Charles Baudelaire ✆ Cristian Leaño |
En el siglo dieciocho, en algunos sitios de Europa a veces
se contrataba a un ermitaño y se lo instalaba por una tarde en un bosque
privado, para deleitar o aterrorizar a los invitados que lo encontraran “de
casualidad” durante un paseo. Un siglo más tarde, apareció un poeta francés que
cumpliría una función similar para los curiosos y críticos que se le fueron
acercando. Con Charles Baudelaire, cuenta su lector Walter Benjamin, un poeta
“anuncia por primera vez que pretende tener un valor de exposición. Baudelaire
fue su propio impresario. De ahí su mitomanía... Ante el magro éxito que tenía
su obra, terminó por ponerse a sí mismo a la venta”. Así, este portador de
reticencia y procacidad se erigió en pionero de una táctica que el mundo
literario iría refinando hasta embanderarla como recurso prioritario.
Una actualización de
lecturas
Una vieja verdad dice que cada lector actualiza la página
que lee. Benjamin lo hizo cincuenta años después de la muerte de Baudelaire, y
el lector de hoy puede actualizar a estos dos expertos en abdicaciones,
tomarles las impresiones digitales a años luz de sus vidas a la deriva. Cada
lector viene a contradecir lo que Benjamin cita de Goethe: “Todo lo que ha
tenido una gran influencia ya no puede ser realmente juzgado”. O a responder a
otra pregunta: ¿qué se hace con el fantasma de una casa demolida? No hay que
desplegar demasiado esfuerzo para traerlo a Baudelaire a nuestros días. En los
diarios íntimos que redactó en Bruselas, leemos: “Dios es el único ser que no
necesita existir para gobernar”. Con Baudelaire nos encontramos en terreno
minado, sembrado de líneas que parecen escritas por encargo para el presente:
“Los cambios payasescos y los desórdenes de una república sudamericana (...)
Las naciones producen grandes hombres a pesar de sí mismas”.