado de su novia, el de la infidelidad, porque aún
desconoce que fue ella la asesina.
Casi de la nada, aparece un delincuente local con más
habilidades que cualquier graduado de Scotland Yard y descubre a la verdadera
culpable del crimen. Con un guante extraviado por la torpe Alice (por cierto,
perdió ambos) como prueba, extorsiona a la pareja, prometiendo silencio a
cambio de tabacos, comida y abuso de poder. La suerte del nuevo villano
sería similar a la del anterior.
Para esta muerte, Hitchcock cambió la pelea de siluetas tras
una cortina por otro de sus recursos favoritos: la persecución en las alturas.
Tal como le pasó a “Juan me tiene sin
cuidado”, el timador cayó del tejado, pero del tejado de la gran cúpula del
Museo de Londres. Muertos los acosadores, la vida parecía algo más expedita
para Frank, sin embargo, Hitchcock reservaría otro giro argumental. Alice, una
especie de femme fatale para el
detective, sustituye su torpeza por un sentimiento de culpa que le tienta a
declarar, pero el novio llega a tiempo y la detiene gracias al deus ex machina de la llamada
telefónica para el Inspector Jefe. Y así, Alice y Frank terminaron juntos
y traumatizados para toda la vida.
Esta cinta representa la transición de Alfred a Hitchcock. Backmail es la hermana pequeña y 30
años más vieja de Vértigo. El protagonista detective-honrado, la
rubia seductora, mentirosa y atiborrada de remordimientos, el miedo a la
represión social y a perder lo que amamos; son todos elementos que coinciden en
ambos filmes y que el director, con escurridiza picardía, explota en las mentes
del público. Sólo que en Vértigola trama y los personajes son mucho
más profundos, oscuros y complejos; como también lo era Hitchcock en esa época.
Más allá del “desfase epocal”, como señalaba en broma una
amiga al salir del Chaplin, el viejo Blackmail es un filme entretenido e intrigante, que mantiene
estas dos cualidades a pesar de sus 86 años de vida. “Un clásico nunca agota lo que tiene que decir(nos)”.
Título original: “Viejos filmes del joven Alfred”
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