“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

18/3/12

Luis Britto García ha entablado un diálogo infinito

Palabras como Escritor Homenajeado de la FILVEN 2012

Especial para La Página 
En uno de mis relatos aparece de manera intermitente un personaje, El Escritor Fascinado por la Palabra Palabra, quien bajo una luz precaria escribe en forma incesante la palabra Palabra. Como toda la novela, o quizá el mundo, él no es más que una palabra.

 En el Principio era el Verbo, dice la Escritura. El universo es una frase cuyas letras son unas cuantas partículas subatómicas y cuyas palabras apenas un centenar de elementos.

 Según la última moda en Física, una agitación que no obedece a otra ley que el Azar descompone y recompone esa frase en infinitas variantes.

 La trabazón de nuestro cuerpo está regida por el ácido desoxirribonucleico, y la mutación de su código de cuatro letras genera todas las variedades posibles de la vida.

La sociedad humana está constituida por la palabra. No hay animal social sin lenguaje.

 La abeja dice la dirección y el sabor de las flores con el discurso geométrico de sus danzas.

La hormiga rige con olores  los complejos movimientos colectivos de sus sociedades infinitas.

 Los perros viven en un mundo olfativo y Olaf Stapledon concibió que para un can inteligente Dios sería un aroma.

El lenguaje, como los seres vivientes, evoluciona gracias a esos errores de copia que los biólogos llaman mutaciones. Las fallas de replicación del código genético de algunos antropoides produjeron a los humanos así como los defectos de copia del latín generaron las lenguas romances.

Según los matemáticos, la tasa de error en las copias tiende a ser un número constante, de modo que gracias a la pertinacia en la Babel de la equivocación seguiremos teniendo la diversidad infinita de especies, de seres, de lenguajes.

Acaso el único lenguaje que pretende escapar del error y de la variación sea el de la matemática, con cuyo alfabeto se escribe el universo, y que sin embargo no escapa a la condena de crecer o corregirse con cada nueva generación, de no resolver la duda sobre su capacidad de expresar el mundo o  sobre su posibilidad de entenderse a si mismo con métodos que excluyan la intuición y la  contradicción.

Postuló un matemático que un mono que golpeara al azar las teclas de una máquina de escribir terminaría dactilografiando sin un solo error las obras  completas de Shakespeare siempre y cuando le fuera otorgada una vida infinita.

Escritores y civilizaciones a lo largo de nuestra continuidad en las generaciones y en el tiempo somos el torpe intento de conceder la eternidad al golpeteo obsesivo en la maquinaria del idioma.

El Ser según los filósofos es  la hilación de las palabras, es el lenguaje, la voz interior. Dentro de cada uno de nosotros hay un narrador que de la primera a la última palabra se narra a sí mismo.

La compleja trama de las sociedades y las civilizaciones es el diálogo que entre estos soliloquios se traba.

La palabra constituye la humanidad. Inventar lenguajes es construir sociedades.

Todo lo que conocemos y lo que no llegaremos a conocer es un complejo lenguaje.

La palabra, efímera y volátil como el viento, edifica la eternidad.

Un río de semilla y otro de palabras nos encadena al primer ser humano y desde ya nos vincula con el último.

La escritura, palabra cristalizada, es un proyecto más complejo que une a la totalidad de los hombres no sólo en el espacio sino también en el tiempo. Por obra y gracia del grafismo escuchamos al primer hombre que sobre la piedra trazó un signo, así como  quizá  nuestros signos serán interpretados por los últimos humanos. En la palabra está latente y quizá inevitable una internacional de los seres conscientes de todos los países y de todos los tiempos, cuyo objeto será fecundarse infinitamente en el polen de la diversidad.

Pero esa utopía, como el Reino de la Libertad, no se dará sin batalla. Así como la sociedad constituye a la palabra, ésta se hace a semejanza de ella. La palabra que crea vínculos puede remachar cadenas.

Sociedades estratificadas generan lenguajes escalonados. En ellas creen los lingüistas distinguir entre un código elaborado mediante el cual mandan las castas o clases dominantes y otro código sencillo o no elaborado gracias al cual los dominados obedecen.

Civilizaciones y países se definen por la frecuencia estadística con la cual dentro de sus sistemas lingüísticos se reiteran ciertas palabras. Un índice de frecuencia de palabras es la cuantificación de los valores de una sociedad.

La asociación entre estas palabras frecuentes es la trama que mantiene al sistema, constituyendo una especie de aura lingüística alrededor de cada una de ellas, de vocablos cómplices que  instauran el lugar común y las cadenas de la dominación mediante la redundancia.

Por el contrario, las asociaciones de palabras o ideas que van más allá del perímetro seguro del aura lingüística son leídas por el orden como esquizofrenia, rebelión o poesía.

Si la palabra es el yo, el idioma es la civilización.

En una sociedad estratificada, como la japonesa, hay cien maneras de decir Yo, según el rango, el parentesco, la edad del enunciante.

En muchas gramáticas sexistas se miente que el género femenino está incluido en el masculino, y por eso constituciones y leyes sólo hablan del hombre, el ciudadano, el Presidente, el ministro y el diputado como si los oficios del poder estuvieran reservados al varón.

Así como el más elemental y preciso de los lenguajes matemáticos, el binario, comprende sólo el cero y el uno, la señal y la ausencia de señal, el idioma que es nuestro universo nace de la afirmación y la negación.

Mediante el Sí tendemos las vías, los puentes, los saludos, las comuniones, los abrazos.

Mediante el No erigimos murallas,  cárceles, patíbulos, adioses.

 El caricaturista Winsor MCay soñó hacia 1910 un mundo en el cual un solo capitalista era propietario de todo un planeta y para hablar sus súbditos tenían que comprarle el aire y las palabras.

El antiutopista George Orwell soñó en 1948 una tiranía sin límites basada en un infinito empobrecimiento del lenguaje.

Utopías y pesadillas tienden a realizarse, y contra los ominosos destinos que anuncian sólo vale una revolución que haga a las palabras tan gratuitas como el aire y tan infinitas como el pensamiento.

Lenguaje y humanidad se revolucionan mutua e ilimitadamente.

Una Feria Internacional del Libro es el domingo del alma, el anuncio de un lenguaje del Sí que haga habitable la inconmensurable fortaleza del lenguaje.

Homenajear a un escritor porque escribe es como homenajear a un corazón porque late. Lo hacen porque viven, pero viven porque alguien amó, ama, amará hasta la consumación de los tiempos.