La parte más difícil, desde que mi madre se quedó ciega del
todo, es cuando me dice, o se dice a sí misma: “No veo el momento en que se me
pase de una vez este problema en los ojos”. La otra parte, en cambio, es
mágica. Cuando acepta que nos sentemos afuera, si el clima da, y cerremos los
ojos y adivinemos los sonidos a nuestro alrededor (“¿Oís los pajaritos? ¿Oís el
mar? No, eso es el viento. Tratá de oír atrás del viento”), o cuando me deja
ponerle un concierto en la radio, en lugar de Hanglin, y acepta a regañadientes
la consigna: que deje a su mente vagar. Siempre trae algo extraordinario de
esas derivas mentales. Ayer, cuando me senté a tomar el té con ella (la dejo
sola mientras escucha el concierto, es una ceremonia privada), me preguntó si
me acordaba de Vittorio Segre, lo que me lleva a pensar que se pasó a Hanglin
en cuanto me fui y estuvo escuchando por radio el escándalo del mayordomo del
Papa, porque Vittorio Segre, para ella, es sinónimo de bambalinas vaticanas. La
historia es así: el padre de Segre estaba muriendo de cáncer de garganta en su
casa de Turín cuando su esposa le envolvió el cuello en unas medias blancas de
mujer. El cura había traído esas medias. Pertenecían a la hermana Pasqualina,
una monja que había sido ayuda de cámara del papa Pacelli y que se decía que
obraba milagros. El padre de Segre por supuesto murió, a pesar de las medias de
la hermana Pasqualina, y lo que venía a continuación era la parte que a mí más
me había fascinado de su relato.
Mi padre y yo conocimos juntos a Vittorio Segre en una
reunión que hacían todos los fines de año al mediodía, en un exquisito
departamento racionalista en la avenida Alvear, unos italianos con los que él
estaba relacionado laboralmente. Con los años esa relación había virado a otra
cosa (de hecho, mi padre empezó a llevarme a mí desde que cumplí catorce), pero
seguía teniendo lugar una sola vez al año. Mi madre no iba nunca, pero se
acordaba de los cuentos como si hubiera estado ahí. Vittorio Segre apareció en
una de ellas porque justo estaba de visita en nuestro país. Había hecho la
Segunda Guerra como oficial británico, así nos lo había presentado nuestro
anfitrión. Integraba el famoso Regimiento Palestino, compuesto por judíos
italianos y de otras nacionalidades que habían desembocado en Palestina a causa
de la persecución racial (así fue como me enteré de que los italianos de esa
reunión eran judíos; mi padre no me había dicho nada). Segre había sido fletado
en barco a Palestina desde Trieste, a los quince años. El padre lo llevó hasta
el puerto y no volvió a verlo hasta el fin de la guerra, siete años después.
Segre estuvo primero en un kibbutz, después se enroló en el ejército británico,
lo mandaron a una estación de radio en Egipto y luego acompañó el desembarco
aliado en Italia. En mayo de 1945 entró en su pueblo del Piamonte en un jeep
del ejército, vistiendo el uniforme británico. Italia acababa de ser liberada.
En cuanto Segre frenó el jeep frente al portón de su casa, se empezaron a
juntar curiosos a su espalda.
El padre de Segre había sido el alcalde del pueblo y el
hombre más rico de la región. Tanta confianza le tenían que, en la Primera
Guerra, cuando él partió de voluntario, los hombres del pueblo lo siguieron.
Pero cuando la guerra se prolongó y la gran mayoría de aquellos hombres no
volvió, y el alcalde en cambio sí, lo culparon a él de la desgracia. El padre
de Segre terminó vendiendo sus tierras y trasladándose con su mujer y su hijo a
la ciudad. Todo el período fascista lo vivieron en Turín. El padre de Segre,
como muchos otros judíos italianos asimilados, se afilió al partido por el
mismo sentimiento patriótico que lo había hecho alistarse de voluntario en la
Gran Guerra. Había más de dos docenas de generales y almirantes judíos en el
ejército de Mussolini. Segre creció pensando que defendería la patria tal como
lo había hecho su padre, hasta que se sancionaron las leyes raciales de 1938 y
su padre pagó las mil libras esterlinas por su visa a Palestina y lo dejó en el
puerto de Trieste. Luego dejó a su esposa en un convento cerca del pueblo donde
había sido alcalde y procedió a camuflarse en la única identidad que creyó que
le garantizaría la supervivencia: se hizo buhonero ambulante. Se dejó crecer la
barba, nunca dormía en el mismo sitio, vagaba por las aldeas de la montaña, orbitando
siempre en torno de su pueblo. Tres veces lo arrestaron los alemanes, tres
veces lo soltaron, cuando el prefecto local avisaba que era uno de ahí, un
débil mental, inofensivo. Los mismos que lo habían expulsado del pueblo le
resguardaron la vida.
Con la llegada de los aliados, el padre de Segre pasó a
buscar a su mujer por el convento para instalarse con ella en la única posesión
que le quedaba, su palacete en aquel pueblo. En el convento se enteró de que su
esposa había abjurado del judaísmo y abrazado la fe católica. De ahí las medias
de la hermana Pasqualina. La historia no termina ahí. Muerto el padre, la madre
le anuncia al hijo que quiere conocer Palestina. El hijo la lleva. En uno de
sus paseos por Jerusalén, ella descubre el pequeño convento de las Hermanas de
Sión. Adora ese jardín secreto, que al fondo tiene un pequeño cementerio.
Descubre que esas monjas son, como ella, conversas del judaísmo. Descubre que
el convento fue erigido por un banquero judío francés convertido al
cristianismo. Comienza a aprender hebreo con ellas. Encuentra en esa versión de
la religión un equivalente a su mundo interior, por primera vez en su vida.
Pide permiso para ser enterrada allí. Se lo conceden. Allí yace, desde
entonces. Así remató su historia Vittorio Segre aquel mediodía de fin de año,
en aquel departamento racionalista de Buenos Aires.
No lo sabíamos ese día, pero Segre contó toda su increíble
historia y la de sus padres en un libro que salió primero en italiano y luego
él mismo tradujo al inglés. Esa edición le envió a mi padre por correo, meses
después, porque en ese idioma habían tenido toda su conversación (Segre no
hablaba español, mi padre no hablaba italiano). El libro se llama Memories of a
Fortunate Jew. An Italian Story. Para Primo Levi y AB Yehoshua es un gran
libro. Para mí también. Segre habla brevemente en el libro del cura que
recuerda mi madre. Cuenta aquellas otras dos anécdotas que conforman su
recuerdo total de Vittorio Segre. En una, el cura predica desde el púlpito
contra la concupiscencia de las chicas del pueblo que se subían a las
Lambrettas de sus novios cuando éstos las invitaban a pasear (“porque de esos
paseos, hermanos, van dos pero vuelven tres”). En la otra, cuando le llega la
hora postrera, se hace enterrar en su iglesia y no en el cementerio, porque
después de una vida de reumatismo quiere “pasar la eternidad en un lugar seco y
tibio”. Escucho las dos anécdotas de boca de mi madre. Ella sonríe para sí
misma cuando llega al final, satisfecha de la redondez de su recuerdo. Yo le
devuelvo la sonrisa, aunque ella no la pueda ver.