La coincidencia de un conjunto de artistas, que logran realizar sus obras en un momento histórico determinado, necesita el prestigio de un nombre que caracterice el movimiento. Y el bautizo tiende a subrayar la novedad, más como medio de proclamar una cierta ruptura frente al pasado inmediato que por un prurito de exactitud. La similitud de los recién nacidos no responde siempre a un plan preconcebido que ponga en práctica una teoría estética previa. El neorrealismo italiano se improvisó gracias a la reunión favorable de un grupo de cineastas de gran talento, no sólo directores y guionistas, sino también actores, músicos y fotógrafos, que brotaron después del trauma de la Segunda Guerra Mundial. Como ocurre con este tipo de fenómenos culturales, el estilo compartido se encuentra en un número más bien reducido de títulos y la duración del movimiento como tal es asimismo bastante escasa, aunque el acierto del nombre resulte muy útil a la hora de describir un estilo característico y sirva para situar a creadores muy distintos bajo la comodidad de una denominación común; luego, cada uno de ellos seguiría distintos derroteros, en ocasiones muy alejados del breve tronco común.
La Italia devastada, después de la perversión de una doble
derrota, la potencia aliada de Hitler acabó como país conquistado, necesitaba
mirarse al espejo de su propia torpeza: el delirio del fascismo que exacerbó
atávicas frustraciones imperiales, el absurdo del aliado que se convierte en
enemigo y, sobre todo, la desolación dolorosa de una población que aun no es
capaz de preguntarse cómo y por qué han llegado a un oscuro callejón sin salida
visible. Se imponía la necesidad de un retrato urgente del fin de la guerra. La
nación se atreve a reconocer que se ha traicionado a sí misma. ¿Siguen vivos
los valores religiosos que poco hicieron para contener la barbarie? Era preciso
dar testimonio, contar lo que pasó, presentar las consecuencias de lo ocurrido,
asomarse al interior de las conciencias.
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Neorrealismo, fusión de estilos
La estética neorrealista parece que se recuerda sobre todo
por su insistencia en el documental. Por una serie de razones bien fundadas de
diversa índole. Rossellini y los demás, pues también Luchino Viconti y Federico
Fellini militaron en las recién inauguradas filas, reaccionaron contra la
producción cinematográfica predominante durante el fascismo, el llamado “cine
de teléfonos blancos”, un apellido merecido por la proliferación de tales
aparatos en los escenarios pretendidamente elegantes donde transcurrían las
historias de evasión, que el Duce apoyaba y el público aceptaba con sumo
agrado. Vittorio de Sica, luego una figura fundamental del neorrealismo, fue un
muy celebrado intérprete de estas películas.
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La utilización de la fuerza persuasiva propia del documental
no pretende ocultar que las películas narran historias de ficción. Son relatos
elaborados según un criterio dramático, con todo lo que ello supone. Existe
siempre un argumento, más o menos complicado, articulado según una intriga,
encarnada en una serie de personajes definidos según un cierto apunte psicológico. Roma, cittá aperta es un relato de
suspense, que juega con la emoción de si serán o no descubiertos los
conspiradores, al mismo tiempo que un melodrama, con niño huérfano tras la
muerte de la madre ametrallada, mujer despechada que delata a su amante a la SS
y cura fusilado por la libertad. Los distintos episodios de Paisá funcionan con una película de sketches, pensados para
ejemplificar un abanico de las muy diversas situaciones provocadas por la
guerra; desde el soldado norteamericano que muere en Sicilia por el disparo de
un alemán ante la mirada de una inerme campesina hasta la escaramuza partisana
en el río Po, pasando por los escrúpulos de unos monjes sobre la oportunidad de
recibir a un oficial judío o por el desgarro de la joven obligada a
prostituirse para sobrevivir en la ciudad ocupada. La película se ofrece como
un gran fresco que se despliega entre la comedia y el drama, con la guerra como
referencia obligada, con una clara voluntad de homenaje a un pueblo. Un pueblo
que merece respeto y piedad por su sufrimiento y entereza, pero que también
debe ser amonestado por su torpeza, frivolidad y obcecación.
Así, el documental, que sirve de base a la ficción, acaba
abriéndose a la severidad de un apólogo moral sin concesiones. Un niño alemán,
solo y abandonado en un Berlín destruido por la guerra, acaba subiéndose a un
edificio, o lo que queda de él, para arrojarse al vacío. Una terrible pregunta
vocifera el desenlace de la desgarradora Germania anno zero, que podría formularse como “¿A dónde ha
llegado la humanidad?”. Un grito al que el moralista Rossellini no ha
encontrado respuesta, pues un lustro después, en una película titulada
precisamente Europa 51, otro
niño toma la misma terrible decisión. No es ya el pobre huérfano alemán, que se
siente el último superviviente de una ciudad convertida en un gigantesco
esqueleto urbano, sino un chico italiano de familia acomodada que, mientras sus
padres departen con sus invitados en el salón confortable, en vez de irse a la
cama se arroja por el hueco del ascensor. Un tremendo aldabonazo que provocará
el despertar de su madre, la esposa burguesa que elegirá el desclasamiento, el
abandono de su hogar y de su ambiente para, simbólicamente, enrolarse como
obrera en una fábrica, decisión por la que acabará encerrada en un manicomio.
El neorrealismo roselliniano, que se basó en el documental
como soporte de la ficción, no duda en entregarse a la formulación de una
peculiar moraleja, despojando el término de cualquier matiz reductor o
peyorativo. El hombre, parece decirnos el director romano, necesita ser
redimido. Ha dedicado la primera mitad del siglo XX a destruirse, inventando
abismos hacia los que lanzarse. Por un misterio que quizá tenga algo de
milagroso no ha sido engullido por el infierno, pero no es tolerable que siga
sin reaccionar. Porque no hay que olvidar, reflexiona el cineasta, que, en
realidad, ya ha sido redimido. Cristo, el Hijo de Dios, acudió con tal
propósito, aunque parezca que lo hemos olvidado. De ahí que la madre, cuyo hijo
se tiró por la escalera, lo deje todo. O que la esposa en crisis aproveche su Viaggio in Italia (1961), que aquí
se llamó Te querré siempre, para
recomponer su matrimonio. O que la prisionera que se casó con el pescador y se
fue a Stromboli (1949)
invoque a Dios, cuya voz tronante confunde con la furia humeante del volcán,
para implorar la resignación y la calma que no ha conseguido en la pequeña
isla, entre gente ajena y humilde.
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Roberto Rossellini sigue aquí, entre nosotros. Bautizó el
neorrealismo con el agua bendita de una solidaridad laica, una mirada atenta y
respetuosa al retratar a sus semejantes. Fue herido por la guerra, se erigió en
paladín de la honestidad, siempre abrumado por la traición. Las guerras no
acaban, la honestidad tiende a escabullirse, asistimos al triunfo de los
traidores.
Pero el pesimismo fue condenado por el cineasta romano.
Nota de Editor:
Álvaro del Amo (Madrid, 1942) estudió Derecho, pero le faltó una
asignatura para licenciarse pues se encontraba en la Escuela Oficial de
Cinematografía, donde sí se tituló en Dirección en 1968. Cine, teatro,
literatura, crítica y música han sido el comunicado paisaje que ha procurado
transitar, siempre favorecido por azarosas circunstancias. Últimamente ha
publicado un libro de relatos (Crímenes
ilustrados), adaptado y dirigido la versión teatral del guión de la
película Amantes, en
el que intervino, así como una dramaturgia de tres zarzuelas que iniciaron el
género.