Julio Cortázar ✆ Julio Ibarra |
Para Cortázar, la pura ficción es también una levadura revolucionaria cuando procede de un autor que su pueblo reconoce como uno de los suyos
Hace años que muchos de los aquí presentes enfrentamos el
problema que motiva esta reunión, y particularmente el que me atribuye el
temario: el quehacer del escritor en América Latina. No es necesario reiterar
nociones que se han vuelto muy claras para todo intelectual responsable,
entendiendo por responsabilidad la conciencia de la libertad y de la
autodeterminación de nuestros pueblos y la decisión de participar en el proceso
que los lleve a ellas o las consolide si ya están logradas. Viejas polémicas
sobre el llamado compromiso del escritor se ven hoy felizmente superadas por
una problemática concreta: ¿Qué hacer además de lo que hacemos, cómo
incrementar nuestra participación en el terreno geopolítico desde nuestro
particular sector de trabajadores intelectuales, cómo inventar y aplicar nuevas
modalidades de contacto que disminuyan cada vez más el enorme hiato que separa
al escritor de aquellos que todavía no pueden ser sus lectores?
Por poco dotados que estemos muchos de nosotros en el terreno práctico –y creo que somos mayoría, puesto que nuestra práctica es otra-, a nadie puede escapársele ya la importancia de esta etapa en la que los análisis teóricos parecen haber sido suficientemente agotados y abren el camino a las formas de la acción, a las intervenciones directas.
Por poco dotados que estemos muchos de nosotros en el terreno práctico –y creo que somos mayoría, puesto que nuestra práctica es otra-, a nadie puede escapársele ya la importancia de esta etapa en la que los análisis teóricos parecen haber sido suficientemente agotados y abren el camino a las formas de la acción, a las intervenciones directas.
Como ingenieros de la creación literaria, como
proyectistas y arquitectos de la palabra, hemos tenido tiempo sobrado para
imaginar y calcular el arco de los puentes cada vez más imprescindibles entre
el producto intelectual y sus destinatarios; ahora es ya el momento de
construir esos puentes en la realidad y echar a andar sobre ese espacio a fin
de que se convierta en sendero, en comunicación tangible, en literatura de
vivencias para nosotros y en vivencia de la literatura para nuestros pueblos.
El puente, como imagen y como realidad, es casi tan viejo
como el hombre. Un poema ha sido siempre un puente, como una música, o una
novela, o una pintura. Lo que es menos nuevo es la noción de un puente que
partiendo de un lugar habitado por esas novelas, esas músicas y esas pinturas,
se tienda hacia otra orilla donde nada de eso ha llegado o llega
verdaderamente. Los puentes que tienden las editoriales, por ejemplo, unen a
los escritores con los lectores, pero más allá de la zona de ese tráfico se
abren los páramos de la soledad y de la incomunicación, quizá en menor escala
en un país como éste, pero en proporciones pavorosas en el conjunto de América Latina.
Y por eso la noción de quehacer, que nos reúne hoy aquí, parte obligadamente de
algo que las ilusiones urbanas, los humanismos elitistas y las buenas
conciencias intelectuales prefirieron ignorar o escamotear, de la misma manera
que tantos gobiernos y tantas políticas se atrincheran en el circuito de las
capitales y los centros urbanos, marginándose de la inmensidad de los pueblos
que los rodean en un silencio de ignorancia, de opresión, de incomunicación, de
extranjería, por decirlo así.
(…) Huelga decir que no estoy abogando por la facilidad, por
la simplificación que tantos reclaman todavía en nombre de la inserción
popular, sin darse cuenta de que todo paternalismo intelectual es una forma de
desprecio disimulado. Las vanguardias intelectuales son incontenibles y nadie
conseguirá jamás que un verdadero escritor baje el punto de mira de su
creación, puesto que ese escritor sabe que el símbolo y el signo del hombre en
la historia y en la cultura es una espiral ascendente; de lo que se trata es que
los accesos inmediatos o mediatos a la cultura se estimulen y faciliten para
que esa espiral sea cada vez más la obra de todos, para que su ritmo ascendente
se acelere en esa multiplicación en la que cada uno, hacedor o receptor, pueda
dar el máximo de sus posibilidades.
Pero ya dije que habíamos dejado atrás las teorías y que ha
llegado la hora de la acción. Por eso quisiera apuntalar esta voluntad de
quehacer en la forma más tangible que las condiciones actuales permiten y sobre
todo reclaman. Hace poco, en un discurso que todavía sigue levantando polvo en
muchas palestras, el ministro de cultura de Francia afirmó en México que una
cultura indisociada de las pulsiones más profundas de los pueblos – y eso no
sólo incluye las idiosincrasias étnicas, sino también las opciones históricas y
políticas- no es verdaderamente la cultura. Si esta noción no es nueva, en
cambio surge por primera vez con la fuerza que le da el de ser proclamada por
un Gobierno dispuesto a llevarla a la práctica, lanzada como un desafío frente
a las falsas culturas estabilizantes cuando no desestabilizantes, como de sobra
las conoce y las sufre América Latina. Un punto de vista que hasta ahora
parecía reservado a nuestro enclave intelectual y a su formulación restringida
al libro, a la conferencia o a la clase magistral irrumpe hoy como un golpe de
lanza en el escenario más apropiado, el de un continente de culturas
escamoteadas, de culturas sojuzgadas, de culturas aculturadas, de culturas
ridículamente minoritarias y elitistas, de culturas para hombres cultos.
Y por eso, cuando se me pide que hable de nuestro quehacer
en este plano, digo simplemente que hay que superar la vieja noción de lo
cultural como un bien inmueble e intentar lo imposible para que se convierta en
un bien mueble, en un elemento de la
vida colectiva que se ofrezca, se dé y se tome, se trueque y se
modifique, tal como lo hacemos con los bienes de consumo, con el pan, y las
bicicletas, y los zapatos.
¿Pero cómo?, me lo pregunto como imagino que muchos se lo
están preguntando aquí. ¿Cómo podemos los intelectuales sacar la cultura de la
cultura, de su cáscara, que definen los diccionarios y defienden los que
todavía viven replegados en un elitismo mental que les parece inseparable de
toda poesía, de toda creación?
Esta pregunta ha tenido ya un comienzo de respuesta a lo
largo de los últimos años.
Pocos son los escritores responsables en América Latina que,
al margen de sus libros, no participan de una y otra manera en el proceso
geopolítico de sus pueblos, tanto en forma directa como indirecta, o bien
cumpliendo actividades paralelas de información periodística, o de colaboración
con organizaciones nacionales e internacionales que lucha por los derechos
humanos y la autodeterminación de los pueblos, sin hablar de muchas otras
tareas literarias y extra literarias de solidaridad, de apoyo o de denuncia,
según los casos.
Sin embargo, esta creciente intervención intelectual en la
materia misma de la historia y de los procesos populares latinoamericanos ha
tenido hasta ahora un límite negativo,
creado en parte por lo específico y especializado de esas actividades y
en parte por el bloqueo que los regímenes opresores de nuestro continente y su
vigilante padrino norteamericano se oponen a la irradiación de sus líneas de
fuerza, del estímulo y la influencia que estas actividades podrían y deberían
tener en los niveles populares. Es por eso que nuestro quehacer debe inventar
nuevas formas de contacto, abrir otro espectro de comunicaciones en todos los
niveles, y es ahí donde los estereotipos profesionales (digamos vocacionales si
se quiere, pero agregando que escribir no es sólo vocación, sino traslación,
comunicación), es precisamente ahí donde nuestros estereotipos demandan una autocrítica profunda que no todos hemos
sido capaces de hacer hasta ahora.
Lo que sigue podrá parecer pueril, pero si el viejo adagio
dice que el niño es el padre del hombre, ¿por qué callarlo en nombre de una
seriedad adulta que no siempre lleva a buen puerto? Se habrá advertido ya que
me abstengo hoy de toda incursión o digresión literaria, y la única excepción
estará destinada a marcar aún más esta distancia.
Quisiera recordar solamente que en 1812 el poeta Shelley
sintió exactamente lo que estamos sintiendo hoy aquí, y que su deseo de
comunicar lo más ampliamente posible sus ideas revolucionarias le llevó a echar
botellas al mar y lanzar globos al aire con mensajes destinados a todo aquel
que los encontrara. Su aparente excentricidad le valió los peores ataques del
stablishment de su tiempo y el comienzo de una persecución política que debía
conducirle finalmente al exilio, y la peor acusación de sus enemigos fue la de
puerilidad.
Cito así a uno de mis poetas más queridos, pensando que hace
unos años, en una reunión de
solidaridad para con el pueblo de Chile que se celebró en Polonia, propuse
–supongo que con la misma puerilidad de Shelley– algunas actividades que podían
reemplazar con ventaja tantas afirmaciones tribunicias que no siempre van más
allá de las palabras y de quienes se conforman con ellas. Sugerí, por ejemplo,
que en vez de lamentarse tanto por la censura impuesta por Pinochet a los
libros editados en Chile o provenientes del extranjero, cada uno de nosotros se
ingeniara para enviar paquetes de libros por vía marítima, que cuesta muy poco,
a personas capaces de distribuir su contenido, y hoy sé que muchos jóvenes
chilenos tuvieron y tienen oportunidad de
leer lo que unos cuantos depositamos en el correo de la esquina de
nuestra casa, como ahora lo estamos haciendo para el pueblo nicaragüense por
razones muy diferentes, pero igualmente necesarias. Aludí también a la
posibilidad de perfeccionar las emisiones de onda corta con destino a Chile,
Argentina y Uruguay, no sólo como vehículo de información fidedigna sobre todo
aquello que los Gobiernos de esos países escamotean y distorsionan (y la guerra de las Malvinas
acaba de dar un ejemplo monstruoso de cómo se puede mentir a un pueblo incluso
hasta después de la catástrofe final) sino también como presencia viva de
escritores exiliados, cuya voz y cuya obra podría llegar a miles de oyentes
sometidos a la censura de las publicaciones por escrito y de las radios o
televisoras locales.
¿Es pueril, es insignificante todo esto? Muchos de nosotros
hemos grabado casetes que son
introducidas fácilmente en nuestros países y que tienen un valor a la vez
intelectual y político, y muchos hemos aprovechado las facilidades del vídeo
para multiplicar una presencia o por lo menos una cercanía. ¿Por qué escritores
que se limitan específicamente a escribir artículos que casi nunca pueden
entrar en sus países no toman contacto
con equipos de vídeo, cada vez más accesibles y numerosos en los sectores
militantes latinoamericanos, para burlar fácilmente las barreras de la censura?
Yo acabo de hacerlo para los combatientes salvadoreños, y sé de muchos
compañeros que lo hacen para Guatemala,
Argentina y Chile. Si es cierto que la imaginación es y será nuestra mejor arma
para tomar el poder, entendiendo por poder una participación más estrecha y más
eficaz en la lucha del pueblo por su identidad y su legítimo destino, nuestro
quehacer tiene que articularse a base de técnicas más eficaces que las
consuetudinarias, menos estereotipadas que las que emanan de nuestras
tradicionales etiquetas de cuentistas, poetas, novelistas y ensayistas, y todo
eso sin dar un solo paso atrás en lo que nos es connatural, pero vehiculándolo
de una manera capaz de llegar allí donde nunca llegará si seguimos en nuestro
viejo circuito rutinario, por más bello, avanzado y audaz que sea en sí mismo.
Y por eso espero que a esta altura de lo que digo nadie
sonreirá irónicamente si hago referencias a posibilidades tales como las tiras
cómicas, así denominadas por una mala traducción del inglés y que sería mejor
llamar relatos gráficos. Sabemos que los dibujos humorísticos de contenido
satírico – eso que los anglosajones llaman cartoons- han probado desde hace
siglos su eficacia política incluso en países donde la censura se ensaña contra
todo lo que considera serlo, pero se ve obligada a dejar pasar lo meramente
cómico, tras de los cual alienta una seriedad que el pueblo descifra y asimila
infaliblemente. Por desgracia, es evidente que este arte tan importante nos ha
sido dado a los escritores, incapaces en la mayoría de los casos de imaginar un
tema de ese tipo y mucho menos de
dibujarlo. la tira cómica, en cambio, supone casi siempre la colaboración de un dibujante y un escritor;
es como un cine inmóvil, un relato en el que participan la imagen y la escritura,
el guión con todo su contenido intelectual y los personajes representados por
una pluma capaz de darles vida y conectarlos con la sensibilidad del lector/
espectador. Este género tiene magníficos exponentes en casi todos los países
latinoamericanos, pero el trabajo individual de talentos, como el de Rius en
México; Quino, en Argentina, y tantos otros sin duda bien conocidos por
ustedes, abre la posibilidad de
multiplicar sus efectos si los escritores forman equipo con los dibujantes y
llevan la tira cómica a dimensiones que no tienen por qué ser inferiores a las de la literatura narrativa. Hace unos
años yo robé una tira cómica mexicana que me incluía con gran desenvoltura como
uno de los personajes de las aventuras de Fantomas, una especie de superman
idolatrado por millares de lectores populares, y con ayuda de amigos publiqué
un falso equivalente, cuyo verdadero fin era denunciar a las transnacionales y
poner en descubierto las más sucias tareas de la CIA en América Latina. La
edición se agotó en seguida gracias a Fantomas, por supuesto, que una vez más
se metió por la ventana y no por la puerta de sus lectores, pero ahora con una
finalidad muy diferente de las que le habían dado tanta fama en México.
Y ya que estamos en esto, ¿qué decir de esa otra plaga
moderna, que podría ser convertida en un fascinante mensaje cultura, como es el
caso de las fotonovelas? La asociación inteligente de escritores y fotógrafos
abre un campo inmenso a la imaginación popular, pero ya sabemos lo que se
publica hoy en revistas que embrutecen a millares de lectores ingenuos y llenan los bolsillos
de las transnacionales. me quedaría por citar el arma más extraordinaria, más
delirante, más operativa: la televisión. Alguien me dirá en seguida que ella,
como el cine, está en manos del gran capital y que nadie accede a sus
santuarios sin la censura previa de los lavadores de cerebros; pero es triste
comprobar que en América Latina hay países, como Cuba y Nicaragua, que tienen
canales que son del pueblo y para el pueblo, y que, sin embargo, continúan
obedeciendo en gran medida a la ley de
la facilidad y del conformismo, simplemente porque los escritores, los
artistas, todos nosotros, con nuestras etiquetas, hemos sido incapaces hasta
hoy de tomar por asalto esos reductos desde donde la verdadera cultura podría
abrirse paso hasta los lugares más alejados y más desposeídos. Tal vez las
únicas excepciones dignas en el terreno artístico sean el cine y el teatro,
puesto que en América Latina se dan con un acento cada vez más revolucionario;
es bueno poder decir que su ejemplo tiene un alto valor en esta hora en que nos
preguntamos, siempre un poco desconcertados, por las formas posibles de nuestro
quehacer intelectual.
Como bien saben los escritores, el azar es nuestro mejor Virgilio
en este infierno histórico en que vivimos, y él me ha guiado en estos días
hacia unas páginas del escritor venezolano Luis Britto García, que hablando en
un encuentro celebrado en Managua en julio del año pasado se refirió
admirablemente a la incomunicación de la cultura en América Latina. De su
ponencia quisiera citar estas líneas, que sólo él podía escribir con tanta
lucidez, y que tras de referirse a la ofensiva de las transnacionales y de los
medios de comunicación para alienar el espacio cultural latinoamericano,
mostrando que la única cultura que ellas buscan en nuestro continente es la
cultura imperialista que niega al ser
humano, lo explota y lo discrimina, agregan lo siguiente: “ Ello plantea, para
el intelectual latinoamericano, la tarea de servirse de los medios de
comunicación de masas aun en aquellos países en los cuales no hay perspectivas
revolucionarias inmediatas. Posiciones muy respetables han afirmado el derecho
del creador a desligar su obra de toda
militancia a favor del contenido estético. Pensamos, por el contrario, que la
urgencia de la hora impone al intelectual una triple militancia: la de la
participación en las organizaciones políticas progresistas; la de la inclusión
del compromiso en el contexto de su
obra, y la tercera militancia de batallar por la inserción de su obra en el
ámbito real de los medios masivos de comunicación, anticipándose así a la
revolución política, que concluirá por ponerlos íntegramente al servicio del
pueblo. Porque mientras la política no asegure la liberación cultural de
nuestra América, la cultura deberá abrir el camino para la liberación
política”.
Sé muy bien que podemos discutir los matices de esa triple
militancia, y que por mi parte no creo que el compromiso deba ser una constante
invariable en la obra de un escritor, ni mucho menos, puesto que la pura
ficción es también una levadura revolucionaria cuando procede de un autor que
su pueblo reconoce como uno de los suyos.
Pero sí creo, con Britto García, que nuestro quehacer tiene
que abrirse en todas las direcciones posibles, según las vocaciones y las
posibilidades de cada uno, y que desligar la obra de toda militancia es dar la
espalda a nuestros pueblos en nombre de supuestos valores absolutos que el
huracán de nuestro tiempo contemporáneo convierte en hojas secas y en olvido.
De sobra sabemos que en América latina hay escritores que no renuncian a la feria de las vanidades
editoriales y a los galardones de la sociedad privilegiada que los adula, y que
se obstinan en el anacrónico refugio de sus torres de marfil. Nada han hecho ni
nada harán para evitar que un día pueda caer también sobre ellos el fuego del napalm o la bomba de neutrones; acaso
creen, basándose en lecturas esotéricas,
que el marfil les protegerá de las radiaciones.
Podría seguir proponiendo quehaceres, como, por ejemplo, el
de la asociación de la música popular con textos que la salven de la
sensiblería, el conformismo y la vulgaridad, que sigue siendo en gran medida la
norma comercial y que el público absorbe ingenuamente. Las llamadas canciones
de protesta, así como las de la nueva trova cubana y las de muchos artistas
españoles y de otros países, han mostrado ya el camino, y por mi parte sé que
algunos tangos que hicimos en París con amigos argentinos y que obviamente fueron
prohibidos en el Río de la Plata, viven hoy en la memoria de quienes los escucharon por vías clandestinas.
pero me detengo aquí, porque todo esto no es una lección para nadie, sino una
manera de concretar lo mejor posible una esperanza y traer algo más que ideas
teóricas a una reunión que espera otra cosa de todos nosotros. Terminaré con
otra esperanza, la de un quehacer fundamental que no puedopasar por alto y que
toca directamente a esa inmensa multitud de los latinoamericanos exiliados en
tantos pedazos del mundo. Si ese exilio ha de tener algún sentido, no erá a
base de negatividad, de todo lo que comporta de sufrimiento y de nostalgia,
sino de una inversión total de valores que le den esa fuerza que hace temible
al bumerang: la fuerza del regreso. Todo
aquel que no haya renunciado a esa voluntad de regreso puede y debe poner su
capacidad y su imaginación al servicio de su pueblo, y a los intelectuales se
les abren no sólo posibilidades como las que he esbozado aquí, sino todas
aquellas que puedan nacer de su propia invención, siempre capaz de saltar de la
página escrita, de la novela o del poema, a la arena más que nunca inevitable y
preciosa de la realidad latinoamericana, ese inmenso libro que podemos escribir
entre todos y para todos.
Por más crueles que puedan parecer mis palabras, digo una vez
más que el exilio enriquece a quien mantiene los ojos abiertos y la guardia en
alto. Volveremos a nuestras tierras siendo menos insulares, menos
nacionalistas, menos egoístas; pero esa vuelta tenemos que ganarla desde ahora,
y la mejor manera es proyectarnos en obra, en contacto, y transmitir
infatigablemente ese enriquecimiento interior que nos está dando la diáspora.
Este seminario de escritores amigos, entre los cuales hay tantos exiliados, ha
nacido del generoso deseo de una universidad en tierra española que quiso
acogerme en su seno y reunirme con todos aquellos que amo y respeto. Ella
comprenderá mi gratitud si digo que mi esperanza más honda es la de que nuestro
encuentro sea ya un momento útil en ese quehacer que nos preocupa. Porque no es
la reunión misma a que tiene
importancia, sino su irradiación hacia una América Latina profundamente
solitaria, la de millones de hombres para los cuales no hay reuniones, no hay
libros, no hay puentes. Si cada uno de nosotros ayuda a proyectarla hacia
nuestros pueblos por todos los medios a su alcance, no habremos venido
inútilmente a Sitges, no habremos hablado para el silencio.
Arte, cultura y sociedad / Año 3, N° 29, Diciembre 2006 |