I
A mediados de la Primera Guerra Mundial, en febrero de 1916,
el alto mando del ejército alemán a cargo de Erich von Falkenhayn emprendió una
ofensiva en el noroeste de Francia, en la Champaña, con la esperanza de romper
el frente de trincheras y forzar así una retirada de las tropas anglo-francesas
hacia la región del Marne, tal como sucedió al inicio de la guerra en agosto de
1914. El principal objetivo era tomar la ciudad fortificada de Verdún, llave
estratégica de toda esa zona. Aunque la ofensiva alemana, desarrollada en pleno
invierno, fue una sorpresa para el mando aliado, las huestes de Falkenhayn no
pudieron doblegar la resistencia enemiga. Ambos ejércitos no lograron hacer
retroceder al otro y la larga y extenuante batalla de Verdún se convirtió en punto
neutro sin ningún resultado efectivo. De aquel modo hasta la primavera de 1916
las bajas eran cuantiosas: unos 450 mil muertos y heridos franceses e ingleses
y unos 300 mil alemanes.
Avanzado el año, en el verano de 1916, el alto mando del
ejército inglés a cargo de sir Douglas Haig quiso articular una contraofensiva,
emprendiendo un ataque en el noroeste de Francia, en el Somme, con la misma
esperanza de romper el frente de trincheras y obligar así un retiro del
ejército alemán, tanto de ese sector, como del suroccidente de Bélgica. Aunque
Haig contaba con el efecto de la sorpresa y con un recurso técnico bélico hasta
ese instante desconocido (los tanques), el ataque se mostró catastrófico desde
el primer día: cerca de 20 mil muertos y heridos y un número indeterminado de
desaparecidos. Durante una semana aproximadamente la intensidad del ataque no
arreció, para, con posterioridad, estancarse cerca de dos meses, al final de
los cuales, el terreno ganado por las tropas inglesas no superaba los diez kilómetros
cuadrados. El balance: cerca de 300 mil muertos y heridos ante unas 250 mil
bajas alemanas.
Así, a fines de 1916 habían caído en el frente occidental
cerca de un millón y medio de hombres, entre ellos el pintor Franz Marc, uno de
los fundadores del grupo Blaue Reiter junto a W. Kandinsky en 1911 y el joven
filólogo alemán Norbert von Hellingrath, descubridor y primer editor de la,
hasta ese instante, desconocida poesía de Friedrich Hördeline. En el transcurso
de esa guerra caerían entre otros, los poetas ingleses Edward Thomas en 1917 y Wilfred Owen en 1918.
Estas verdaderas carnicerías son la representación de lo que
se ha denominado batallas de material, cuyo objetivo era el desgaste del
enemigo en oleadas sucesivas de hombres, cañones y gases asfixiantes. Pronto,
en el transcurso final de aquella contienda, tanto en Cambray como en Ypres, se
demostraría con esta nueva concepción de batalla la fidelidad al insaciable
Moloch de la guerra.
De ese modo en Verdún y en el Somme quedó en evidencia durante
el transcurso de 1916, la lógica suprema de la inteligencia humana para
organizar industrialmente la muerte de millones de seres: los contraataques
sucedían a los ataques en una espiral de ciega obstinación, espiral calculada
con minuciosidad gracias a un despliegue de planificación que en su orden
supremo bordeaba la locura racional.
Tal desideratum de muerte y destrucción iba acompañado por
un desgaste más subterráneo y quizás primordial: el vaciamiento del lenguaje
que había convocado a esas mismas fuerzas destructoras. Después de Verdún y del
Somme pocos eran los que creían en palabras tales como patria, heroicidad y
honor y, por ende, en el sustrato invisible que sostenía la ficción de una
guerra justa, alegre y sana, términos que el periodismo belicista de agosto de
1914 había empleado para enardecer aún más el temple bélico incitado por las
testas coronadas de la vieja Europa. Robert Graves, Thomas Mann, Stefan Zweig y
sobretodo el insobornable Karl Kraus se percataron muy pronto de ello, sin embargo
ya era demasiado tarde para detener la matanza y más aún para intentar
establecer un nuevo pacto entre el lenguaje depreciado por la locura colectiva
y la intimidad humana que aún sobrevivía. Quizás la única salida era
replantearse todo nuevamente, quemando las naves de un lenguaje caduco.
II
Una cultura milenaria se desintegra. Ya no quedan pilares ni
puntales, ni siquiera cimientos; se han derrumbado (…) El mundo ha perdido su
sentido. Estas palabras de Hugo Ball, enunciadas en el contexto de una conferencia
acerca de la pintura de Wassily Kandinsky en 1917, muestran el temple de toda
una época, una época que vivía de modo permanente con una pistola a la sien.
Ball, cuya vida surge de modo impresionante entre las pasiones y
contradicciones de la sociedad europea de principios del siglo XX, era un
escritor de teatro expresionista, periodista de izquierda, pianista de ocasión
en cabarets y teatros de variedades, ferviente admirador de las novelas de
Hermann Hesse y estudioso de Nietzsche y Bakunin, pero ante todo un artista de
integridad moral a toda prueba.
Un año antes, en 1916, Ball se encontraba en Zúrich,
verdadero oasis de recalada para desertores, objetores de conciencia, espías
franceses y alemanes, como también para una juventud artística que contemplaba
el impasible autoaniquilamiento de Europa. Su estadía lo haría testigo y
partícipe de uno de los movimientos más relevantes de las vanguardias del siglo
XX: el dadaísmo. Precisamente, en febrero de 1916, mientras la muerte se
convertía en el comentario al bombardeo de Verdún, la leyenda dice que en una
reunión entre varios personajes de desolado destino, Hugo Ball y Tristán Tzara
bautizaron con el nombre de Dadá sus aspiraciones de disidencia. Al evocar esta
palabra se nos vienen a la mente como por ensalmo una serie de asociaciones e
imágenes que han quedado retenidas en el inconsciente cultural contemporáneo:
actos de intensa provocación, manifiestos de deslumbrante belleza iconoclasta,
anécdotas de enfrentamiento público entre los miembros del grupo y la gente
asistente a sus manifestaciones, etc. Sin embargo, como acertadamente apunta
Paul Auster, la seriedad con que Ball asume las premisas que él y sus amigos
van estableciendo mientras Dadá se consolida en la burguesa Zúrich, permite
apreciar con otros ojos lo que a primera vista parecería el altisonante
desvarío de un grupo de jóvenes como una especie de premeditada extravagancia a
la manera de los hermanos Marx.
En esa seria intensidad, sobre todo de Ball, puede
rastrearse un acontecimiento capital que, más que un logro efectivo de praxis
artística, derivaría hacia una toma de conciencia que un poeta como él haría
suya hasta el final de sus breves días: que cualquier anhelo de transformación
real de las cosas del mundo debe partir primero con la despiadada crítica del
lenguaje que sustenta el anquilosamiento de la sociedad. Ya Nietzsche en La
genealogía de la moral había efectuado la demolición del edificio lingüístico
en el que se amparaba el mundo occidental devenido en decadencia y que para el
solitario de Sils María significaba básicamente nihilismo. “Transvalorización
de todos los valores”, había declarado en distintos lugares de su obra, cosa
que implica necesariamente vérselas con el lenguaje y las posibilidades de
transformación y por ende de depuración que aún podía poseer. Para Ball y los
dadaístas ello significaba asimismo tabula rasa: frente al lenguaje corroído
por la falacia nacionalista y la guerra promovida por los valores burgueses,
era necesario un esfuerzo máximo de limpieza. Acá no se trataba de la siempre
cierta lucha del poeta por la expresividad, ni tampoco del silencio asumido
como metáfora en el esfuerzo por asir lo inefable. Se trataba de algo distinto,
de un gesto nacido en la conciencia de una desesperación ante el vaciamiento
del significado, pero sin el patetismo de los expresionistas ni con los
avatares grandilocuentes propios de la poesía de un Werfel o un Toller. Tabula
rasa: una destrucción para comenzar de nuevo. De aquel modo es posible entender
la subversión del lenguaje con miras a demoler su intrínseca apariencia en pos
de su fundamento primigenio: su materialidad sonora. Así, mientras en el verano
de 1916 se daba inicio a la batalla del Somme, en Zurich, el 23 de junio, Hugo
Ball, oculto su rostro con una máscara confeccionada por Hans Arp y ante la
perplejidad, indignación y asombro del público, recitó en el cabaret Voltaire,
un poema fonético hecho de sílabas y voces sin sentido, donde no era posible
reconocer ninguna palabra en el concepto tradicional del término. Como señala
Octavio Paz, la experiencia de Ball colindó con el trance religioso, pues era
dable identificar tal acto como la de un conjuro mágico: con esos poemas hechos
de sonidos renunciamos totalmente al lenguaje corrompido y vuelto inusable por
el periodismo. Volvimos a la alquimia profunda de la palabra, más allá de los
vocablos, preservando así a la poesía en su último dominio sagrado. De estas
afirmaciones de Ball puede desprenderse una infinita nostalgia por un lenguaje
anterior al lenguaje como utilidad, pero también una extrema conciencia de
hacer presente la violenta destrucción que es propia de la inocencia: el gesto
neoadánico de nombrar nuevamente todo.
III
Munich: ciudad aristocrática, sensual y nacionalista,
escenario wagneriano no sólo de una embriaguez espiritual (mis antípodas viven
en Munich, declaraba Nietzsche en Ecce Homo), sino de una embriaguez mucho más
mundana donde todo se teñía con un evidente matiz de tradición y
monumentalidad. Munich, ciudad eje para comprender la tragedia de Adrián
Leverkhun, el singular personaje de Doctor Faustus de Thomas Mann. Munich,
ciudad sibarita y despreocupada para la que la música de Richard Strauss era el
telón de fondo perfecto. Ciudad donde el arte de vanguardia se habría
anquilosado sin la recia personalidad de un extranjero: Wassily Kandinsky.
Munich, bastión del nacionalismo alemán personificado en la lealtad hacia la
dinastía reinante en Baviera; los Wittelsbach. Munich, ciudad a la que arribó
Walter Benjamin desde Berlín en el invierno de 1916.
Eximido por un año de sus deberes militares, el joven e
inquieto pensador, coleccionista de libros raros y amante de la poesía de
Hölderlin, llegaba a la capital del sur de Alemania, entre otras cosas, para
seguir estudios de filosofía y literatura, para ver la posibilidad de
entrevistarse con Ludwig Klages (por cuyos escritos de grafología se sentía
fuertemente atraído), así como para asistir a la disolución de su noviazgo con
Grete Radt y el nacimiento de la relación con su futura esposa, Dora Pollak.
Asimismo, Munich era el escenario que veía consolidarse paulatinamente su
amistad con Gershom Scholem, suscitándose entre ambos jóvenes animadísimos
debates y conversaciones en torno a Kant, el judaísmo, los movimientos
juveniles y la adhesión o crítica a los profesores que frecuentaban: Ernst
Cassirer, Gottlob Frege, Ernst Lewy.
Y sería justamente de una de estas conversaciones de donde
surgiría uno de los textos fundamentales de Benjamin, fundamental no sólo para
comprender la eventual evolución de su pensamiento, sino que también como
genial afán de salir del atolladero lingüístico-imaginativo al que la guerra
había reducido el lenguaje: Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los
humanos. Aquí se encuentra in nuce la teoría lingüística de Benjamin, teoría
que proviene de una concepción idealista del acto de nombrar, identificado de
modo explícito con el gesto adánico de la creación del mundo, junto con una
concepción del lenguaje como medium de una experiencia mimética de la realidad,
cosa que permite a Benjamin definirla en tanto comunicación universal de los
seres espirituales. En aquel sentido se puede comprender que el lenguaje, de
modo intrínseco, es idéntico al ser espiritual y por ende se plantea un rechazo
a entenderlo instrumentalmente. Según Benjamin hablamos en el lenguaje, no a
través de él. Por ello, éste no es en absoluto un aparato de signos que se
encuentre a las afueras del ser humano y de las cosas, sino todo lo contrario:
es precisamente el lenguaje el espacio en que el hombre ha sido creado con las
cosas, donde simultáneamente ha sido creado a su vez como creador en el
lenguaje. Esto supone que la inmediatez del ser humano como poseedor de una
vinculación espiritual con las palabras, implica una participación mágica con
el ser íntimo de todas las cosas. Con esto desaparece el abismo entre el
significado, el significante y el sujeto a favor de una concepción creadora del
lenguaje, acontecer que Benjamin sintetiza de modo magistral: en el nombre, la
entidad espiritual de los hombres comunica a Dios a sí misma.
El pathos que se desprende de este alucinante texto es
evidente: es la apuesta por retrotraerse al instante primigenio de la Creación,
al instante donde el lenguaje aún es el fundamento privilegiado del ser, tanto
como posibilidad de conocimiento, como en tanto que base necesaria de la
experiencia, pero no para huir del derrumbe de una sociedad herida de muerte,
sino como contrapunto de serena desesperación ante la destrucción y del
lenguaje usufructuado por la vaciedad nacionalista que tenía en Munich un
símbolo wagneriano de autoafirmación.
En diciembre de 1916, cuando un millón y medio de hombres
habían muerto en el frente Occidental, enviaba Benjamin a Gershom Scholem el
manuscrito de este texto. A la distancia, es posible ver a ambos amigos,
enfrascados en la intensidad de sus conversaciones de alto vuelo intelectual,
como los dos jóvenes aristócratas chinos que describe el lied Von der Jugend de
Gustav Mahler en La Canción de la tierra: intercambian impresiones en torno a
su caligrafía bajo un pabellón engalanado de seda con seriedad y cortesía, viendo
sus reflejos en el bello lago del jardín, mientras a su alrededor se presiente
de modo inminente, el mortífero y amenazante eco de los bárbaros.
IV
Nadie es profeta en su tierra y mucho menos un poeta:
después de varios meses de navegación y de hacer una breve escala en Buenos
Aires, llegaba a París a fines de 1916, el poeta chileno Vicente Huidobro. De
inmediato se vinculó con lo más granado de la escena de avanzada poética
francesa (Reverdy, Apollinaire, Dermée, Max Jacob), trabando amistad asimismo con
los pintores Pablo Picasso y Juan Gris, con el escultor Jacques Lipchitz y en
los dos años siguientes con una serie variada de artistas y animadores de la
vanguardia europea (Picabia, Miró, Cendrars, etc.). A su arribo a la ciudad luz
(bastante restringida con el racionamiento y presa de una ansiedad propia de la
guerra), llevaba, según la historia, la primera edición de su pequeño libro El
espejo de agua publicado en Buenos Aires a mediados del mismo año y del que se
haría célebre el poema Arte Poética; texto breve, bastante convencional en su
lenguaje, pero del que es posible apreciar un par de versos significativos:
“Inventa mundos nuevos
y cuida tu palabra.
El adjetivo, cuando no da vida, mata.”
El adjetivo, cuando no da vida, mata.”
Estos versos hablan de lo capital: de la invención de un
mundo nuevo por la palabra. El gesto adánico se hace presente igual que en Ball
y Benjamin y trae una serie de consecuencias: ¿es necesario plantear al poema
como entidad autónoma de lo real? Sin embargo, cabe preguntar con mayor
precisión, ¿cuál es el motivo que incita al poeta el inventar un mundo nuevo?
Acaso éste, donde nos desenvolvemos no baste. ¿Y por qué? Pues ha sido
degradado en su simbología primordial. Tal como Hugo Ball en el cabaret
Voltaire y Walter Benjamin en la vieja Munich, vieron y comprendieron, el
lenguaje ya no era lo que fue: se había convertido en un fantasma vacío que
ejecutaba las órdenes de la muerte. Recordando a Nietzsche, podía apreciarse
que lo primero que se corrompe en una sociedad, en donde comienza su
degeneración valórica y existencial, es en el lenguaje, en las palabras: todo
mundo o sociedad con un lenguaje corrupto está al borde de su extinción o al
menos de su enajenación histórica y sensible. Si como recordaba Benjamin, el
mundo ha sido creado por un acto de habla, el de Dios en el Génesis, entonces
nosotros, herederos de ese gesto olvidado en la raíz del tiempo, no somos
dignos de custodiarlo. Corrupción del lenguaje significa olvidarse de la
primigenia refulgencia de las palabras como creación y existencia. De ahí que
el poeta que inventa un mundo nuevo en la palabra no lo haga por mero
esteticismo o narcisismo patológico; lo hace porque en él se articula una fe
sobreviviente del lenguaje corroído, de la palabrería sin sentido que dispone a
su merced del escenario de la modernidad al haberse olvidado todo pacto entre
lenguaje y divinidad. Por ello, el poema de Huidobro añade “y cuida tu
palabra”, pues se hace clara la injerencia de responsabilidad ética que le
atañe al poeta como custodio de ese nuevo mundo que debe inventar para ponerlo
como contraimagen al maltrecho del que proviene.
El poeta cuida la palabra. Y eso significa no sólo entrar en
conflicto desde esa eventual autonomía del objeto de arte con lo real (o lo
social dirían otros), sino también con el valor de la representación de este
mundo, sus imágenes, y por ende con el sentido interpretativo que implica como
producción al competir con la Naturaleza en el plano de la Creación. Si el
poeta debe inventar un mundo nuevo ya que el real se ha mostrado corroído en su
esencia lingüística, debe entonces, a ese mundo nuevo, cuidarlo en la palabra,
custodiarlo, pero no como mera teorización allende las nubes, sino como toma de
conciencia del valor o peso de las palabras mismas, dentro de las cuales, el
adjetivo significa otorgar o negar sentido, altura, profundidad y también
condenación. Una palabra mal empleada, un adjetivo arbitrariamente puesto en
cualquier sitio no devela tan sólo una falla o error estilístico, devela un
error de existencia, un destino malogrado o la destrucción de ese mundo que se
anhela plantear frente al mundo ya corrupto en sus costumbres de habla vacía
(la ficción en agosto de 1914 de una guerra justa, alegre y sana)
Al final del poema de Huidobro se dice que el poeta es un
pequeño Dios. ¿Cuál habrá sido entonces el abismal derrotero de nuestro ser y
de lo real si Dios en el Génesis hubiese errado su decir, si Dios en la
Creación se hubiese equivocado por un exceso lingüístico? Peor aún, ¿y si Dios
hubiese bromeado consigo mismo en el acto de decir la Creación? Pues el
resultado sería una de las bromas más crueles y terribles. Un eventual Dios
bromista nos hace comprender con mayor claridad a un Nietzsche embelesado y
desesperado ante el espectáculo de esa “broma” en el escenario que llamamos
Historia. Por supuesto que no es posible responder aquí a esas preguntas con
responsabilidad. Sólo se puede atisbar que para Ball, Benjamin y Huidobro, 1916
asume la significancia suprema de volver a comenzar, pues la confianza en el
lenguaje, habiéndose traducido en enajenación y muerte, no implica
transparencia y autenticidad, sino, la mayoría de las veces, concentrada
desesperación para enunciar lo que al parecer aún podía ser posible: un Adán de
inocencia destructiva que fundara un nuevo pacto entre las cosas, los hombres,
lo divino y el lenguaje.