Friedrich Nietzsche @ Rafael Gonzalo |
Sin embargo, las cosas distan de estar calmas en su
interior. Por primera vez en largo tiempo, Nietzsche posee la salud suficiente
como para dedicarse con todas sus energías a su obra. Tal vez presintiendo el
silencioso avance de la locura, trabaja frenéticamente y sin descansar. Revisa
una y otra vez sus viejos cuadernos de apuntes, poniendo orden a un
incalculable número de anotaciones y aforismos, realiza correcciones y verifica
pruebas de imprenta de sus libros anteriores, prepara proyectos para futuras
obras, y no cesa un instante de escribir. Sobre todo eso, escribir. A la furia
productiva de este período, se le deben escritos de la talla de El Anticristo, El
caso Wagner, El crepúsculo de los ídolos, Ecce homo, Nietzsche contra Wagner y Ditirambos
dionisíacos.
La euforia no lo abandona ni un segundo de estos días de
“perfección insuperable”, tal y como los califica en su Ecce homo, y paulatina
pero irrevocablemente, una idea empieza a filtrársele en la mente, ganando cada
vez más terreno. El eco de su propia voz le susurra palabras extrañas sobre su
destino. Con acento transfigurado se repite una y otra vez: “Soy Dionisos”,
“soy Dios”, “soy el Crucificado”, “soy todos los nombres de la historia”. Para
principios del año siguiente, Nietzsche no puede reconocer su rostro en los
espejos sin ver algo más allá de lo meramente humano. Sobre sus hombros reposa
el peso descomunal de una “misión” que, por fin, se le revela en toda su divina
transparencia. Ha venido a “partir en dos” la historia y debe “revelarse” a la
humanidad con su “verdadero rostro”.
Se pasea por las callejuelas de Turín y les espeta a las
transeúntes que lo miran asustados: “Siamo
contenti? Son Dio, ho fatto questa caricatura”. El mundo para un ser
infinito, qué duda cabe, ha de ser una cosa risible, semejante a una
caricatura. La ironía es diabólica. A sus 44 años, el asesino de Dios, el
hombre que una vez declaró con suficiencia y alegría “Dios ha muerto”, termina
por arrebatarle su nombre.
De aquí en más, se da oficialmente por inaugurado el baile
de las máscaras. A partir de diciembre de 1888, la identidad del filósofo
estallará en un sinfín de encarnaciones que firman las denominadas “tarjetas de
la locura”, un conjunto de cartas del Nietzsche demente dirigidas a sus amigos,
allegados, ex colegas, políticos y hombres de Estado. El histrionismo que ha
caracterizado su escritura y su tendencia a utilizar seudónimos se despegan
completamente del principio de realidad y se apoderan de su mente exhausta. Una
carta con fecha del 3 de enero y dirigida a Cósima Wagner, a quien bautiza su
“amada Ariadna”, da cuenta de la gravedad del delirio: “Yo he sido entre los indios Buda, en Grecia, Dionisos, Alejandro y
César son mis encarnaciones, igual que el poeta Shakeaspeare”. Y más adelante:
“Los cielos se alegran de que yo esté aquí… También he estado colgado de una
cruz”.
Al mismo tiempo, empieza a fantasear con la necesidad de un
“complot” para provocar una “guerra de destrucción” contra Alemania, “fusilar a
todos los antisemitas” y “suprimir” a Bismarck. No debe perder un segundo para
conquistar su meta. La total auto-identificación de Nietzsche con lo divino
pone todas las cosas al alcance de su voluntad. Todas sus acciones quedan
súbitamente bañadas en un halo de omnipotencia.
Alertado tras recibir una de estas desquiciadas cartas,
Jakob Burckhardt, un historiador de enorme reputación con quién había trabado
un estimulante intercambio intelectual durante su época como profesor en
Basilea, se encarga de avisarle a Franz Overbeck, uno de los pocos amigos que Nietzche
conserva todavía. Overbeck se dirige inmediatamente hacia Turín pero, mientras
tanto, los acontecimientos se precipitan.
El 5 de enero de 1889, Friedrich Nietzsche deambula por la
piazza Carlo Alberto envuelto en la fantasía. La intensidad sobrenatural de sus
ojos, los bigotes hirsutos y prepotentes, la expresión desencajada de la cara,
el cabello revuelto, su atuendo desgastado y pobre, conforman un cuadro
imponente. Algo así como un relámpago constreñido a su metro ochenta de
estatura. Sus vecinos piensan que es un “ufficiale tedesco”, un avejentado
oficial alemán, caído en desgracia.
Al llegar a un rincón de la piazza, Nietzsche queda de
frente ante un cochero que castiga violentamente a su caballo. Algo se quiebra.
La visión se le nubla -el chasquido del látigo del cochero lo ensordece-, no
termina de comprender qué pasa -el animal relincha enloquecido-, quiere llorar,
una descarga de angustia insoportable le recorre el cuerpo -el murmullo de la
gente se vuelve atronador, en algún lugar de la plaza alzan vuelo las palomas-,
se siente mareado, hace esfuerzos para no trastabillar y luego corre -¿algo ha
cubierto el sol?, otro chasquido, gritos del cochero, relinchos, murmullos,
vuelos-. El tiempo se ha detenido…
Transido de compasión, Nietzsche se arroja al cuello del
caballo con los ojos bañados en lágrimas. Unos instantes después, se desploma
inconsciente ante la mirada incrédula de los paseantes. El sol brilla más alto
y potente que nunca.
Overbeck llega tres días después para encontrarse con un Nietzsche
postrado e incapaz de hacerse cargo de sí mismo. Su identidad se ha diluido
para siempre en el éxtasis arrollador del baile de máscaras. En el desenfreno
de la locura, todas ellas -la del genio y el loco, el santo y el bufón, el
profeta y el filósofo- han terminado por fundirse sin remedio. ¿Quién podría
señalar en semejante caos cuál era su verdadero rostro? ¿Acaso a alguien le
importa? Cuando se le hace una pregunta, a través de su voz, responden
multitudes.