Pepe Gutiérrez-Álvarez
Aunque esta obra fue vendida por los ministerios de la verdad como una denuncia total del estalinismo en su apogeo y así fue presentada especialmente, en el mismo año 1984, en vísperas del derrumbe del “socialismo real”, lo cierto es que, como escribió Julio Cortázar, Orwell arremetió contra todo lo que no le gustaba de su mundo más próximo. El caso es que el tiempo ha venido a confirmar esta premisa, de ahí que la novela se haya convertido en los Estados Unidos en uno de los clásicos más vendidos, sobre todo en los últimos meses/1.
Recordemos que en los primeros tiempos de la segunda guerra mundial, Orwell veía que todavía existía la posibilidad y la necesidad de una alternativa socialista al final de la guerra, aunque sólo fuera en Inglaterra. Si bien se había comprometido en el combate, nunca dudó de que la contienda resultó una conflagración entre lo malo y lo peor. Las componendas que siguieron a la guerra confirmaron a Orwell en la idea de que para los vencedores ninguna razón superaba a la “raison d ’Etat”, y que esto significaba lo peor. La imposición del modelo soviético -para Orwell, un auténtico antimodelo- en los países del Este a la manera estalinista y, sobre todo, la nueva firma de la arrogancia norteamericana que había lanzado una bomba atómica sobre un pueblo “de color”, le convencieron de que el porvenir de la humanidad no podía ser más terrible.
Las derrotas sufridas por las revoluciones le llevaron a desconfiar de la posibilidad de una alternativa frente a los bloques, y sólo vio un mundo en el que los poderosos se imponían sobre sus “propias clases inferiores” y sobre los pueblos empobrecidos de las colonias. Los bloques eran distintos en sus bases sociales pero la situación les obligaba a utilizar medidas excepcionales. Previó un mundo dominado por un “equilibrio del terror” en el que no es difícil descubrir algo de lo que vino después: "El miedo inspirado por la bomba atómica y por otras armas futuras será tan grande que todo el mundo deberá vigilar para que no sean empleadas. Ésta me parece la peor de las posibilidades. Significaría la división del mundo entre dos o tres grandes Estados, incapaces de dominarse mutuamente e imposibles de transformar por revueltas internas. Según todas las probabilidades, tendrán una estructura jerárquica con una casta y una esclavitud peor que todo lo que el mundo ha conocido hasta ahora. En cada Estado, la psicología general requerida será mantenida por una ruptura completa con el mundo exterior, y por una guerra de ondas permanente contra los Estados rivales. Las civilizaciones de este tipo pueden mantenerse estáticas durante miles de años”.
En diferente medida, estas previsiones llenas de pesimismo y angustia iban cobrando cuerpo desde tiempo atrás, y no faltan entre los especialistas orwellianos quienes encuentran sus primeros rastros en el ambiente opresivo y jerárquico de St. Cyprien, donde comprendió que no podía ser él mismo, tal como era, sino alguien que debía esconder sus inclinaciones más naturales. Pero estas previsiones empezaron a hacerse realidad a su regreso de España donde la actuación de los liberales, de los socialdemócratas y, sobre todo, de los estalinistas, le llevó a creer que aunque el fascismo es el peor de los enemigos, sus opositores estaban asumiendo parte de sus tendencias totalitarias. Las primeras líneas que traslucen esta preocupación se encuentran ya en su novela Subir a por aire y en algunos de sus escritos pacifistas, anteriores a lo que podíamos llamar su giro patriótico-revolucionario.
Empero, su preocupación por el totalitarismo se intensificó al final de la guerra. En una carta escrita en 1943 decía que el desarrollo del totalitarismo y del culto al máximo jefe puede prolongarse a pesar de una victoria contra el Eje. Veía el síntoma de esa nueva enfermedad más allá del nazi-fascismo e incluso del estalinismo que lo habían llevado, de distinta manera y con diferentes contenidos, hasta sus últimas consecuencias. Orwell interioriza, con esa sensibilidad hacia los signos del auge totalitario -término que entendía en un sentido mucho más amplio que el puramente antiestalinista y, no digamos, anticomunista-, los problemas de su aislamiento político. Se encontraba solo frente a la clase dominante y contra los aparatos organizados de la clase obrera y tuvo que mantener un tremendo equilibrio.
Tampoco quiso estar con los que sostenían una lucha abierta en un doble frente, con las minorías revolucionarias. Su socialismo estaba ahora cubierto por la inquietud y la zozobra más intensas. En enero de 1946, aprovechando la oportunidad de comentar una serie de libros socialistas en un amplio artículo publicado en el Manchester Evening News, se preguntaba qué había ocurrido con la vieja idea de la “fraternidad humana”, que significaba entre otras cosas la abolición de “la guerra, el crimen, las enfermedades, la pobreza y el agotamiento laboral”, y que había sido abandonada en favor de una sociedad de castas de “un género nuevo en el cual debemos de abdicar de nuestros derechos individuales por la seguridad económica", o sea por un socialismo tal como él veía en la Rusia soviética y frente al cual no parecía contar con ninguna alternativa tras su fiasco con los laboristas. Los socialistas, decía, “no están obligados a pensar que se puede llegar a una sociedad humana perfecta”.
En la lucha entablada entre el maquiavelismo burgués, la burocracia estalinista y la utopía revolucionaria, él no tenía ninguna duda, era la utopía la que impulsa el progreso: "Si estudiamos la genealogía de las ideas que defienden escritores como Koestler y Silone, podemos ver que se remontan a utópicos como William Morris. El ‘paraíso terrestre’ nunca ha podido ser realizado pero la idea no parece haber perecido nunca, a pesar de la facilidad con que los hombres políticos de todos los colores la han podido destronar. De esto se sobrentiende que podemos hacer cualquier cosa con la naturaleza humana y que ésta es capaz de desarrollarse hasta el infinito. Esta fe ha sido la principal fuerza motriz del movimiento socialista”. Orwell sentía al mismo tiempo una gran desconfianza por las “minorías proféticas”, como se evidenciaba de sus continuos comentarios descalificatorios hacia los grupos trotskistas y anarquistas, y no asumía plenamente las posibilidades de una renovación del socialismo por el simple hecho de que contemplaba la realidad inmediata y el porvenir como situaciones bloqueadas por los aparatos, cuya única función es la de mantenerse en el poder por la mera atracción que ejerce éste. De ahí que, al contrario que un Jack London, uno de los grandes antecesores de 1984 con su obra El talón de hierro, Orwell no veía la luz al final del túnel. El pesimismo le jugó una mala pasada y el ferviente utópico escribió la más tremenda antiutopía de la historia.
De entre todos los referentes, el único que ha sido considerado como su antecedente directo es Zamiatin. Resulta evidente que entre ambos existen no pocas similitudes y está comprobado el entusiasmo de Orwell hacia Nosotros. Partiendo de este hecho, Deutscher llegó a decir que “la afirmación de que Orwell ha tomado de Zamiatin los principales elementos de 1984 no es la adivinación de un crítico con habilidad para rastrear influencias literarias” y afirmó que el ensayo de Orwell sobre Nosotros, escrito en 1946, era un “testimonio concluyente” de lo que decía. A pesar de toda esta vigilancia, los instintos humanos se encuentran presentes. Los rebeldes cultivan actividades tan “subversivas” como fumar y beber alcohol, y los detenidos son sometidos a una extraña combinación de curación y tortura en la que terminan siempre doblegándose. En opinión de Orwell la obra de Zamiatin comprende mucho mejor que la de Huxley, “el lado irracional del totalitarismo (el sacrificio humano, la crueldad como un fin en sí, el culto a un jefe al que se conceden atributos divinos)...” En Zamiatin hay una razón poderosa que no es la explotación económica, sino “el hambre de poder, sadismo y dureza” de la casta dirigente. El esquema se aproximaba al de Orwell, que explicó así los propósitos de la dictadura: "El partido quiere el poder simplemente por el poder... el poder no es un medio, es un fin. No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer la dictadura. El objeto de la persecución…El objeto del poder es el poder... ". Si nos atenemos al biógrafo de Orwell, Bernard Crick, el conocimiento por parte de éste de la obra de Zamiatin no modificó sustancialmente una elaboración que venía de más atrás y se remite a Andrés Nin, su compañero del POUM, que fue junto con Trotsky el modelo para el adversario número uno del Gran Hermano.
1984 es la visión que ofreció Orwell sobre el futuro inmediato que espera a la humanidad, visión que deja entrever una "desesperación ilimitada" (Deutscher). El escenario es una Gran Bretaña dominada por un sistema de “colectivismo burocrático” y en la que se pueden encontrar grandes huellas de la URSS de Stalin, pero también de la Inglaterra de su tiempo y de Estados Unidos. Se trata de una dantesca representación de todo lo que a Orwell le disgustaba de la sociedad moderna en la que un hombre e, convertida en una parte de Oceanía como él describe, nos encontramos con paisajes conocidos: la oscura y triste monotonía de los suburbios obreros, la “mugrienta, tiznada y hedionda” fealdad de un medio ambiente en putrefacción ecológica, el racionamiento de la comida y los controles gubernativos que fueron carta común durante la guerra, la basura de la prensa “que apenas contiene otra cosa que deportes, crímenes, astrología, sensacionales noveluchas baratas, películas encenagadas de sexo”, etc. El Ministerio de la Verdad se dedica a divulgar los partes de guerra en los que nunca se puede saber sí se trata de la verdad o de la mentira y, por lo demás, se insiste constantemente en que nunca pasa nada y en que la normalidad está garantizada. Las calles están plenas de fotos del Gran Hermano con una nota en la que se dice que éste vigila, señalando su omnipresencia. La vigilancia está garantizada por una Policía del Pensamiento que lo controla todo. No existe la historia fuera de la versión oficial que indudablemente está preparada. Se habla una “neolengua” y se utilizan palabras como “neodecir”, “viejodecir”, “mutabilidad del pasado” ”criminopensar”, “doblepensar”, etc., con las que el Poder adecua la verdad a sus exigencias irracionales. Periódicamente tiene lugar una Semana del Odio en la que los ciudadanos están obligados a repudiar a los enemigos exteriores como a los interiores representados por Goldstein y la Hermandad, a los que se les atribuye maldades sin fin; esta Semana sirve al mismo tiempo para reafirmar la fe en el sistema y en su personificación, el Gran Hermano.
En estas condiciones la vida resulta cada vez más sórdida, más sucia, las casas son cada vez menos habitables y están llenas de gente sin intimidad ni vida propia posible. Los ciudadanos se vigilan mutuamente y son los jóvenes, las mujeres y los niños los más fanáticos de todos. El protagonista, como el resto de la gente que conoce, carece de capacidad para mirar hacia el pasado y de controlar mínimamente el presente; simplemente tiene que creer lo que le dicen so pena de convertirse en un disidente. El partido tiene todo el poder y repite insistentemente tres consignas: “La guerra es la paz”, “La libertad es esclavitud” y “La ignorancia es fuerza”. El gobierno se concentra en cuatro ministerios: el Ministerio de la Verdad, que se encarga de la propaganda y de la creación de un nuevo lenguaje; Nuevodecir, que impedirá cualquier forma de divergencia ideológica, por mínima que sea; el Ministerio del Amor, del que depende la Policía del Pensamiento, que mantiene la ley y el orden y vigila noche y día a la gente; el Ministerio de la Abundancia que es el que regula el racionamiento y procura que las necesidades más elementales no falten y, finalmente, el Ministerio de la Guerra. En los ministerios trabajan unos “funcionarios escarabajos”, los intelectuales, que son los más vigilados.
Entre estos funcionarios se encuentra Winston Smith, que trabaja en el Ministerio de la Verdad. En su progresiva y difícil toma de conciencia, Winston frecuenta los prostíbulos y suburbios donde viven hacinados los “proles”. El partido pretendía haber “liberado” a éstos en una revolución cuya historia real el protagonista intenta vanamente reconstruir. Sin embargo, el partido no se atreve a hacer acto de presencia en estos lugares donde el alcohol, la lotería, la subcultura y el miedo mantienen subyugada a la población. Por su parte Winston intuye que los “proles” son humanos y que representan la parte menos enajenada del sistema. Por ello escribe en su diario oculto notas como éstas: "Si hay alguna esperanza está en los proles. Hasta que no tengan conciencia de su fuerza no se rebelarán, y hasta después de haberse rebelado, no serán conscientes. Éste es el problema”.
Creen descubrir que un compañero de departamento llamado O’Brien es otro revolucionario y confían en él. Quieren que les facilite “el Libro” de Goldstein y un contacto con la oposición clandestina. Consiguen el libro que se llama Teoría y práctica del colectivismo oligárquico, en donde se explica cómo se había desarrollado la revolución, cómo fue traicionada y subyugada por una casta minoritaria, y las razones de cómo se mantienen en el poder. Winston llega a comprender el cómo, pero nunca el porqué de todo el entramado del “colectivismo oligárquico”. Finalmente, resulta que O’Brien es un miembro del Partido Interior, y ambos son detenidos y torturados psicológica y físicamente; Winston confiesa todo lo que hay que confesar, pero es todavía insuficiente. O’Brien le descubre que el porqué es simple y llanamente el Poder por el Poder: “Somos los sacerdotes del poder -dijo O’Brien-. El poder es Dios”.
En esta ocasión, Orwell no tuvo ninguna clase de problemas para la edición, más bien al contrario. El libro se publicó en junio de 1949, en Londres y Nueva York, ocho meses antes de su muerte durante los cuales trató vanamente de establecer su justo significado. No tardó en conseguir una popularidad excepcional, como quizá no la haya tenido nunca ninguna novela política. En este éxito concurrieron factores extraliterarios tan importantes como la “guerra fría». Tal como ocurrió con Rebelión en la granja, 1984 se interpretó unilateralmente como una fábula antirrusa y anticomunista, provocando un miedo irracional absurdo y animando con ellos las posiciones derechistas más sectarias y brutales.
Por más que la opinión de los intelectuales más sensatos dijera lo contrario, por más que el propio Orwell tratara de dejar clara su posición, por más que resultara patente en la novela que el mundo que se describe tiene una combinación de factores tanto del “mundo libre»” como del “campo socialista”, por más que el ellos se refiera a los nazis y a los estalinistas, y también a Churchill ya Roosevelt, por más que utilice imágenes que ilustran la opresión de los países coloniales o semicoloniales, un auténtico Ministerio de la Verdad y una auténtica prensa-basura se encargaron de torcer su contenido hacia las posiciones más repugnantes de uno de los bloques.
Tampoco pretendía ofrecer una teorización, quería transmitir un estado de ánimo. Orwell no pudo especificar sus inquietudes porque para ello habría escrito una obra de tesis y no una novela. Pero las tergiversaciones llegaron a tal extremo que se vio obligado a intervenir, y en una amplia nota de prensa, avanzó algunos detalles de cómo entendía su obra: "Ciertos críticos de 1984 han sugerido que la opinión del autor es que cualquier cosa como la que describe, o algo parecido, llegará en los cuarenta próximos años al mundo occidental. Eso no es exacto. Creo, sin olvidar que el libro es después de todo una parodia, que alguna cosa como 1984 podría llegar. Ésta es la dirección que toma el mundo actualmente, y la tendencia está profundamente anclada en las bases económicas, sociales y políticas de la situación actual….Particularmente, el peligro descansa en las estructuras impuestas a las comunidades socialistas y capitalistas liberales por la necesidad de preparar una guerra general contra la URSS con los nuevos armamentos, entre los que la bomba atómica es evidentemente la más potente y la más conocida.
George Orwell estima que sí las sociedades que describe en 1984 llegaran a existir, habría varios super-Estados. Esto está perfectamente explicado en los capítulos de la novela. También es abordado, desde un ángulo distinto, por James Burham en The Managerial Revolution. Estos super-Estados se opondrían mutuamente o (una idea de la novela) pretenderían aparecer opuestos aunque no lo estarían en la realidad. Dos de esos super-Estados serían evidentemente el mundo angloamericano y Eurasia. Si esos dos grandes bloques llegan a definirse enemigos mortales, está claro que los angloamericanos no tomarían el nombre de sus oponentes y no se presentarían en la escena de la historia tanto que comunistas. En consecuencia, tendrían que encontrar un nuevo nombre para ellos mismos. El nombre sugerido por 1984 está bien claro, Angsoc, pero en la práctica hay más para elegir. En Estados Unidos, la expresión “americanista” o “cien por cien americano” conviene, y el adjetivo calificativo es lo suficiente totalitario como para mantenerse. Un punto de vista que raramente ha sido registrado por los intelectuales orgánicos, pero que ha cobrado veracidad con el paso del tiempo. Está claro que el caso Trump invita a reflexionar sobre 1984.
Nota1/ Un portavoz de la editorial Signet Classics, que publica actualmente 1984, señaló a la radio pública NPR que desde la toma de posesión del 45º presidente de EE UU, "las ventas se habían incrementado un 10.000%". Hoy, jueves, todavía ocupaba el puesto número 1 en la lista de best-sellers de amazon.com (con más de 4.000 comentarios) y se encontraba en el número 16 en la lista de más vendidos en amazon.es. ver: El País.es; ndr
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