György Lukács |
Gáspár Miklós Tamás
Antes
de 1914, las obras tempranas de Lukács fueron recibidas con gran antipatía por
el mundillo literario húngaro; las consideraban “demasiado alemanas”, es decir,
excesivamente filosóficas, no suficientemente impresionistas y positivistas.
Esto no fue más que el comienzo, por supuesto; a partir de entonces, Lukács
sería atacado sin cesar desde la derecha, durante toda su vida. Lukács tampoco
recibió una acogida mucho mejor en círculos de izquierda. Cuando se publicó su
libro más importante, Historia y conciencia de clase (1923), fue atacado con
fiereza tanto por la Segunda como por la Tercera Internacional. El libro no
volvió a publicarse hasta la década de 1960. A Lukács le dieron un ultimátum:
si quería seguir siendo miembro del Partido, tenía que repudiar el libro y
someterse a autocrítica, que es lo que finalmente hizo.
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En la
Unión Soviética fue duramente criticado en la década de 1930. Poco después de
trasladarse de Viena a Moscú, Lukács fue deportado a Tashkent y reducido al
silencio. Sin embargo, en 1945 el Partido lo necesitaba –o mejor dicho, su
fama– en Hungría. Aceptó volver allí a regañadientes; Alemania Oriental también
era una posibilidad. Una vez establecida y consolidada la dictadura en Hungría
en 1947-1948, el “debate en torno a Lukács” se relanzó con toda crudeza: lo
tacharon de “desviacionista”, de “burgués”, dijeron que era un hombre que no
estimaba el “realismo socialista” soviético (dicha sea la verdad: era
efectivamente todo eso). De nuevo lo condenaron al silencio, le prohibieron
enseñar o publicar en húngaro, aunque parte de su obra pudo cruzar la frontera
clandestinamente para ser publicada en Alemania Occidental.
En
1956, Lukács participó en el gobierno revolucionario de Imre Nagy. Por eso fue
detenido por los soldados soviéticos y deportado temporalmente a Rumanía.
Cuando lo repatriaron, fue expulsado del Partido, proscrito y jubilado
forzosamente. De nuevo tuvo que sacar sus textos clandestinamente al
extranjero, esta vez a Alemania Occidental, donde la editorial Luchterhand
comenzó a publicar sus obras completas (un proyecto retomado por la editorial
Aisthesis en 2009). De nuevo se lanzó una campaña de injurias contra él en
Hungría y la RDA; ahora lo calificaban de “revisionista” y, posiblemente, de
“contrarrevolucionario”. Se dedicaron tomos enteros a justificar estas
acusaciones, que incluso se tradujeron a varias lenguas.
En
1968, Lukács manifestó su simpatía con las reformas y protestas en
Chechoslovaquia, así como con los movimientos juveniles de Occidente. Protestó
contra la ocupación soviética de Praga, que le granjeó una nueva excomunión.
Más tarde, sin embargo, volvió a ser admitido calladamente en el Partido y, con
el inicio de las reformas en Hungría, hasta cierto punto rehabilitado. Sin
embargo, esto último llegó demasiado tarde: murió en 1971. De manera absurda,
los problemas políticos de Lukács no terminaron ni siquiera después de su
muerte. En 1973, sus discípulos fueron condenados por el grupo ideológico del
Comité Central y proscritos; perdieron su empleo y ya no les dejaron publicar.
Y
ahora, en la Hungría de hoy, declaran a Lukács, a título póstumo, “enemigo del
pueblo” por haber sido un dirigente comunista, un mimado del Partido, un
propagandista al servicio del régimen de Kádár, el mismo régimen que quiso
callarle y casi lo consiguió. Se pasa por alto, convenientemente, que participó
en el gobierno revolucionario de 1956, celebrado oficialmente por los
conservadores anticomunistas. Claro que Lukács fue, en efecto, un comunista, y
en 1956 tuvo lugar una auténtica revolución socialista, en la que él participó.
Sin
embargo, la revolución más importante de su vida ocurrió mucho antes, en 1917.
Antes de la revolución bolchevique, Lukács era un conservador pesimista. Al
igual que tantos escritores alemanes y austriacos de su época, odiaba a la
burguesía desde a derecha. En 1917, sin embargo, superó todas sus reservas y
reticencias y perdió todo respeto por las convenciones. Para él, como para
muchos de su generación, la revolución trajo la salvación: salvó sus almas al
proclamar el fin de la explotación, de la división en clases, de la distinción
entre el trabajo intelectual y el manual, de la legislación punitiva, de la
propiedad, la familia, las iglesias, las cárceles. En otras palabras, prometía
el fin del Estado.
La
revolución supuso también el final de la utopía. “La lucha de clases del proletariado”, escribió Lukács en 1919 (el
año de la revolución comunista en Hungría), “es el objetivo mismo y al mismo tiempo su realización”. La fuerza
motriz de la sociedad humana, por tanto, es la historia, no la utopía, porque
los fines de la revolución proletaria no están fuera del mundo, sino dentro del
mismo. Sería necio negar el sustrato religioso de esta visión de la historia,
que resonaría de nuevo en algunos de los pronunciamientos subsiguientes de
Lukács. Por ejemplo, a pesar de todos sus desengaños, insistió en seguir siendo
miembro del Partido, pues extra Ecclesiam
nulla salus, no hay salvación fuera de la Iglesia. Era su conciencia (por
utilizar otro término religioso), y la de otros comunistas, la que pertenecía
al Partido, no la política o la ideología de quienes eran los dirigentes en un
momento dado.
En
uno de sus escritos más importantes, El
joven Hegel (publicado por primera vez en 1948), Lukács cuenta la historia
de un gran pensador que llamó a la revuelta contra la positividad, es decir,
contra una cristiandad eclesiástica que consideraba la religión como una mera
tradición y una valiosa red de instituciones, que prefería las catedrales a los
evangelios, un pensador que después, irónicamente, se convirtió en el máximo
defensor del orden tradicional, de la positividad, a fin de salvar algunos
logros de la Revolución francesa frente al romanticismo reaccionario y al
fanatismo. Creo que esta historia es la autobiografía intelectual del propio
Lukács por figura interpuesta. Entre líneas, admite la derrota.
Los
públicos occidentales solo conocen el anticomunismo liberal, del tipo que
crearon antifascistas emigrados como Karl Popper, Hannah Arendt y Michael
Polanyi, al igual que figuras que habían sido de extrema izquierda como George
Orwell, Ignazio Silone y Arthur Koestler. Después de 1968, este tipo de
anticomunismo fue retomado por disidentes y grupos clandestinos de derechos
humanos de Europa Central y Oriental y de Rusia. Sin embargo, en Occidente se
sabe bien poco del anticomunismo del tipo “guardia blanca”, que prevaleció en
el continente europeo en el periodo de entreguerras, y que ahora ha renacido
triunfante en la Europa Central y Oriental contemporánea, incluida Hungría.
Este suele ver en el socialismo y el comunismo la revuelta del Untermensch, de los miembros biológica y
espiritualmente inferiores de la sociedad. Para estos anticomunistas, el
comunismo no comporta demasiado poca libertad, sino un exceso de la misma, y la
idea de la igualdad es un pecado contra
natura.
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Son
los mismos que consideran que “cristiano” significa “gentil” y que el sufragio
universal implica el dominio del populacho, del mismo modo que “constitución” y
“Estado de derecho” significan pérdida de coraje. Esta gente cree en el látigo
y en el palo, en poner a las mujeres en su sitio y en echar a los homosexuales
a patadas escalera abajo. Creen en hacer negocios con el moreno levantino y
esquilmarle. Y al margen de lo que pensemos sobre la colocación de efigies de
pensadores controvertidos para las palomas en los parques, una cosa debemos
entenderla: son estos anticomunistas lo que destruirán la estatua de Lukács.
Dispersarán el contenido de los Archivos de Lukács (que son propiedad de la
Academia de Ciencias de Hungría, que los administra y que es demasiado temerosa
para hacer nada al respecto) en varios rincones polvorientos de Budapest.
Además,
Lukács era judío. El régimen no declara abiertamente su antisemitismo, pero su
campaña forma parte de una dinámica general antijudía. La presencia de Lukács
como destacado testigo y filósofo de algunas de las mayores revoluciones de la
humanidad moderna no puede ser tolerada por un régimen como el de Viktor Orbán.
Simplemente no puede. Su “Sistema de Cooperación Nacional” rinde culto al
fútbol y al aguardiente.
Gáspár Miklós Tamás es
un filósofo marxista e intelectual público húngaro. Actualmente es profesor invitado
del Institut für die Wissenschaften vom Menschen (Instituto de Antropología) de
Viena.
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