“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

28/4/12

Friedrich Nietzsche / El demente de Turín

Friedrich Nietzsche @ Rafael Gonzalo 
El 21 de septiembre de 1888, tras algunas idas y vueltas y por recomendación de su amigo Peter Gast, Friedrich Nietzsche se establece en Turín. Las inmejorables condiciones de la ciudad -ubicada en el Piamonte italiano, en medio del terreno montañoso, y bañada por las azuladas aguas del Po- ponen al filósofo de un humor espléndido, al punto de que parece olvidarse de los terribles dolores de cabeza que lo vienen aquejando desde su niñez. No cuenta con demasiado dinero, así que alquila un humilde cuarto en la vía Carlo Alberto, 6, III, con vista al magnífico Palazzo Carignano y las colinas circundantes. El 30 de octubre de ese año, en una carta a Gast declara que “en todos los aspectos encuentro esto digno de vivirse”. La pobreza y la soledad no le importan; hace años que se ha acostumbrado a ellas. Lleva una vida frugal, goza de (relativamente) buena salud y da largos paseos a orillas del Po, aspirando el leve aire de las alturas. Le fascina el estilo “limpio y grave” de la ciudad. Casi podría decirse que es feliz.

Sin embargo, las cosas distan de estar calmas en su interior. Por primera vez en largo tiempo, Nietzsche posee la salud suficiente como para dedicarse con todas sus energías a su obra. Tal vez presintiendo el silencioso avance de la locura, trabaja frenéticamente y sin descansar. Revisa una y otra vez sus viejos cuadernos de apuntes, poniendo orden a un incalculable número de anotaciones y aforismos, realiza correcciones y verifica pruebas de imprenta de sus libros anteriores, prepara proyectos para futuras obras, y no cesa un instante de escribir. Sobre todo eso, escribir. A la furia productiva de este período, se le deben escritos de la talla de El Anticristo, El caso Wagner, El crepúsculo de los ídolos, Ecce homo, Nietzsche contra Wagner y Ditirambos dionisíacos.


La euforia no lo abandona ni un segundo de estos días de “perfección insuperable”, tal y como los califica en su Ecce homo, y paulatina pero irrevocablemente, una idea empieza a filtrársele en la mente, ganando cada vez más terreno. El eco de su propia voz le susurra palabras extrañas sobre su destino. Con acento transfigurado se repite una y otra vez: “Soy Dionisos”, “soy Dios”, “soy el Crucificado”, “soy todos los nombres de la historia”. Para principios del año siguiente, Nietzsche no puede reconocer su rostro en los espejos sin ver algo más allá de lo meramente humano. Sobre sus hombros reposa el peso descomunal de una “misión” que, por fin, se le revela en toda su divina transparencia. Ha venido a “partir en dos” la historia y debe “revelarse” a la humanidad con su “verdadero rostro”.

Se pasea por las callejuelas de Turín y les espeta a las transeúntes que lo miran asustados: “Siamo contenti? Son Dio, ho fatto questa caricatura”. El mundo para un ser infinito, qué duda cabe, ha de ser una cosa risible, semejante a una caricatura. La ironía es diabólica. A sus 44 años, el asesino de Dios, el hombre que una vez declaró con suficiencia y alegría “Dios ha muerto”, termina por arrebatarle su nombre.

De aquí en más, se da oficialmente por inaugurado el baile de las máscaras. A partir de diciembre de 1888, la identidad del filósofo estallará en un sinfín de encarnaciones que firman las denominadas “tarjetas de la locura”, un conjunto de cartas del Nietzsche demente dirigidas a sus amigos, allegados, ex colegas, políticos y hombres de Estado. El histrionismo que ha caracterizado su escritura y su tendencia a utilizar seudónimos se despegan completamente del principio de realidad y se apoderan de su mente exhausta. Una carta con fecha del 3 de enero y dirigida a Cósima Wagner, a quien bautiza su “amada Ariadna”, da cuenta de la gravedad del delirio: “Yo he sido entre los indios Buda, en Grecia, Dionisos, Alejandro y César son mis encarnaciones, igual que el poeta Shakeaspeare”. Y más adelante: “Los cielos se alegran de que yo esté aquí… También he estado colgado de una cruz”.

Al mismo tiempo, empieza a fantasear con la necesidad de un “complot” para provocar una “guerra de destrucción” contra Alemania, “fusilar a todos los antisemitas” y “suprimir” a Bismarck. No debe perder un segundo para conquistar su meta. La total auto-identificación de Nietzsche con lo divino pone todas las cosas al alcance de su voluntad. Todas sus acciones quedan súbitamente bañadas en un halo de omnipotencia.

Alertado tras recibir una de estas desquiciadas cartas, Jakob Burckhardt, un historiador de enorme reputación con quién había trabado un estimulante intercambio intelectual durante su época como profesor en Basilea, se encarga de avisarle a Franz Overbeck, uno de los pocos amigos que Nietzche conserva todavía. Overbeck se dirige inmediatamente hacia Turín pero, mientras tanto, los acontecimientos se precipitan.

El 5 de enero de 1889, Friedrich Nietzsche deambula por la piazza Carlo Alberto envuelto en la fantasía. La intensidad sobrenatural de sus ojos, los bigotes hirsutos y prepotentes, la expresión desencajada de la cara, el cabello revuelto, su atuendo desgastado y pobre, conforman un cuadro imponente. Algo así como un relámpago constreñido a su metro ochenta de estatura. Sus vecinos piensan que es un “ufficiale tedesco”, un avejentado oficial alemán, caído en desgracia.

Al llegar a un rincón de la piazza, Nietzsche queda de frente ante un cochero que castiga violentamente a su caballo. Algo se quiebra. La visión se le nubla -el chasquido del látigo del cochero lo ensordece-, no termina de comprender qué pasa -el animal relincha enloquecido-, quiere llorar, una descarga de angustia insoportable le recorre el cuerpo -el murmullo de la gente se vuelve atronador, en algún lugar de la plaza alzan vuelo las palomas-, se siente mareado, hace esfuerzos para no trastabillar y luego corre -¿algo ha cubierto el sol?, otro chasquido, gritos del cochero, relinchos, murmullos, vuelos-. El tiempo se ha detenido…

Transido de compasión, Nietzsche se arroja al cuello del caballo con los ojos bañados en lágrimas. Unos instantes después, se desploma inconsciente ante la mirada incrédula de los paseantes. El sol brilla más alto y potente que nunca.

Overbeck llega tres días después para encontrarse con un Nietzsche postrado e incapaz de hacerse cargo de sí mismo. Su identidad se ha diluido para siempre en el éxtasis arrollador del baile de máscaras. En el desenfreno de la locura, todas ellas -la del genio y el loco, el santo y el bufón, el profeta y el filósofo- han terminado por fundirse sin remedio. ¿Quién podría señalar en semejante caos cuál era su verdadero rostro? ¿Acaso a alguien le importa? Cuando se le hace una pregunta, a través de su voz, responden multitudes.