Marcel Proust ✆ Fernando Vicente |
José Luis Cutello
“A veces estamos demasiado dispuestos a creer que el
presente es el único estado posible de las cosas”, dice Marcel, el narrador de
esa maravillosa novela río (o saga de novelas, si prefiere el lector) llamada
“À la recherche du temps perdu”.
Pues bien, pocos escritores como el Marcel Proust de “En
busca del tiempo perdido” lograron insertar tantos elementos personales sin
caer en pastiches autobiográficos o ensayísticos. Las siete novelas retratan, a
través de distintos personajes y situaciones, la infancia, la familia, los
amigos, la vida de dandy y los comportamientos mundanos del narrador en los
salones aristocráticos de París, aquella “capital del siglo XIX”, como la
describiera el crítico Walter Benjamin. Casi todos los actores y los sucesivos nudos de la trama
están desarrollados (apenas disimulados) a partir de personas y hechos reales
que rozaron la vida de Marcel.
Tal vez ese conocimiento palpable de la historia a contar
haya provocado que “En busca…” sea un relato de una belleza extraordinaria, de
una sintaxis preciosista y de una sutileza psicológica superior. Tanto que
influenció a toda la narrativa posterior: es impensable, por ejemplo, aceptar
el monólogo interior de James Joyce sin la agudeza que desenvolvió el francés a
través de miles de páginas en apenas 51 años de vida.
Precisamente su prematura muerte –la que adelanta como
profecía en su novela- le impidió a Proust ir más allá de la autobiografía e
inventar un mundo ficticio, lo que no le resta para nada méritos. Cuando las
corrientes críticas de la última década elaboran una “poética del yo” en la
literatura contemporánea, este escritor francés fue capaz de adelantarse a todo
el siglo XX y hacer de su biografía una obra y, al mismo tiempo, una obra de su
biografía. Marcel es Proust.
El real femenino. Se puede decir sin duda que “En busca…” es
una novela de tipos femeninos. A lo largo de las historias, siempre hay una
mujer fuerte y hombres desdibujados. Primero la abuela y la madre; luego una
tía y la amiga de los juegos infantiles; desde niño la criada y las cartas de
Madame de Sévigne… Incluso la amante del narrador tiene alguna faceta
dominadora que hace pensar en un hombre.
En cambio, los hombres, desde su admirado Bloch, hasta su
amigo Saint-Loup, pasando por Charlus, Norpois y todos los Guermantes tienen
algo de intelectual y asexuado que los hace interesantes, pero no decisivos. Un
caso es el primer protagonismo masculino, Swann, finalmente obsesionado y engañado
por su mujer, una mujer fuerte a la que ama enfermizamente.
En cambio, el padre de Marcel es un personaje que siempre se
cita de pasada. Se advierte a simple vista que no tiene rostro y desaparece en
la quinta novela, “La Prisionera”, acaso un ajuste de cuentas (a lo Franz
Kafka) por la relación de Proust con su verdadero padre.
A propósito, “En busca…” fue escrita entre 1908 y 1922, año
de la muerte de Proust, y consta de siete partes o novelas: “Por el camino de
Swann” (publicada en 1913), “A la sombra de las muchachas en flor” (1919), “El
mundo de Guermantes” (dos tomos, 1921 y 22), “Sodoma y Gomorra” (1922 y 23),
“La prisionera” (1925), “Albertina desaparecida” (1927) y “El tiempo recobrado”
(1927).
Los siete grandes relatos, que en rigor son muchos más
porque cada novela está dividida en partes independientes, tienen en común que
parten de los recuerdos del narrador y de las relaciones que enhebró a lo largo
de su vida, un “tiempo recobrado”.
Eso le permite una operación paradójica: la búsqueda de la
profundidad intelectual en medio de la alta burguesía y la aristocracia
francesa de comienzos del siglo XX. En este sentido, en deudor pleno del
filósofo Henri Bergson, a quien cita de continuo, y del impresionismo, tanto
pictórico –muy desarrollado en Francia- como literario –mejor en la Alemania de
fin de siglo-. Y todo eso en medio de un debate que puso los pelos de punta a
sus contemporáneos: el caso Dreyfus, de quien era partidario Proust.
La trama. El narrador Marcel es un joven sensible nacido en
una familia burguesa acomodada que tiene como objetivo ser escritor. Sin
embargo, no sigue una línea recta en su camino, sino que se desvía por el falso
brillo de los aristócratas que conoce, por el arte (sin saberlo es un gran
crítico de pintura y arquitectura) y por los lugares de veraneo de moda en una
costa normanda inventada, como Balbec, donde transcurre gran parte de la
novela.
Más tarde, ese desvío será reencauzado por la enfermedad, el
amor y la guerra. Esta, más el descubrimiento de la homosexualidad, lo llevarán
a pensar en la vanidad del ser humano y a poner en duda su capacidad como
escritor. Entonces, decide fijar el tiempo perdido y nace “En busca…”. Una
novela total que trabaja con los recuerdos voluntarios e involuntarios y en la
que una magdalena mojada en el té de la madurez puede llevar a la infancia.
Justamente porque tiene tiempo y porque le queda poco tiempo, como a Proust,
muerto prematuramente.
Además, fue el primer gran autor –luego de la censura a
Sade- que describió con tantos detalles la homosexualidad masculina y femenina.
Por eso, “En busca…” es, a la vez, el fin a toda orquesta de la literatura del
siglo XIX (el de las grandes novelas-río en Francia y, sobre todo en Rusia) y
el relato que anuncia la modernidad del siglo XX.
Proust era homosexual, pero las presiones familiares y
religiosas lo llevaron a vivir su vida sexual en secreto. De hecho, se batió a
duelo por haber sido puesta en duda su relación con un joven amigo. No
obstante, en la novela no sólo analiza la situación de los homosexuales, sino
que se declara veladamente fascinado por ella. Así desfilan personaje de época
–claramente bisexuales- como Albertine, Charlus o su amigo Saint-Loup, aunque
nunca es preciso al respecto, como si el miedo a la censura moral dominara sus
descripciones.
En este sentido, muchos críticos, entre ellos Roland
Barthes, han visto una tensión entre la aceptación y la negación, la vivencia y
la no-vivencia de su propia sexualidad.
Pero la temática de la novela es tan amplia como su extensión.
Si tuviéramos que hacer un desarrollo puntual, diríamos que Proust trata de
manera exhaustiva los temas universales que preocupaban a los hombres de fin de
siglo XIX. Por ejemplo, los efectos del tiempo en la personalidad y la mente de
las personas; sus reacciones con la edad, la enfermedad y la muerte (la
narración del fallecimiento de su abuela en “El mundo de Guermantes” es
magistral); las relaciones sociales entre una misma clase y entre diferentes
clases; el arte de su tiempo sin distinción de géneros; la lengua de los
franceses, que entonces se había convertido en la lengua universal; la amistad,
la traición y la simulación de la amistad; la historia de su país, con sus
vericuetos políticos, militares y sociales. Es decir, todo.
Estilo Proust. La crítica literaria del siglo XX tiene claro
que hay un estilo Proust. Es absolutamente identificable y se compone, en
principio, de frases muy largas, imprecisas y llenas de subordinadas, que
sorprendieron a los franceses, cuyos escritores amaban la oración corta y justa
nacida con “Madame Bovary” de Gustav Flaubert.
Los contemporáneos de Proust contaron que esa era la forma
en que hablaba el escritor, un modo que lo llevaba a perder el aire al final de
la locución. El cubano José Lezama Lima, asmático como Proust, dijo que esas
extensas frases estaban vinculadas al ritmo lento de su respiración. Como
mientras se publicaba el libro le hacía numerosos agregados, incluso hojas
enteras, sus explicaciones pareces ser extensas y frenéticas. Incluso, sus
amigos dicen que tenía la intuición de una muerte temprana, por lo cual el
apuro para finalizar la novela construye un estilo.
Otro elemento a considerar son sus estudios de Derecho (en
los que siguió el mandato paterno): la frase de Proust está vinculado a la redacción
legal, repleta de subordinaciones y apartados explicativos. Por un lado, se
hace pesada; por otro, da una imprecisión extraña, que la hace bella. Un estilo
complejo, barroco, repleto de comparaciones y metáforas, que resulta difícil de
abordar para no pocas personas de lengua materna francesa. Y aún más para los
traductores.
Al mismo tiempo, la frase proustiana es también de una gran
belleza poética. Pocos son los escritores capaces de escribir una prosa como la
de este autor: el uso de metáforas, símiles y comparaciones es muy prolijo, y
comunica visiones y relaciones sorprendentes que hacen gozar de momentos
inolvidables.
Antes de “En busca…”, Proust sólo había publicado “Los
placeres y los días”, un libro que recopila relatos cortos. Y su novela “Jean
Santeuil” permanecía inédita. Por eso, el escritor, que estaba muy enfermo
desde la muerte de su madre, notó a los 40 años que debía apurar la redacción.
Acaso por esa corrida febril, la novela puede leerse como una evocación
sensorial y apresurada de los recuerdos alegres y tristes de la vida, con sus
tabúes sexuales, con sus complejos de Edipo –como el que revela Proust- o con
la muerte pisándole los talones.