Kant ✆ Aristortele |
En las siguientes páginas me propongo exponer y discutir el
significado que la obra editada recientemente por las profesoras de la London
School of Economics, Katrin Flikschuh y Lea Ypi, con el título de Kant and Colonialism. Historical and
Critical Perspectives (Oxford, OUP, 2014), posee con vistas a analizar la
actualidad de la crítica que Kant dirige al colonialismo y su recurso a un
concepto como el de raza. Se trata de una cuestión raramente enfocada por el
estudio especializado del pensamiento kantiano, que solo en los últimos tiempos
ha recibido la atención de especialistas como Raphaël Lagier en Francia o
Robert Bernasconi, Pauline Kleingeld y Emmanuel Chwukudi Eze en el ámbito
angloamericano.
Entre los años 2004 y 2008 pude publicar una serie de
trabajos en castellano centrados en la novedad que el uso del concepto kantiano
de raza suponía para la discusión que la filosofía natural y la antropología en
ciernes mantenían en el siglo XVIII, intentando contar como interlocutores con
los autores mencionados. Pude comprobar, entonces y ahora, que publicar en
lengua española sigue restringiendo considerablemente la repercusión y
capacidad de discusión de quienes escriben ensayos de filosofía, lo que resulta
especialmente palpable cuando se tocan aspectos que gozan de interés a nivel
global. más recientemente, los trabajos publicados por Alix Cohen en Gran
Bretaña y por Alexandre Hahn y Natalia Lerussi en Brasil han mantenido viva la
discusión acerca de este aspecto tan controvertido del pensamiento
antropológico de Kant. En la bibliografía final podrá consultarse una selección
de estas contribuciones. Sin embargo, hasta la publicación del volumen
colectivo del que hablamos, apenas se había dedicado un solo artículo, no
digamos ya alguna monografía, al tratamiento que la historia del colonialismo
recibe en Kant. no puede negarse a las editoras de este volumen el indudable
mérito de haber contribuido a arrojar luz —y algunas ambivalencias de paso— a
la discusión acerca de la posición que Kant mostró a lo largo de los años en
relación con las prácticas coloniales.
Algunos de los trabajos contenidos en el volumen colectivo
fueron originalmente ponencias presentadas en un seminario dedicado en 2011 a
este tema en el nuffield College de la Universidad de Oxford, resultando la
cohesión y discusión interna abiertamente mantenida por los autores de los
trabajos muy provechosa para el lector interesado en las aristas del colonialismo
en Kant. Como reconoce Pauline Kleingeld en el volumen, en Kant el enfoque del
colonialismo es inseparable del que reciba el concepto de raza, y no son pocos
los indicios que animan a sostener —como lo hace esta estudiosa— la existencia
de cierto giro en el planteamiento acerca de la legitimidad o no del
colonialismo ejercido por las potencias europeas en otros continentes. Se trata
de una cuestión cuando menos espinosa del pensamiento de Kant, que da lugar a
menudo a malentendidos acerca del signo de las consideraciones que este autor
dedica a la fundación de colonias, al considerar en algunas ocasiones que se
trata de un fenómeno habitual entre las naciones europeas e incluso de una
conducta provechosa para el progreso de la civilización, mientras que en otras
—especialmente a partir de la mitad de los años ‘90— condena expresamente tales
prácticas, poniendo de relieve lo que poseen de fraude político, económico e
ideológico. Puede afirmarse que las editoras consiguen ofrecer con solvencia un
panorama amplio y múltiple acerca de la contextualización histórica, las
implicaciones teóricas y las derivas contemporáneas de este problema, hasta
ahora raramente atendido en los foros internacionales de estudio de Kant.
Anthony Pagden se muestra bastante severo con lo que estima
una auténtica confusión de Kant a propósito de la concepción de las colonias en
Grecia y Roma. Pagden argumenta en detrimento de la identificación del uso
kantiano de los términos «provincia» y «colonia», aportando datos acerca de que
la primera no fue considerada nunca una posesión entre los romanos, sino el
resultado de un modelo de ejercicio de la autoridad. La colonia romana, por
otra parte, como refleja el libro XXVI del Ab
urbe condita, se describe como un proceso de romanización y reconocimiento
de ciudadanía al pueblo extranjero ocupado. Puede rastrearse en Kant una mayor
influencia mediata del sentido que Grecia da a sus colonias, como extensiones
de la pólis en otras tierras, en las que no se propicia la mezcolanza con otros
pueblos, a los que por el contrario se mantiene generalmente alejados con ayuda
de las murallas de la nueva ciudad. Debe puntualizarse que, a pesar del rigor
histó- rico aplicado en el texto, Pagden silencia enteramente la poderosa
retórica ideoló- gica que permitió levantar ambos escenarios políticos —la
provincia y la colonia— en la antigua Roma, un asunto merecedor en sí mismo de
reflexión detenida. Resulta destacable su atención a un texto especialmente
ambiguo de la Doctrina del Derecho de Kant (§ 50), en el que se reconoce el
derecho del soberano a desterrar a un ciudadano que haya cometido un crimen a
una de las provincias del Estado (p. 20).
A propósito del mismo pasaje, Pauline Kleingeld sugiere
interpretar en este mismo volumen lo allí reflejado acerca del uso que las
potencias dominantes hacen de sus colonias como un dato de hecho que puede
beneficiarse de la cobertura de las leges
permissivas, sin quedar revestido de justificación alguna (p. 61). En
definitiva, Pagden parece interpretar a Kant demasiado al pie de la letra
incluso cuando, siguiendo a Kleingeld, los argumentos se limitan más bien a
describir comportamientos extendidos en su tiempo, a pesar de revelarse
radicalmente antijurídicos desde su punto de vista. El análisis de Pagden de las
consideraciones de Kant sobre el colonialismo deposita pocas esperanzas en las
posibilidades de extraer de ellas enseñanzas de provecho para contextualizar y
combatir este modelo de explotación de los pueblos. Las circunstancias en las
que Kant reconoce que la ocupación de territorios extranjeros podría ser
legítima, ya sea por tratarse de tierras sin dueño —res nullius—, ya sea a través de un contrato no engañoso, resultan
a ojos de Pagden de difícil extensión a la actual ocupación del globo, además
de resultar francamente ingenuas. En esta línea, se pregunta (p. 37) por
ejemplo por el tipo de propiedad que los salvajes americanos podrían estar en
condiciones de vender a los compradores europeos, toda vez que los primeros
únicamente harían uso de las tierras que consideran suyas de manera
provisional, sin sanción pública. Es esta una cuestión profusamente discutida
en este volumen colectivo. La conclusión arrojada por Pagden, cuyo capítulo es
quizás el más dotado de una perspectiva histórica, localiza una suerte de double bind en el tratamiento kantiano
de las colonias fundadas por las potencias europeas, al considerar que
cualquier apoyo concedido a la rebelión de la población colonizada supondría
una amenaza para la estructura del Estado que ejerce las funciones de madre
patria, legítimo como forma jurídica. Como ocurre con los ciudadanos de un
soberano injusto, pero legítimo, Pagden declara que el único camino abierto en
coherencia con las tesis de Kant para la rebelión de los colonizados sería el
de la crítica y protesta pública permitidas por la libertad de pluma (p. 41),
situación que por otra parte puede seguir siendo asimismo un mero anhelo para
un número ingente de naciones. Se insiste, por tanto, en la debilidad de las
propuestas de Kant para reaccionar eficazmente ante la catástrofe de la
explotación colonial.
Frente a la lectura de Pagden, Pauline Kleingeld reivindica
que en el contexto de las consideraciones sobre el colonialismo se produce en
Kant un giro interpretativo tan llamativo como en el caso del cosmopolitismo,
un tema claramente conectado con el juicio sobre la ocupación y explotación de
otros pueblos. Kleingeld sitúa a mediados de los 90 el cambio de corazón
experimentado por Kant, que a partir de los años 70 no había tenido empacho en
recoger observaciones en sus cursos de geografía física y de antropología
acerca de la inferioridad de otros pueblos comparados con los europeos. La
confianza depositada en el ensayo Idea de una historia universal desde un punto
de vista cosmopolita a propósito de la extensión de la legislación de las
naciones europeas a todo el mundo, como consumación de un programa teleológico
de la propia naturaleza, se ve más tarde matizada radicalmente de la mano de lo
que podría considerarse una traducción en términos inmanentes de las conductas
mostradas por los distintos pueblos en su trato con otros. Kleingeld cita
pasajes de las Lecciones de Geografía
Física Doenhoff absolutamente deplorables acerca de la necesidad de que pa-íses
como la India se encuentren gobernados por naciones europeas o acerca del grado
de tolerancia del trabajo físico de la población oriunda de Gambia (pp. 46-47)
y sus consecuencias para la clasificación laboral de la población esclavizada.
Esta perspectiva no parece cambiar en Kant al menos hasta el curso de
Antropología impartido en 1791-1792. Entonces, la consideración de la
explotación de unos seres humanos a manos de otros, por mucho que la conducta
pueda ampararse en los recovecos retóricos de la extensión civilizatoria, se
define —como se aprecia expresamente en la Doctrina del derecho (RL, § 58, AA
06: 348)— como una «pérdida de dignidad» [Abwürdigung],
consumada por la reducción de un pueblo a colonia de otro. Kleingeld enfatiza
el hecho de que la condena kantiana del comercio de esclavos, que afecta
especialmente a la población negra de áfrica, no es algo que acontezca de la
noche a la mañana, sino que experimenta una progresión, no exenta de
ambigüedades, a partir de los años 90, promovida por la dedicación intensa a la
filosofía política y a la fundamentación del derecho. Acontecimientos como la
autoliberación de los esclavos de Santo Domingo y la consiguiente abolición de
la esclavitud (1791-1794) podrían haber dejado su huella en un autor atento a
la evolución de los acontecimientos políticos a través de la prensa. Los datos
aportados por Kleingeld fortalecen sin duda con argumentos convincentes su
hipótesis de una segunda época en la percepción kantiana del establecimiento de
colonias. Y ello a pesar de la réplica de R. Bernasconi a su sugerencia de la
presencia de un giro en el uso kantiano del concepto de raza, publicada en Reading Kant’s Geography (SUnY Press,
2011), un volumen que en muchos aspectos puede considerarse pendant de esta obra.
La contribución de Sankar Muthu introduce un punto de vista
en el volumen llamativamente original comparado con lo que ha venido siendo
línea dominante en los estudios kantianos, coincidiendo en más de un aspecto
con el estudio de Anna Stilz, que trataremos más adelante. La hipótesis de que
parte Muthu propone la extensión de la metáfora kantiana de la insociable
sociabilidad a la relación que mantienen las diferentes naciones entre sí,
desembocando en la conveniencia de incentivar a nivel global una estructura de
interacción que combine simultáneamente la tendencia, por un lado, a la
resistencia y, por otro, a la unión federal entre los diferentes pueblos. Muthu
pone de manifiesto pasajes de Kant a menudo eclipsados por la atención dedicada
a otras zonas de su obra. tal es el caso del respeto que Kant manifiesta hacia
la resistencia que pueblos de cazadores, nómadas por naturaleza, suelen mostrar
ante las propuestas por parte de poblaciones dedicadas al pastoreo o a la
agricultura cuando les conminan a cambiar su forma de vida —vd. RL, § 15, AA 06:
266—. En relación con la displicencia con que los pueblos cazadores defienden
la conservación de su régimen de existencia, Muthu propone un comentario
sumamente útil acerca de la expresión jurídica que Kant elige para referirse a
esta conducta, a saber, al afirmar que se trata de res merae facultatis (pp. 80-81), esto es, una conducta indiferente
desde el punto de vista moral. Con ello, parece reconocerse a todos los
pueblos, siempre que la convivencia con otros pueda evitarse, el derecho a
determinar su entrada en un estado civil, que en la doctrina jurídica de Kant
funciona como un auténtico imperativo. Muthu hace especial hincapié en la
simpatía de Kant hacia el mantenimiento de una pluralidad de formas de vida
sobre la tierra, consonante con su condena del desastre que para todas las
facultades y frutos de la existencia humana supondría la formación de una
monarquía extendida sobre toda la tierra. Esta lectura concluye que el derecho
cosmopolita kantiano sanciona la «saludable resistencia» (IaG, AA 08: 26) entre
los pueblos, ya presente en el escrito Idea de una historia…, al favorecer la
interacción y simultánea resistencia entre unos y otros, de manera semejante a
lo que ocurre en el ámbito social entre los diferentes ciudadanos, donde la
colaboración con vistas al bien común no es óbice para que cada cual busque por
los medios que le parezcan más apropiados incrementar su propia felicidad (p.
91).
En una línea muy cercana a la anterior, Anna Stilz se
detiene en la «presunción jurídica» (RL, § 9, AA 06: 257) que Kant parece
adscribir a los pueblos sin Estado, a los que por de pronto reconoce como
propietarios de sus respectivas tierras, aunque lo sean solo en un sentido
provisional, previo a la sanción del derecho público. tal reconocimiento, como
recalca convenientemente Stilz, impone restricciones efectivas a las tendencias
de conquista de esos territorios a manos de otras naciones, a pesar del
prontuario de buenas razones al que estas pudieran recurrir. Para empezar, la
propiedad, por precaria que sea jurídicamente, reconocida a los salvajes que
habitan y emplean sus tierras, determina las operaciones legítimas desde la
perspectiva de la justicia distributiva e impone deberes a otros sujetos. todo
ello, en ausencia de un Estado propiamente dicho, lo que no deja de generar
asombro entre los lectores más rigoristas de un Kant que se muestra mucho más
flexible de lo acostumbrado con sus propios principios, amén de buen conocedor
de las trampas de la explotación económica y política habitual en su época. La
provisionalidad de la propiedad del indígena debe sin duda ser conducida a una
situación mucho más deseable, en la que el derecho público dictamine cuál sea
la solución adecuada allí donde surjan discusiones y controversias. Pero en
nombre de ese paso, a saber, en nombre de la salida de un estado meramente
social para entrar en una unión civil, no se puede pisotear el derecho innato
de los pueblos. Estos deben decidir por ellos mismos su propio progreso hacia
la madurez institucional. No puedo sino estar de acuerdo con la declaración de
Stilz, según la cual «los derechos provisionales no están radicalmente
indeterminados» (p. 218), habida cuenta de que poseen un contenido moral y
contienen exigencias normativas válidas ya en el estado de naturaleza. Puede
extraerse de esta contribución que Kant preconiza ajustar la validez universal
in abstracto del imperativo de unión civil con arreglo a situaciones que pueden
perfectamente sugerir una suerte de moratoria en su cumplimiento, precisamente
para no generar aún más injusticias a nivel global a fuer de encomiar el fiat justitia. Hay suficientes
evidencias de que la preocupación de Kant por la suerte del mundo, lo que
incluye a los continentes más distantes de Europa, obliga a revisar su
acostumbrado posicionamiento del lado del pereat
mundus. El juicio que le merece la autonomía política de los pueblos sin
Estado confirma que su preferencia no cae de este lado de la balanza, pues
confía en las posibilidades jurídicas procedentes de una mutua adaptación entre
poblaciones dotadas de tradiciones culturales diversas. Nada en su pensamiento
a partir de los año ’90 permite sustentar la tesis de que el pueblo más
avanzado política y culturalmente deba dominar al presuntamente atrasado, bajo
la especie de que esa conducta se adopta por el bien del segundo y a mayor
gloria de la Providencia universal.
Las contribuciones de Lea Ypi y Liesbet Vanhaute se centran
con mayor énfasis en la concepción de las relaciones comerciales que Kant
defiende en su obra, especialmente en Hacia la paz perpetua. La primera propone
un análisis de largo alcance que subraya la existencia de una evolución a
partir de una visión del doux commerce
excesivamente ingenua y optimista, próxima a las lecturas de célebres
pensadores liberales —como Hume o Smith—, hasta una conciencia mucho más madura
acerca de la exigencia de someter el comercio a leyes jurídicas, de la misma
manera que cualquier otro fenómeno de la acción humana. No hacerlo comportaría
correr el riesgo de dejar en manos de un mecanismo que se presupone
auto-regulado la suerte de los seres humanos. De esta manera, Ypi resuelve que
el desarrollo del discurso kantiano acerca de la teleología y su ascendiente en
la evaluación del curso de la historia, conduce a nuestro autor a no poder «confiar
ya en un mecanismo espontáneo de coordinación sostenido por una narrativa
teleológica inherentemente benevolente acerca de cómo los seres humanos pueden
gobernarse colectivamente» (p. 124). Parece razonable, y algo más incluso, que
Kant tomara conciencia con los años acerca de la necesidad de imponer a las
leyes del comercio las del derecho, con el fin de limitar los perjuicios que la
codicia de unos pocos podría generar en la existencia de muchos. La información
y el conocimiento indirecto de las prácticas efectivas de las naciones
colonialistas no pudieron ser indiferentes a esta evolución. Con ello, Kant se
aleja cada vez más de la escuela escocesa y de su análisis de los sentimientos
morales para encontrar en autores como Hobbes y Rousseau intuiciones
provechosas para articular su propia teoría jurídica del Estado. La alusión a
la apuesta de Fichte por un Estado comercial cerrado como desarrollo
consecuente de las tesis reflejadas en Hacia la paz perpetua acerca del
comercio internacional merece ser tenida especialmente en cuenta, aunque daría
origen por sí sola a un desarrollo que supera con mucho los objetivos del
volumen.
Siguiendo una línea argumentativa bastante complementaria
con la anterior, Liesbet Vanhaute repara en la funcionalidad que Kant asigna al
trato comercial entre los pueblos, al que entiende como uno de los
acontecimientos que señalan el progreso de la historia humana. Vanhaute
selecciona y analiza textos de Kant en los que el comercio se presenta como una
suerte de escuela de paz para los individuos, toda vez que las transacciones
comerciales precisan de una cierta base jurídica para realizarse con éxito, a
pesar de que se trate de un derecho meramente provisional (p. 142). Por ello,
como leemos en Hacia la paz perpetua (AA 08: 364), la sal y el hierro son
responsables también de propiciar el establecimiento de relaciones pacíficas
entre los pueblos, al comprender éstos que se necesitan mutuamente para cubrir
sus respectivas necesidades. El enfoque del comercio adopta aquí fundamentalmente
un punto de vista pragmático, pues la aceptación de las normas jurídicas se
pone en conexión con la intención de alcanzar un nivel de confianza mutua
óptimo en la práctica comercial. Pero la causa empírica que conduzca a la
especie humana al derecho no importa demasiado a juicio de Kant. Una vez
asumida la coacción recíproca exigida por el derecho, la priorización de la
justicia en las relaciones intersubjetivas se convertirá forzosamente en el
objetivo buscado por las partes implicadas. A la luz de lo anterior, puede
afirmarse con cierta seguridad que, si bien el mercado no constituye por sí
mismo en Kant promesa alguna de razón jurídica, las condiciones de un comercio
provechoso para todas las partes implicadas sirve como signo de la paz venidera
entre los pueblos, fin final del derecho racional, a saber, expresa en términos
del interés individual el deber de respetar el derecho de los hombres.
Los ejercicios de lectura de Arthur Ripstein y Peter Niesen
abordan la crítica de Kant al colonialismo dentro de los límites de su teoría
jurídica. Ripstein señala que las objeciones jurídicas que Kant dirige a estas
prácticas deploran tanto el colonialismo puesto en marcha por la conquista,
como el concepto mismo de colonia y el gobierno de los pueblos colonizados, lo
que justificaría la atención dirigida a este autor para denunciar y
diagnosticar cabalmente la herencia plural del colonialismo. Las tres
direcciones presentan sendas vías para extender el mal sobre la tierra, bajo la
forma de la injusticia. En esta línea de trabajo se apunta a la sorprendente
naturalidad con que Kant reconoce en los denominados pueblos salvajes
—hotentotes, tungusis o indígenas americanos—, a los que considera ilegítimo
arrebatar sus tierras bajo engaño, una suerte de «condición jurídica» (p. 165)
en ausencia de una forma de Estado republicana, esto es, a pesar de contar con
un desarrollo institucional muy precario, absolutamente extraño a las
costumbres europeas. El análisis de algunos textos de Kant muy elocuentes acerca
de las reglas que han de regir el acercamiento de unos pueblos a otros, y en
clara contraposición al paternalismo manejado por mill en punto a este tema,
confirma a Ripstein que el colonialismo representa una conducta intolerable
para el primero, al infantilizar al pueblo colonizado y mantenerlo en una
minoría de edad intolerable. No habría excusa “jesuítica” capaz de cubrir como
un denso velo la injusticia desencadenada por el secuestro del derecho a un
pueblo a ejercer su propia agencia política.
La lectura de Peter Niesen procede en una línea semejante a
la de Ripstein, con la voluntad de delimitar el alcance reparador de situaciones
ilegítimas en sentido jurídico que se encontraría latente y replegado en el
derecho cosmopolita kantiano. La ambición hermenéutica es sin duda mayor que en
el resto de los ensayos, lo que hace de este trabajo el más expuesto en
términos de apego a la letra —y al espíritu— del texto de Kant. niesen parte de
la condena sin paliativos dirigida a quienes invaden y explotan a poblaciones
sin Estado, aprovechando su debilidad y falta de contacto previo con pueblos
“civilizados”, para extraer una serie de principios que regirían un derecho a
reparar los daños y agresiones realizadas a lo largo de la historia. La
supresión de la libertad de pueblos sin Estado cae de lleno, con arreglo a esta
lectura, en el ámbito de la injusticia perseguida por esta dimensión del
derecho internacional. Me parece especialmente oportuna la afirmación de Niesen
de que sería preferible que la reparación del daño y la restitución de la
libertad civil arrebatada se produjeran antes de que se hayan dado las
condiciones para conformar una liga pacífica de Estados a nivel global, porque
ello permitiría conceder a pueblos históricamente humillados un papel político
que se les ha negado hasta el presente (p. 194). Ahora bien, la pregunta
obligada sería si los artículos preliminares y definitivos de Hacia la paz
perpetua permiten extraer consecuencias tan atrevidas en el campo jurídico,
dominado siempre en Kant por la óptica del Estado-nación.
Finalmente, el trabajo de Martin Ajei y Katrin Flikschuh se
ocupa de señalar las ventajas que la fundamentación kantiana del derecho
cosmopolita posee frente al mainstream de los planteamientos actuales acerca de
la justicia global, en los que suele confundirse la asunción y transformación
de Kant por parte de John Rawls con los argumentos del primero. Siguiendo la
llamada de Kwasi Wiredu para proceder
a una «descolonización conceptual» (p. 228), los autores reivindican que el
lenguaje formal y jurídico elegido por Kant para regular las relaciones entre
los distintos pueblos de la tierra manifiesta un respeto por la diversidad de
costumbres y culturas del que adolecen muchos de los discursos actuales acerca de la extensión
de la justicia distributiva a escala global. En efecto, como ocurría con la
perspectiva sustancial adoptada por los defensores clásicos del colonialismo,
bajo el argumentario suministrado por el ius
gentium, no es infrecuente encontrar entre los adalides de la justicia
global apelaciones al deber de liberar, aun recurriendo a la fuerza, a otros
pueblos —véanse las propuestas de Applbaum o Waldron—, imponiéndoles modelos de
gobierno en absoluto conscientes de sus propias nociones de lo justo y de sus propias
tradiciones políticas. Posiciones como estas pueden combatirse de manera
indiscutible de la mano del planteamiento kantiano del derecho a visitar
cualquier lugar de la tierra, y así lo subrayan los autores de este último
capítulo. «Justificaciones de la violencia colonialista se apoyaron con
frecuencia en el lenguaje del servicio benevolente y del sacrificio» (p., 230),
afirman con contundencia Flikschuh y Ajei, denunciando la dimensión de
construcción ideológica del colonialismo. A diferencia de las concepciones
sustancialistas, propias del derecho tradicional a la hospitalidad, como
decíamos, y de las visiones ingenuas sobre el contacto de unos pueblos con
otros, el cosmopolitismo kantiano hace de la mera formalidad y de la
reciprocidad de las exigencias la clave para regular el trato de los seres
humanos más allá de la pertenencia a la misma nación o de la protección
jurídica de un mismo Estado. El carácter no coactivo del derecho cosmopolita,
acompañado de la posibilidad de que el huésped extranjero rechace la oferta de
comunicación, de comercio o de intercambio cultural del visitante, supone una
verdadera lección de pluralidad para más de un discurso actualmente asentado
acerca de cómo debe procederse para incentivar la justicia entre los pueblos.
Este último estudio del volumen comparte con Ripstein la
admiración por el respeto que Kant muestra hacia tradiciones políticas que no
son propiamente occidentales ni tienen a Occidente como modelo, como es el caso
de los indígenas norteamericanos en el siglo XVIII. A pesar de que ciertas
comunidades no hayan conocido aún la forma política del Estado-nación, los
visitantes europeos no deben servirse a juicio de Kant bajo ningún supuesto de
esta circunstancia para aprovecharse de su ignorancia con vistas a explotarlos,
sino que deben abordarlos teniendo en cuenta en todo momento reglas de juego
jurídicas. no se trata de un punto de vista en absoluto habitual para la época.
Flikschuh y Ajei sostienen que el marcado carácter comunicativo del derecho
cosmopolita en Kant le permite sortear dificultades ligadas a la falta de
conocimiento de la forma mentis de otros pueblos en las que discursos acerca de
la necesidad de inaugurar un nuevo Nómos de la Tierra han incurrido sin
reparos. Por ello, puede declararse sin ambages que la capacidad del
pensamiento jurídico y político de Kant para deshacer prejuicios ligados a la
conservación de una mentalidad colonialista y colonizada —las dos caras de la
misma moneda— promete deparar en los próximos años más de una sorpresa a
quienes pensaban que en el autor regiomontano todo estaba medido y delimitado.
La potencia crítica y la conciencia histórica del conjunto de estudios
ofrecidos por Flikschuh y Ypi es una contribución ejemplar al uso que deberá
hacerse de la obra de Kant en un futuro, sin traicionar sus principios ni
desdibujar sus argumentos con ayuda del liberalismo rawlsiano, pero sin perder
tampoco de vista intuiciones que abren caminos lamentablemente poco practicados
en líneas de investigación tan candentes como el diálogo intercultural y los
parámetros institucionales de la denominada «tercera ola» de la justicia global.
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