Especial para La Página |
En uno de mis relatos aparece de manera intermitente un
personaje, El Escritor Fascinado por la Palabra Palabra, quien bajo una luz
precaria escribe en forma incesante la palabra Palabra. Como toda la novela, o
quizá el mundo, él no es más que una palabra.
En el Principio era
el Verbo, dice la Escritura. El universo es una frase cuyas letras son unas
cuantas partículas subatómicas y cuyas palabras apenas un centenar de
elementos.
Según la última moda
en Física, una agitación que no obedece a otra ley que el Azar descompone y
recompone esa frase en infinitas variantes.
La trabazón de
nuestro cuerpo está regida por el ácido desoxirribonucleico, y la mutación de
su código de cuatro letras genera todas las variedades posibles de la vida.
La sociedad humana está constituida por la palabra. No hay
animal social sin lenguaje.
La abeja dice la
dirección y el sabor de las flores con el discurso geométrico de sus danzas.
La hormiga rige con olores
los complejos movimientos colectivos de sus sociedades infinitas.
Los perros viven en
un mundo olfativo y Olaf Stapledon concibió que para un can inteligente Dios
sería un aroma.
El lenguaje, como los seres vivientes, evoluciona gracias a
esos errores de copia que los biólogos llaman mutaciones. Las fallas de
replicación del código genético de algunos antropoides produjeron a los humanos
así como los defectos de copia del latín generaron las lenguas romances.
Según los matemáticos, la tasa de error en las copias tiende
a ser un número constante, de modo que gracias a la pertinacia en la Babel de
la equivocación seguiremos teniendo la diversidad infinita de especies, de
seres, de lenguajes.
Acaso el único lenguaje que pretende escapar del error y de
la variación sea el de la matemática, con cuyo alfabeto se escribe el universo,
y que sin embargo no escapa a la condena de crecer o corregirse con cada nueva
generación, de no resolver la duda sobre su capacidad de expresar el mundo
o sobre su posibilidad de entenderse a
si mismo con métodos que excluyan la intuición y la contradicción.
Postuló un matemático que un mono que golpeara al azar las
teclas de una máquina de escribir terminaría dactilografiando sin un solo error
las obras completas de Shakespeare
siempre y cuando le fuera otorgada una vida infinita.
Escritores y civilizaciones a lo largo de nuestra
continuidad en las generaciones y en el tiempo somos el torpe intento de
conceder la eternidad al golpeteo obsesivo en la maquinaria del idioma.
El Ser según los filósofos es la hilación de las palabras, es el lenguaje,
la voz interior. Dentro de cada uno de nosotros hay un narrador que de la
primera a la última palabra se narra a sí mismo.
La compleja trama de las sociedades y las civilizaciones es
el diálogo que entre estos soliloquios se traba.
La palabra constituye la humanidad. Inventar lenguajes es
construir sociedades.
Todo lo que conocemos y lo que no llegaremos a conocer es un
complejo lenguaje.
La palabra, efímera y volátil como el viento, edifica la
eternidad.
Un río de semilla y otro de palabras nos encadena al primer
ser humano y desde ya nos vincula con el último.
La escritura, palabra cristalizada, es un proyecto más
complejo que une a la totalidad de los hombres no sólo en el espacio sino
también en el tiempo. Por obra y gracia del grafismo escuchamos al primer
hombre que sobre la piedra trazó un signo, así como quizá
nuestros signos serán interpretados por los últimos humanos. En la
palabra está latente y quizá inevitable una internacional de los seres
conscientes de todos los países y de todos los tiempos, cuyo objeto será
fecundarse infinitamente en el polen de la diversidad.
Pero esa utopía, como el Reino de la Libertad, no se dará
sin batalla. Así como la sociedad constituye a la palabra, ésta se hace a
semejanza de ella. La palabra que crea vínculos puede remachar cadenas.
Sociedades estratificadas generan lenguajes escalonados. En
ellas creen los lingüistas distinguir entre un código elaborado mediante el
cual mandan las castas o clases dominantes y otro código sencillo o no
elaborado gracias al cual los dominados obedecen.
Civilizaciones y países se definen por la frecuencia
estadística con la cual dentro de sus sistemas lingüísticos se reiteran ciertas
palabras. Un índice de frecuencia de palabras es la cuantificación de los
valores de una sociedad.
La asociación entre estas palabras frecuentes es la trama
que mantiene al sistema, constituyendo una especie de aura lingüística
alrededor de cada una de ellas, de vocablos cómplices que instauran el lugar común y las cadenas de la
dominación mediante la redundancia.
Por el contrario, las asociaciones de palabras o ideas que
van más allá del perímetro seguro del aura lingüística son leídas por el orden
como esquizofrenia, rebelión o poesía.
Si la palabra es el yo, el idioma es la civilización.
En una sociedad estratificada, como la japonesa, hay cien
maneras de decir Yo, según el rango, el parentesco, la edad del enunciante.
En muchas gramáticas sexistas se miente que el género
femenino está incluido en el masculino, y por eso constituciones y leyes sólo
hablan del hombre, el ciudadano, el Presidente, el ministro y el diputado como
si los oficios del poder estuvieran reservados al varón.
Así como el más elemental y preciso de los lenguajes
matemáticos, el binario, comprende sólo el cero y el uno, la señal y la
ausencia de señal, el idioma que es nuestro universo nace de la afirmación y la
negación.
Mediante el Sí tendemos las vías, los puentes, los saludos,
las comuniones, los abrazos.
Mediante el No erigimos murallas, cárceles, patíbulos, adioses.
El caricaturista
Winsor MCay soñó hacia 1910 un mundo en el cual un solo capitalista era
propietario de todo un planeta y para hablar sus súbditos tenían que comprarle
el aire y las palabras.
El antiutopista George Orwell soñó en 1948 una tiranía sin
límites basada en un infinito empobrecimiento del lenguaje.
Utopías y pesadillas tienden a realizarse, y contra los
ominosos destinos que anuncian sólo vale una revolución que haga a las palabras
tan gratuitas como el aire y tan infinitas como el pensamiento.
Lenguaje y humanidad se revolucionan mutua e ilimitadamente.
Una Feria
Internacional del Libro es el domingo del alma, el anuncio de un lenguaje del
Sí que haga habitable la inconmensurable fortaleza del lenguaje.
Homenajear a un
escritor porque escribe es como homenajear a un corazón porque late. Lo hacen
porque viven, pero viven porque alguien amó, ama, amará hasta la consumación de
los tiempos.