Biblioteca libre ✆ François Schuiten |
A Mijail Osorguin le encantaban los futuristas rusos porque
creía que hablaban metafóricamente cuando decían que había que destruir todo lo
viejo. El también estaba en contra del zar y de la censura, incluso había
padecido unos años de exilio en Florencia y Venecia pero, como todos los rusos,
no soportó mucho viviendo lejos de su patria y volvió. Osorguin fue el que
llevó a su país los Manifiestos Futuristas del italiano Marinetti, los tradujo
y los puso a circular y fue testigo privilegiado del famoso cisma cuando el
padre del futurismo llegó triunfal a Moscú en 1914 y los futuristas rusos se le
aparecieron con las narices pintadas de amarillo para decirle en la cara que
era un pelmazo, que atrasaba sin remedio, que la verdadera vanguardia del arte
eran ellos. Osorguin sintió un escalofrío de orgullo ante aquellos jóvenes
revoltosos: él también creía que la creatividad liberada asomaría en las
paredes callejeras y en las plazas y en los techos de los vehículos e incluso
en el aire de las ciudades, pero seguía creyendo que la destrucción de todo lo
viejo era una metáfora. Cuando tres años después los bolcheviques tomaron el
poder y suprimieron toda censura en libros y revistas, sintió vahídos:
descubrió que no sabía escribir sin enmascarar en filigranas lo que quería
decir, descubrió que la realidad iba más rápido que él y que no era el único al
que le pasaba.