Antonio Machado ✆ Leandro Oroz Lápiz y tiza sobre papel, 1925 |
Imaginemos por un momento la clase de Juan de Mairena,
decisiva, interesante, los niños sentados en diferentes posturas esperando la
palabra del maestro, cada uno con su musaraña. Cierto que hemos idealizado en
el imaginario de ficción la etapa del colegio y, como pasa con todo el arte, lo
que queda detrás de la obra es la realidad, como una sombra. Sin embargo, el
profesor que define Antonio Machado y su curso de alumnos, sus diálogos, sus
enfrentamientos, sus bromas y sus aclaraciones, no tiene el matiz de un ideal
inalcanzable sino que revela el trasfondo de la misma realidad, el maestro ante
sus posibilidades reales, como persona imperfecta pero con vocación. Y al
alumno, sumiso y rebelde, atento y perspicaz, con un mundo exterior a la clase
todavía por aprovechar del que aún no es lo suficientemente consciente.
El desarrollo de las
historias que Machado cuenta de este entrañable apócrifo deja constancia, a
propósito, del ámbito único que forma una clase, trata la posibilidad de la
educación como un acontecimiento en el que se encuentran un hombre ya dolido
por ver terminarse cada segundo y no poder apresarlo contra su pecho y
criaturas que conservan la ingenuidad de tratar el tema de la muerte como algo
cotidiano.
Antonio con esto sigue escribiendo poesía, sigue realizando esa metáfora sin referencia absoluta que habla de lo irrepetible con ese tono de ejemplaridad no moralizante que no hace sino despertar en el lector imágenes nítidas y llenas de riqueza de problemas humanos profundos como la posibilidad de la ternura, del aprendizaje, de la equivocación y de la comprensión empática entre personas que en apariencia gozan de una diferencia considerable entre si. No en vano el mismo Machado fue maestro de escuela.
Antonio con esto sigue escribiendo poesía, sigue realizando esa metáfora sin referencia absoluta que habla de lo irrepetible con ese tono de ejemplaridad no moralizante que no hace sino despertar en el lector imágenes nítidas y llenas de riqueza de problemas humanos profundos como la posibilidad de la ternura, del aprendizaje, de la equivocación y de la comprensión empática entre personas que en apariencia gozan de una diferencia considerable entre si. No en vano el mismo Machado fue maestro de escuela.
Imaginemos entonces
la clase de Machado, o imaginemos a partir de sus palabras a Juan, entrando
fácilmente con el lenguaje en cada conciencia que tiene delante sin poder
asegurarse a sí mismo que merece tal responsabilidad. Una clase supone un
entorno privilegiado, el primer encuentro de los niños con el mundo real, los
primeros miedos, las primeras desilusiones. Necesitarán un hombro en el que
apoyarse y necesitarán asentar en buena tierra sus raíces, sin que nada les
lleve a la miseria de sí mismos. La aventura de vivir, si vivir es una aventura,
comienza punto por punto en lo que se quiere aprender, de cualquier cosa, de
cualquier manera, y ante esta libertad es preciso tomar el mando para que los
caballos lleven el carruaje por el camino que queremos, por aquel en el que
existan probabilidades de que, al menos por un rato, no vamos a estrellarnos.
Quiero hablar de la educación en su dimensión más interna,
en lo que significa la interiorización de esa experiencia para cada individuo,
por esencia de lo que significa educación, porque se entiende aquí que desde
esta perspectiva se alcanza un sentido de todas las posibilidades de la
pedagogía que busca desarrollar al máximo su potencialidad.
Abrir los ojos
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que era Dios lo que tenía
dentro de mi corazón. (Antonio Machado)
soñé, ¡bendita ilusión!,
que era Dios lo que tenía
dentro de mi corazón. (Antonio Machado)
Un ámbito, se ha dicho aquí que la clase en sí, como
concepto es un entorno, un lugar para el encuentro, un encuentro destinado por
su complejidad a llamar la atención, tanto desde el exterior como desde su propia
excelencia: es un espacio definido por unas características singulares en las
que un diálogo jerárquico se cosifica y se define como materia, y esta, supone
entonces un lugar para la acción de cada partícipe de ese acontecimiento,
supone la apertura de algo que busca ser común en el seno de múltiples
individualidades. Pero por mucho que esa lección quiera con sus parámetros
separarse en abstracto de todo lo que está allí presente, sus paredes
transparentes no pueden tapar todo lo que hay a su alrededor, siendo entonces
la materia un punto de encuentro para cada conciencia por el que se transita
casi como lugar de descanso, o de vuelta del viaje de la vida en su presencia
más amplia y en su bella profundidad del directo, de lo que lejos de ser
transparente forma un basto tejido que crea la aversión del concepto por no
dejarse disimular.
Así pues, se puede establecer una distinción entre dos
elementos de este espacio del que estamos intentando buscar su esencia: la
materia como desafío que busca formar una comunidad y el resto de formas que
luchan en ese momento por llamar por sí mismas la atención y distraer (o quizá
amenizar, o quizá llenar de verdadero significado) la conciencia de aquello que
en principio ha sido llamado a ser presencia.
Cuando todos saben que van a morir
Hay un segundo elemento, fuente de todo problema, fuente a la vez de la vida y
de toda su magia de la resolución, fuente de la curiosidad, de la llama, de la
pasión que renueva la fuerza, de la imaginación: la pluralidad absoluta.
El hombre empieza en sus primeros minutos de respiración a
considerar todo como parte de su cuerpo, a mirar y no distinguir, a reconocer
todos sus lados extendidos desde sus extremidades hasta la voz de sus mayores,
todo girando a su alrededor. Ese hombre va creciendo, separándose poco a poco
de lo que queda fuera de su alcance, y llorando.
El amanecer de la esperanza cuando comienza a desarrollar su
madurez duele, está lleno de sangre y de lucha. Todo lo que se desea tiene un
punto donde llega a terminarse, todo tipo de verdad tiene una forma de decirse
que va acompañado de una partitura gris. George Steiner, en su libro Diez
(posibles) razones para la tristeza del pensamiento, habla de una esencial
melancolía para todo desarrollo de la conciencia que llena de dificultad el
diálogo del hombre con el mundo. De hecho, Steiner encuentra en esa dificultad
la razón de ese inevitable pasar con profundo dolor por el pensamiento: por
mucho que se intente una y otra vez, las palabras nunca dan de sí todo lo que
se puede experimentar.
Ese crecimiento tiene una primera etapa clave que es lo
primero sobre lo que un maestro tiene que acentuar su cuidado. Esa primera
etapa es la aparición del abismo, su revelación consciente. El niño mira de
repente al adulto, quizá suceda en un instante de concentrada lucidez, quizá de
forma paulatina y callada, y aprende que puede mentirle, que el fondo de sus
pensamientos puede ocultarlo, que nadie puede atravesarle. Primer punto de la
libertad, primer punto de riesgo, primer punto de soledad. Un maestro recoge
ese sentimiento y lo deja vivir cuidando de que eso no lleve a la destrucción.
Mi niña quedó
tranquila,
dolido mi corazón.
¡Ay lo que la muerte ha roto
era un hilo entre los dos! (A. Machado)
dolido mi corazón.
¡Ay lo que la muerte ha roto
era un hilo entre los dos! (A. Machado)
Lo primero que le parece al niño al llegar a su clase es que
puede vivirlo todo y que el profesor está allí para demostrárselo, que nada se
termina de destruir sin haber dado de sí hasta lo insospechable. Tiene la
esperanza. Esa esperanza, los ojos abiertos a los que aludíamos en el título
anterior y a los que alude también Juan de Mairena, los ojos que hacen falta
para soñar. Porque los niños están más despiertos que todos sus adultos, que
los maestros y los familiares, despiertos en su imaginación, llenan de lo
fantástico la vida sin hacer de ella una ficción sino evaporando los límites
que ciertas experiencias forman sobre la mente del que ya ha ido creciendo.
Juan de Mairena les dice que para soñar hace falta tener los ojos abiertos. Eso
es porque, como ya se ha dicho, es un hombre sincero y reconoce aquello que en
el fondo todo maestro, o todo adulto encargado de cuidar a un niño, tiene miedo
de admitir: Los niños están en el mundo de otra forma.
Como bien aparece en Spinoza, no conocer cómo limita la
situación de cada uno es una forma de esclavitud, por eso, ante la muerte que
aparece a las espaldas, el adulto mira su proximidad y protege al niño,
esperando el momento adecuado para decirle que hay errores irrevocables, que
hay ignorancia que no va a curarse, que a veces hay que salir corriendo. El
niño vive en la esclavitud de la ignorancia, pero en la libertad del valor, del
impulso que sale de no tener miedo. Por eso el niño y el adulto se necesitan.
Con respecto a esa clase, al ámbito privilegiado, los niños
juntos observan la llegada casi de un extraterrestre, lejano de su lugar, que
viene a contar una historia. Los niños prestarán atención a todo, a cada
palabra, a cada movimiento. Para el maestro entonces ese momento representa un
reto, dejar de pensar en que su persona es observada y cumplir la misión que se
haya impuesto a sí mismo. En esa amalgama de sensaciones, de silencios
elocuentes y de pequeños movimientos, los niños prestarán atención tanto a lo
que dice el maestro cuanto a su actitud, tanto al paso de la aguja que marca el
tiempo como al sol que aparece por la ventana.
Hay momentos de interna comunicación alumno-maestro, de
simbiosis, momentos empáticos, pero hay momentos de pérdida e incluso de
contrariedad. La tarea de la pedagogía estará aquí en encontrar la objetividad
de un método que llame al encuentro, a la ayuda mutua en ese ámbito necesario
en el que un adulto quiere unir a los niños en el mundo que han construido ya
para sobrevivir. Pero ¿cómo encontrar esa objetividad si tiene que poner su
propia personalidad, llena de miedos, fallos, incorrecciones y desavenencias,
en juego, si los niños van a ir más allá de lo que él quiera enseñarles. Si
verán en él incluso sus propias mentiras, su engaño, si van a ver en sus ojos
el reflejo de la muerte mirándole y su desesperación, ¿cómo no dejar que se
acerquen tanto que descubran que él no es un apoyo sin riesgo y entonces no le
escuchen? ¿Cómo no dejar al mismo tiempo que le idealicen mostrando la realidad
de su falibilidad?
Y mientras el maestro se pregunta cómo y cuándo
transmitirles la noticia de que la libertad entraña peligro y cuidado
constante, el niño va creciendo, desarrollando la convivencia de una nueva
compañera que ya no va a abandonarle: la soledad.
Una tarde pura y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales. (A. Machado)
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales. (A. Machado)
La soledad a veces es parecida al tedio. Al niño que ya va
creciendo también se le aparecen las horas muertas sin saber exactamente a
dónde va. Ese niño mirará cada vez de forma diferente a su maestro comunicando
con sus ojos su realidad. La misión del pedagogo es la misión que los dioses
tienen para con Sísifo (ese castigo del que habla Albert Camus en El mito de
Sísifo), es la misión de que el niño, una vez que ha mirado hacia abajo y ha
visto la piedra caer, siga levantándola, y que no importe si esa piedra es un
fallo en un ejercicio, una injusticia social de la que ha sido testigo o la
muerte de un familiar. La misión del maestro es conseguir que no se asuste para
siempre, que no se quede en la retaguardia, que la sensación de perderse no le
lleve a desistir. Con la certeza de que, como dice Camus, lo absurdo en la vida
es inevitable. Contra el suicido, el abandono, la tristeza sin fondo, la
sumisión, el adulto quiere ver en el niño un nuevo empuje, transmitirle que
aunque no exista racionalmente una forma de corroborar la utilidad de cada
intento algo se debe de hacer. No se ha encontrado la solución, pero al volver
a intentarlo desarrolla todo lo sublime de la existencia. Eso lo hará con la
pasión de lo aprendido y sin eliminar la imaginación del niño, para que crezca
siempre en creatividad, alumbrando nuevas posibilidades. Y entonces, en el
final de ese aprendizaje, cuando los dos pueden salir corriendo en igualdad de
oportunidades a la llegada de la muerte, alumno y maestro, en los últimos
momentos de encuentro antes de despedirse, se dirán los dos en silencio: “voy a
vivir igualmente, sea como sea”.
La batalla de la
ciencia
Entre todas las palabras que resuenan en el eco del temor
que no encuentra nombre para pronunciarse está la palabra universo, todo y
nada, símbolo utilizado tanto para formar comunidades como para disolverlas en
una señal de infinita separación. La inocencia infantil occidental conserva
siempre para la palabra universo un trazo de pasión por la posibilidad de un
próximo descubrimiento. La llamada etapa adulta en cambio sufre todas esas
letras como palabra de tristeza o de desesperación.
Cuando en la época de los últimos coletazos del positivismo
se pone en cuestión la validez del enunciado general para abarcar todo aquello
de lo que pretende hablar, un niño que habitaba dentro del científico pierde la
estabilidad, la que le otorgaba su metodología de investigación, para comenzar
su quizás anteriormente olvidada adolescencia: quiere ser importante, quiere
ser único, el dolor de no saber como acertar se transforma en una carga de
apariencia inagotable de energía encaminada a rebelarse contra todo lo que no satisface
sus ilusiones, las ilusiones de la ciencia. Popper quiere establecer un íntimo
contacto con la observación de forma que sus ojos y su mente le revelen la
verdad como una flor que se abre en medio del desierto, un tesoro que se
encuentra solamente tras un viaje de muchas horas de deshidratación. Se coloca
a favor de la audacia contra la postura inductivista, obliga al cazador de la
verdad a caminar con el riesgo, a buscarle si no está presente, a mirar dentro
de todo saber aquello que lleva la marca del terror por enfocar a lo
desconocido, a la interminable falla, una lección por otro lado de valentía.
Una lección en que el maestro superado es uno mismo, el colectivo que defiende
una teoría y aprende de sus propios errores, el hombre que quiere ser adulto y
se acostumbra a mirar siempre fuera de casa, dejando la infancia pero añorando
siempre volver. La filosofía de la ciencia ya no retrocederá sobre sus pasos
pero tampoco a partir de entonces va a darse por vencida en el intento de
volver al hogar, aquella ley científica que ofrece un paisaje como mundo
exterior en el que poder ver el amanecer.
¡Eran tu voz y tu mano,
en sueños, tan verdaderas!...
Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra! (A. Machado)
en sueños, tan verdaderas!...
Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra! (A. Machado)
Romper con la tradición crea inestabilidad pero a la vez es
la base de cualquier tipo de producción, siempre hay que romper, siempre hay
que matar. El adolescente se cuestiona constantemente por la muerte y hace de
su miedo su vitalidad: le hace ir siempre más allá, adrenalina que odia y ama,
base de su constante transformación. Cuanto antes pierda esa inocencia, antes
comienza su creatividad. Es en este momento en el que entra en acción el primer
elemento del que he hablado anteriormente: la materia de estudio.
La materia en principio se entiende como lo concreto, lo que
tiene una formulación. Cuando se conserva el gusto por el saber tradicional, se
conserva por mucho tiempo el nombre y la formulación de una materia, se
defiende cualquier tipo de pedagogía basada en un aprendizaje memorístico, lo
que está directamente relacionado con el gusto por una metodología de la
ciencia declarada inductivista: Si hay enunciados generales que son aceptados
como incuestionables (aunque fuera solo temporalmente), su futuro aprendizaje
de tanto de estudiantes como de jóvenes investigadores tenderá a no comprobar,
a aprender de memoria lo que los sabios ya comprobaron, imitando a sus
predecesores, todavía entonces en la fase de la infancia.
Avanzando un poco más, incluso cuando se acepta a modo
socrático que el instar al descubrimiento individual es la única forma de
formar a un científico, se enseñan los métodos de aprendizaje que han llevado
anteriormente a lo ya descubierto como lo inamovible, como el único camino. De
esta forma se potencia como modelo de mente y de comportamiento científico una
figura muy concreta, con muchas pautas, se potencia para siempre imitar al
padre.
Se establece entonces un sistema jerárquico en el que se
puede llegar a alguna parte: así como en los cerrados lugares de la
investigación científica más avanzada se crea la leyenda de un potencial
investigador perfecto, en las escuelas y en los institutos, a base del
aprendizaje basado únicamente en la memoria o en el repetir lo que ya ha sido
hecho aparece el mito del perfecto hombre adulto, cada niño entonces va
creciendo mutilando toda parte que le pertenezca que no encaje en ese contorno
abstracto a rellenar, incluso aquellas partes que buscan crecer y prometen
formas fantásticas y novedosas, incluso aquellas partes que no tienen nada que
ver con la materia a estudiar pero que no terminan de encajar en ese modelo de
vida que intentan inculcarle. Se figuran entonces en esas escuelas, en cada
individualidad en vías de desarrollo, una misma forma de pensar, vestir,
hablar, amar.
Inevitablemente en este sistema en cada escuela y en cada
grupo de investigación surge la envidia, la envidia hacia aquellos que por
suerte o por sus capacidades pueden acercarse a ese modelo, la envidia y el
sufrimiento, la herida profunda por ser diferente. Junto con la leyenda y el
mito nace la trama, solo se resalta un tipo de individualidad pero se esconde
que hay otras tipologías capaces de sobrevivir y de conocer, de aprender, de
aportar, de ayudar. Y el diferente quiere desaparecer, sufriendo al olvidar que
ha sido mutilado o que se ha dejado inducir a la automutilación en un
comportamiento que se ha instaurado como la normalidad.
No duerme nadie por el
mundo, nadie (Federico García Lorca)
En medio de la nebulosa en la que el maestro está enseñando
queda lo que ha aprendido y lo que intenta comunicar, queda dentro de ese
tiempo que está trascurriendo en la clase. Un maestro como Juan de Mairena
tiene una punzada en el corazón que lo revitaliza como a un adolescente, como
la misma sensación de recibir un impulso. Por eso Machado le describe con
ataques de furia, errores pasionales, sentido del humor y momentos de extrema
tristeza. El pánico y la exaltación de la esperanza hacen de él un maestro a
medio camino entre un transparente intermediario entre conocimiento que ha
llegado a aprender y el alumno que quiere aprenderlo y un hombre apasionado que
muestra su impotencia y quiere poner en cuestión hasta la última letra escrita
en los libros para poder aprender de los niños.
Los momentos en los que en una sociedad se abre un nuevo
ámbito de investigación también se abre un nuevo camino pedagógico: instaurar
la libertad del pensamiento, la crítica, la puesta en cuestión, porque si el
alumno aprende a buscar todo aquello en lo que falla el sistema en el que está
siendo instaurado tendrá la oportunidad de aportar lo interesante de su
investigación, de abrir la tradición a novedad. La memoria tiene aquí ya un
plano secundario, se debe enseñar al niño a la interiorización, a que descubra,
a la creer en sus propias nuevas formas.
Popper dice que todo tipo de generalidad lleva a
incoherencias lógicas, incluso la generalidad típica que se aprende en la
lógica de enunciados: “todos los hombres son mortales”. Para Popper bastaría
para anular esa frase encontrar un hombre inmortal. Eso no quiere decir que se
vaya a vivir en el autoengaño, sino que se pone en suspenso toda solución
definitiva, aunque sea eso lo que tiene que llegar, pero el detalle de cada
instante, si se vive en la actitud que también quiere imponer Nietzsche con su
idea del “eterno retorno” de que un instante todo lo llena y dentro de él hay
multitud de posibilidades que hay que descubrir, lo desconocido plantea siempre
un enigma, lo que va a venir después se encuentra para la mente humana lo más
abierto posible. Cada cosa a aprender para cada alumno entonces es afrontada
como un reto para la mente y para su experimentación, su persona aporta la
novedad de lo conocido, su interiorización abre a lo infinito de cada verdad.
El maestro que ha guiado puede ver en el alumno la concentración del querer
saber de verdad, esa que surge en los grandes momentos para un profesor en el
que suena el timbre y nadie se quiere levantar del asiento.
La historia poética,
el arte
Una última reflexión acerca de la puesta en práctica de esa
pedagogía: cada escuela una idea, cada clase un desarrollo diferente, cada
maestro y cada niño una nueva propuesta a la vida. No todo vale, hay un camino,
pero tan bifurcado que las posibilidades tienden al infinito.
El entorno de los adultos que no recuerdan nada de la
infancia palidece, el elemento de la pluralidad absoluta mencionado al
principio del artículo ejerce su función de eterno separador, de recordatorio
de toda futura destrucción. El adulto solo puede imaginarse el conjunto de todas
las cosas destruyendo la imagen de ese conjunto en su mente. El adulto más
adulto se acostumbra de repente a equivocarse y a la muerte y pierde el
impulso, se resigna. Lo igual que llama a lo igual le reconforta porque ya no
quiere atravesar todo lo que conlleva el verdadero aprendizaje, el cambio. El
adulto cada vez más envejecido entonces aparenta continuar una estabilidad que
no existe y que en el fondo nadie reconoce, pues su inercia tiene el sonido de
fondo de una paulatina decadencia, de un lento y disimulado dejarse morir, eso
si a uno de esos adultos no le da por acabar de forma más repentina con esa
enmascarada agonía.
Por esta razón así como Juan de Mairena quiere enseñar a sus
alumnos también a jugar, a salir al campo, a reírse de sí mismos, a levantarse
siempre, así para un entorno que quiera seguir viviendo harán mucha falta los
verdaderos maestros, serán absolutamente imprescindibles.
Al adulto que de la mano de su mentor ha podido crecer en
verdadera libertad, abandonará la adolescencia tal y como dice Juan: con
escepticismo acerca del escepticismo. Preparado para la reformular una y otra
vez la intensidad de la vida donde el tiempo, esa eternidad no metafísica cuya
custodia entrega Machado a los poetas, la eternidad que según sus palabras “no
acaba nunca”, llena todo instante con
una nueva rosa, una nueva creación que es nueva precisamente por ser
inesperada. Cada rosa espera que el hombre se interne dentro de ella para ver
como sus pétalos se van a ir marchitando y el hombre con cada nueva novedad
será siempre un hombre distinto, capaz de ser todo lo que se le deje ser y en
ello estará su inagotable felicidad: en la capacidad misma. Por eso el teatro
aparece en esta propuesta como arte vivificador por excelencia.
No en vano tres autores ya mencionados mencionan el arte de
la escena: Lorca habla de la calavera de los teatros, que surge ya cuando el
mundo entero ha sido apresado por el pánico. Machado habla del actor que vive
la vida en el teatro y el teatro en la vida, igual que Camus, como la solución
de la sinceridad, como la máscara honesta, como la historia de verdad vivida.
Aprender para ellos es transformar la máscara de cada contenido en su misma
piel, la interiorización que transforma y que, como dice Camus, llena de
contenido la existencia y prepara para la muerte, para mostrarse en todo su
esplendor hacia ella, brillando de haber atravesado el conocimiento de la forma
más interesante posible. Ser desde dentro, aprender desde dentro, vivir desde
dentro, todo ello implica originalidad a la vez que repetición pero de una
manera ilimitada, en un bucle que se retroalimenta de su misma actividad
impregnando todos los poros de la existencia.
El método del que hablo, que encuentra de forma implícita no
solo en Juan, o Abel Martín, sino en todos los escritos de Machado. Consistiría
en encontrar en la metáfora la forma más completa de expresión o explicación de
cada unidad de aprendizaje. La poesía intenta apresar lo que se escapó, el
tiempo lleno de contenido que tiene un significado diferente cada vez. De esta
forma, contando la historia en la metáfora, el aprendizaje se abre a lo real a
la vez que a todo lo posible. Ya el discurso del maestro no tiene una figura
lineal, sino que se abre a la implosión, creando en lo individual, de cada
concepto y cada persona, pequeñas bombas de luz contra la oscuridad. Se
tratará, metáfora a metáfora, de dar cuenta de lo diferente pero a la vez de lo
inconmensurable de cada lenguaje propio de cada metáfora, que es lo único que
cada unidad de aprendizaje tiene como específico: su forma distintiva de aludir
sin terminar nunca de especificar una referencia. Se trata de que vaya
encontrando la metáfora, por profundizar en sí misma, métodos de aproximación a
otras ideas y otras experiencias. Por analogía siempre, por abrir en cada
aproximación una nueva que entonces también por otro lado abre el camino de la
distancia hacia el infinito, pero a partir de esas oportunidades de proximidad,
cada individuo y cada materia se impregna de humanidad, porque se aprende en la
profundidad misma del aprender a ver en el otro, en el extraño, incluso en su
infinito abismo, puntos de coincidencia, contacto, alivio y formas de respiración,
encuentro, miedo, falta de autosuficiencia y posible destrucción. Pero
contacto, que es donde se gana a lo horroroso de la muerte que quiere separarlo
todo: en el amor.
La gloria del ocaso
era un purpúreo espejo,
era un cristal en llamas, que al infinito viejo,
iba arrojando el grave soñar a la llanura...
Y yo sentí la espuela sonora de mi paso
repercutir lejana en el sangriento ocaso,
y más allá, la alegre canción de un alba pura. (A. Machado)
era un cristal en llamas, que al infinito viejo,
iba arrojando el grave soñar a la llanura...
Y yo sentí la espuela sonora de mi paso
repercutir lejana en el sangriento ocaso,
y más allá, la alegre canción de un alba pura. (A. Machado)
Bibliografía
Sofía Cárdenas Cortés |
—Antonio Machado, Juan de Mairena. Bibliotex. S.L. 2001
—Antonio Machado, Poesías Completas. Espasa Calpe. S.A, 1979
—Albert Camus, El mito de Sísifo. Alianza Editorial. S.A.
2006
—Federico García Loca, Poeta en Nueva York. Editorial Óptima
2000
Sofía Cárdenas Cortés es licenciada en filosofía por la
Universidad Autónoma de Madrid, estudió arte dramático en la escuela de Ángel
Gutiérrez y este año formará parte del grupo de estudiantes del Master de
Lógica y Filosofía de la Ciencia centrando sus investigaciones en la
argumentación y la sociedad digital