Emblema ✆ Wifredo Lam |
Cuentan que, de paso por La Habana, André Breton
descubrió que lo insólito se desplegaba de manera natural por las calles.
Encontrábase el país en plena campaña electoral y, tal como solía ocurrir en
nuestra república neocolonial, enormes retratos de políticos sonrientes, que
alcanzaban la altura de un piso, bordeaban el Parque Central, mientras sus
efigies, de tamaño menor, aparecían colgando de árboles, columnas, postes
eléctricos, como si ya se hubiera cumplido el mandato histórico que los
condenaba para siempre.
La mirada del visitante casual, adiestrada en la búsqueda de
lo insólito, había advertido quizá un síntoma revelador en las contradicciones
propias de un mundo en el que, por lo demás, no se detuvo.
Se encontraba, de hecho, en las fronteras de lo desconocido, tal como habría de ocurrirle, también en un breve recorrido por una ciudad hasta entonces ignorada, a Ti Noel, el personaje ficticio que nos conduce a través de El reino de este mundo, de Alejo Carpentier. Sin pasaporte, porque aún carece de identidad, el haitiano contempla con asombro las efigies, mediante las cuales los dueños de la tierra en que trabajaba designaban de manera convencional los comercios que habitualmente frecuentaban.
Se encontraba, de hecho, en las fronteras de lo desconocido, tal como habría de ocurrirle, también en un breve recorrido por una ciudad hasta entonces ignorada, a Ti Noel, el personaje ficticio que nos conduce a través de El reino de este mundo, de Alejo Carpentier. Sin pasaporte, porque aún carece de identidad, el haitiano contempla con asombro las efigies, mediante las cuales los dueños de la tierra en que trabajaba designaban de manera convencional los comercios que habitualmente frecuentaban.
En verdad, para los surrealistas, lo insólito había tenido
un sentido bien diferente. Se impuso por la necesidad de renovar un universo en
que las cosas parecían ordenadas, clasificadas para siempre y, en cierto modo,
gastadas por el uso. Así, cuando se recorren las páginas de El amor loco,
de Breton, cuando se observan las ilustraciones que necesariamente acompañan el
volumen, la magia de un nuevo ordenamiento de las cosas nace del predominio de
lo casual sobre lo premeditado, de la misma manera que lo contingente, esos
andamios que recubren la Tour-Saint-Jacques, devuelven en la magia de una noche
privilegiada la inesperada posibilidad de una inocencia reconquistada, entre
unas calles, sin embargo, tantas veces transitadas.
La conjunción de un paraguas con otros objetos heterogéneos
podía servir para subvertir la certidumbre convertida en rutina. Pero resultó
un detonante más, entre muchos otros, para el descubrimiento de las culturas
hasta entonces marginadas.
No solo había entrado en crisis un modelo cultural. Estaba
en quiebra el viejo orden en su totalidad. De alguna manera lo sabían los
surrealistas al apropiarse de la palabra que daría la tónica a un siglo que,
para ellos también, había nacido en 1917. Y los gérmenes de esa ruptura venían
desde muy atrás.
Aparecen aún en alguien como Paul Cézanne, paciente y tozudo
constructor de un mundo autónomo, sólido, incorruptible, eterno. La pintura
resultaba así contrapartida necesaria ante la fragilidad de los valores y de
las cosas.
Para los artistas venidos de otras tierras, la primacía
concedida a lo insólito iba a servir de punto de partida para una operación
inversa. De ahí que el prólogo de Alejo Carpentier a El reino de
este mundo resulte, en cierto modo, un contramanifiesto. Lo sorprendente
no requería aquí un proceso de elaboración artificial. Surgía a cada paso, en
medio de una realidad inexplorada, donde las cosas todavía estaban por nombrar,
donde no había certidumbre por derrumbar. Aun los falsos modelos —nos revela El
reino de este mundo y nos muestra en un desarrollo más explícito El
recurso del método— se integran al particular movimiento de una dialéctica que
se definiría como “lo real maravilloso”. Un universo, como parte de una materia
a la que aún mucho faltaba por explorar, aparecía en espera de claves que
contribuyeran al descubrimiento siempre renovado de sus más profundos
significados. Por vías paralelas, pintores, escritores y músicos asumen en
nuestra América la tradición artística europea. Pero en una etapa en que el
proceso de descolonización se expresa en términos de rescate de la propia
identidad, el modo de asimilar esa herencia también ha cambiado. Ya no nos
encontramos ante un conjunto de modelos paradigmáticos, sino ante un
instrumental procedente de distintas fuentes y que resulta, por ello, flexible,
transformable en la medida en que se inserta en otros contextos. No son
epígonos de escuelas transitadas por otros, sino fundadores en un camino en el
que se integran la exigencia artística y una indiscutible funcionalidad social
y cultural.
Para Wifredo Lam, como para muchos de sus
contemporáneos, el tránsito entre las corrientes artísticas que, durante el
periodo de entreguerras, tuvieron su centro en París, representó una etapa de
aprendizaje en la búsqueda de la definición de su propia imagen artística, de
lo que con justicia puede denominarse, aunque se exprese en términos
pictóricos, su propia poética. El sentido de esa exploración necesaria se
advierte en la diferencia que separa los dibujos juveniles del maestro —el
retrato de su padre o su autorretrato—, de excelente factura y trazos seguros,
pero apegados al tradicional estudio académico, por su concepción, de las obras
que produce, 15 años más tarde, al término de la década del 30.
En esa fecha relativamente tardía, el proceso no ha llegado
aún a su cristalización definitiva. Pero se manifiestan de manera bastante
clara los signos reveladores de su orientación final. Es obvio, entonces, que
al examinar las fuentes nutricias de todo verdadero creador, ninguna de ellas
puede valorarse en términos absolutos. No estamos —y hay que repetirlo— ante un
epígono. Con raíces profundamente asentadas en un universo específico irá
efectuando un trabajo de selección y descarte, que tomará su bien —para
transformarlo, de donde mejor le parezca en la medida en que sus propósitos se
van perfilando, mediante la permanente confrontación con la propia obra.
Para expresar el universo que reposaba en la memoria de Lam,
el punto de giro indispensable había sido el desplazamiento del sistema de
referencias establecido a partir del renacimiento. Contribuyó a ello, no solo
la corriente de ideas producidas en torno al surrealismo, más importante que la
escuela pictórica que se atuvo con mayor fidelidad a los principios teóricos
formulados por Breton. Precisa tener en cuenta también la revelación del arte
negro y la jerarquía que se le concede, tanto desde el punto de vista
artístico, como en lo que respecta a la repercusión cultural del trabajo de los
etnólogos, conducente también al desplazamiento de valores establecidos a
partir de una perspectiva exclusivamente eurocentrista. Para la pintura
europea, la escultura africana sería asimilada, como la estampa japonesa en el
siglo anterior, e incorporada al cauce de sus propias búsquedas, como elementos
expresivos liberados de su sustancia original.
En el caso de Lam, por el contrario, el primer encuentro con
África, a través de la mediación europea, despertaría resonancias mucho más
profundas. El momento de viraje que precede al retorno del artista al país
natal, la presencia reiterada de la figura humana como motivo central de sus
cuadros, define un universo marcado por la soledad, la incomunicación y el más
dramático desvalimiento. Más que nunca, el silencio se instala en la pintura
como en territorio propio. El rostro del hombre ha pasado por la máscara y,
portador de su impronta, vuelve a ser rostro del hombre. Así, vuelve al tema
del autorretrato en que los ojos, vacíos como agujeros, se enmarcan con trazos
geométricos.
Nos encontramos, asimismo, en esa etapa decisiva ante lo que
parece ser una sistemática tendencia a desvirtuar todos los temas tradicionales
de la pintura. El autorretrato, el desnudo, aparecen junto a los interiores y
la efigie tipificada de la maternidad. En su silencio, el retrato ha sido
despojado de toda caracterización sicológica.
Ajeno al tiempo, no tiene marca de edad. Está apenas
definido por el color de la piel que trasciende la referencia realista al
resultar, sobre todo, un elemento cromático utilizado en un rejuego de valores
pictóricos.
Este proceso de subversión de los temas tradicionales de la
historia del arte implica algo mucho más profundo que el mero ejercicio formal.
Se integra a una dialéctica en que la negación anda estrechamente unida a la
creación de los cimientos del nuevo edificio.
Si el retrato rehuye todo intento de individualización, los
desnudos hieráticos y frontales parecen remitirnos al reencuentro con el hombre
primigenio, aparentemente indefenso y, en realidad, indestructible. Así, domina
y, a la vez, es aprisionado por el espacio que le rodea, instalado como lo está
en el propio centro y hecho de la misma materia, del mismo color. Parece andar fuera
del tiempo y, sin embargo, debe su origen a un tiempo muy preciso. Algo similar
ocurre con las maternidades que aparecen en estas singulares vísperas del
encuentro de un camino que será el definitivo. También hieráticas y frontales
dichas maternidades, con el niño, que, como un atado, reposa a sus pies o sobre
el vientre. Resueltos de distinta manera, los senos sugieren ubres. Ha dejado
de ser un cuerpo para el disfrute o la admiración, ha dejado de ser odalisca
para asumir su función esencial en la preservación de la especie. Ya no emerge
de un entorno del que habría formado parte. Puede estar apresado por un
conjunto de horizontales, como nuestros tan frecuentes visillos o celosías. De
modo paradójico, esos visillos no se abren a espacios reales. Totalmente
expuestos a la mirada del espectador, por siempre inmóvil, no tiene que
precaverse de otras curiosidades. No hay persianas abiertas a otros horizontes.
Hay un conjunto de horizontales que aherrojan la figura a su centro, a su
destino, a su función primordial.
Sería simplista y, por ende, falso, atribuir la dirección
tomada por la obra de Lam en el breve lapso que separa el término de la guerra
de España de su regreso a Cuba a un neoprimitivismo o a la influencia del
proceso de depuración del lenguaje pictórico emprendido principalmente a partir
del cubismo. Las influencias de un determinado clima artístico existieron, sin
dudas. Para indagar acerca del sentido profundo de una obra y para descubrir
las bases de una poética original no puede bastarnos el catálogo de las
influencias recibidas, como tampoco habremos de encontrar todas las claves en
una biografía pormenorizada.
Fue Marcel Proust el primero en advertir la importancia de
la memoria en el proceso de creación. Jerarquizó en términos absolutos el
célebre mecanismo de asociación que hace resurgir un universo del pastelillo
disuelto en un sorbo de té. Aquel no era más que el punto de partida de una
paciente búsqueda consciente en el recuerdo, acuciosamente anotada en millares
de papeles, verificada en conversaciones con amigos y conocidos. Como parte de
la conciencia humana, el recuerdo se nutre de las vivencias y, a la vez, las
condiciona. Está presente en la mirada con que descubrimos las cosas nuevas, en
la selección que establecemos ante el abigarrado mundo que nos rodea. Y el ya
maduro Proust que emprende la hazaña de recobrar el tiempo perdido cuenta en
esa exploración a través de su memoria con la prolija lectura del esteticista
Ruskin, con el disfrute de las cartas de madame de Sevigné, con su
ambivalente relación —tan similar a la de Swann— con la clase que describe. Al
final de la aventura, trágico inventario de ilusiones perdidas, aquellos que
portaban una aureola prestigiada por el arte medioeval han quedado reducidos a
máscaras de sí mismos.
Hecho de otra materia, porque venido de otro mundo y de otra
historia, armado de otra memoria, Wifredo Lam recorre un camino
diferente. De ahí la clave de un proceso de selección que se expresa ya en sus
primeros resultados, en los que corresponden a los años del viraje definitivo.
En su caso, la marcha también ha sido dolorosa. Se inicia en mestizajes
étnicos, pero sobre todo culturales. Tras la máscara, habrá de aparecer,
inevitablemente, el rostro dramático del hombre. Al recuerdo —que no es
solamente el suyo propio, sino el de un inmenso nosotros— de pueblos enteros
desarraigados llegados a estas tierras procedentes de todas partes, desnudos y
con las manos vacías, habrá de sumarse la experiencia propia de la recién
concluida guerra de España, primer Guernica que presagiaba tantos otros. Por
eso, tipificada, la figura humana, alejada de toda referencia a paisajes o
circunstancias que contribuyan a su individualización, poderosa y dominante, en
los rasgos que le son propios. De ahí la fuerza y el carácter imperecedero que
le son concedidos a la especie humana en los momentos en que su supervivencia
misma está amenazada. La madre nutrirá siempre a un hijo, sólido como si fuera
de piedra.
Portador de esa vieja memoria, que se ha ido construyendo
desde la infancia, pero enriquecida también con las experiencias artísticas y
personales más recientes, Wifredo Lam alcanzará la real dimensión que
hoy le reconocemos. Se ha encontrado a sí mismo en los antiguos lares donde
están sus raíces más profundas.
Podrá ahora, dueño de sí, iniciar el ordenamiento de una
materia que ha permanecido conservada en el recuerdo y que renace en el
redescubrimiento con toda su fuerza original. Así en el plano de una ficción
que tiene mucho de testimonio, habría de ocurrir, en circunstancia semejante,
con Enrique, el protagonista cubano de La consagración de la primavera, de Alejo
Carpentier. En ambos casos, la realidad y el recuerdo, la materia y la memoria
se integran en la toma de conciencia de la coherencia de una cultura, entendido
este término en su acepción más amplia. Estamos ante dos lenguajes diferentes,
ante dos universos artísticos bien diferenciados que responden, sin embargo, a
un mismo llamado.
Porque se trata de descubrir un universo en espera de ser
nombrado —contrariamente a lo que sucedió con Breton—, ninguno de ellos se
detendrá ante los retratos de cabezones que en forma periódica cubrían las
calles de La Habana. Tan insólita galería poco tenía que ver con una real
imaginería popular. Lo insólito no se fabrica. Ha estado presente en la vida
cotidiana, como consecuencia del largo acarreo de los hombres en el sostenido
esfuerzo por transformar el mundo, en la huella que esa incansable lucha va
dejando en su visión de las cosas, en su propia transformación. Nacido de esa
cultura, el artista forja claves expresadas en imágenes sintéticas, con lo que
constituye un sistema de referencias.
En 1943, una silla se instala en el centro de un paisaje
natural. Nada más precario, más endeble en su apariencia que ese mueble tan
presente en la vida común de los hombres. La geometría del asiento se recorta
sobre el fondo vegetal. El eje central de la composición, sostenido en sus
frágiles patas y vértice primero e ineludible para la mirada del espectador, ya
no emerge de un fondo neutro. Está inmerso en un fondo vegetal entretejido de manera
abigarrada, más que exuberante, como si la solución pictórica estuviera
presidida ahora por un obsesivo horror al vacío.
No es casual el cambio. Aparentemente nos encontramos ante
un mueble banal en medio de un paisaje también cotidiano. Cada nuevo encuentro
con el cuadro reafirma la impresión de que no estamos ante el universo
infranqueable de la selva, ante un predominio de fuerzas primigenias en que el
hombre no tiene cabida. En el apretado tejido del follaje, es el hombre quien
preside, anima y jerarquiza el conjunto. Estamos en las fronteras de la vida
doméstica.
Por eso, en su contemplación, el ojo sigue muy dócil el
recorrido propuesto, de los duros ángulos, del asiento geométrico, o las curvas
del búcaro, de ahí, al respaldar, para concluir, al cabo, un movimiento cerrado
en el entorno vegetal.
Ni selva, ni jungla. Hemos llegado al fondo de una memoria
que pertenece a todos. Porque estamos en los linderos de pueblos y ciudades,
allí donde las últimas viviendas, por lo general precarias, terminan en
pequeños sembrados o en zonas silvestres. Es el último límite de una Sagua la
Grande que Wifredo Lam conoció en su infancia, allí donde el
aprendizaje inicial de la vida se efectuó entre leyendas, decires y consejas,
allí donde una rica tradición oral —genuinamente popular ofreció las primeras
explicaciones acerca del origen de las cosas, acerca del sentido de la vida y
de la muerte.
Ese desorden vegetal aparece también más acá de sus límites
en el propio corazón de la ciudad. Es el de los patios y traspatios, el de los
terrenos semiabandonados. Así nos lo recuerda —y no puede soslayarse tan
imprescindible evocación— Carpentier en un célebre pasaje de El siglo de
las luces. En el fondo secreto y olvidado de la casa en que Sofía, Carlos y
Esteban, entonces adolescentes, emprenden su aprendizaje en el mundo nocturno y
cerrado de sus juegos, libros y aparatos de física, existe otro universo
cerrado, el de una tupida floresta. Será el médico Ogier —haitiano por más
señas— quien descubrirá, en las demás emanaciones de ese rincón olvidado, la
causa de los accesos de asma de Esteban. Por caminos distintos, para el
novelista y para el pintor se trasciende la isla y se alcanza una dimensión
antillana.
Para nosotros, esta dimensión de la realidad, tan frecuente
y cotidiana, que no es selva ni jungla, esta naturaleza espesa y habitable,
constituye lo que usualmente llamamos manigua. Y se convierte, entonces, en
sitio habitado por el hombre, en refugio de antiguos cimarrones en tránsito y
campamento de todas nuestras rebeldías. Vive de tal modo en nuestra memoria, en
nuestras leyendas, en la conciencia de nuestra historia que, hace tan solo un
cuarto de siglo, al proclamarse la reforma agraria, la ciudad se llenó de
tractores, decorados de manera espontánea con matojos, todavía verdes, acabados
de cortar. Y hace pocos meses, imágenes venidas de esa misma raíz se
articulaban a una visión cubana y contemporánea del Macbeth de
Shakespeare.
Es preciso volver al cuadro de Lam, a esa silla plantada en
el centro de la vegetación. No estamos, desde luego, ante una escena
costumbrista. A pesar de la dureza de sus ángulos, la silla no es un elemento
ajeno al paisaje que la circunda.
En la composición, rectas y curvas se responden, establecen
un juego de correspondencias. Los troncos de caña que la enmarcan, como
frágiles columnas salomónicas junto a un altar, se emparentan con el diseño del
alto respaldar. La ambivalencia que así se produce convierte el asiento en mesa
sobre la que reposa, en perfecto equilibrio, un búcaro que tiene mucho de ofrenda.
En esta segunda lectura que, necesariamente, se impone, hemos franqueado la
imperceptible frontera que separa la cotidianeidad de la leyenda. Porque cuando
se trata de asumir una cultura en su totalidad, desde dentro, esa frontera no
existe. Por eso, el costumbrismo a secas se detiene en la apariencia de las
cosas y no alcanza la dimensión más profunda de la realidad. Lam traspasa el
apunte pintoresco, aquel que nos dejaron los grabadores extranjeros venidos a
Cuba hace un siglo. Tampoco es un mero ilustrador de mitologías.
La silla y el tronco de cañas que la encuadran conforman un
primer plano, sostenido por la abigarrada trama de una naturaleza silvestre.
Ese horror al vacío evoca nuestra tradición barroca. La composición se
articula, sin embargo, en un perfecto y estable ordenamiento clásico. Las
líneas de fuga son brevísimas, siempre atemperadas por un fundamental rejuego
de verticales y horizontales. El desorden es vencido por una simetría bilateral
casi exacta. Todo parece indicarnos que estamos ante un templo. Pero, en este
caso, la palabra ha sido privada de contenido religioso. Ni católico, ni
yoruba, ni animista, ni pagano.
La imagen del templo viene dada en términos exclusivamente
pictóricos. Responde a la significación que el artista quiere otorgar a los
datos de una realidad en que ahora, de nuevo, está inmerso. Hemos transitado
por los confines en que se conjugan cotidianeidad y leyenda. También se trata
de traspasar los que se establecen entre lo contingente y lo duradero. La hoja
de acanto fue elemento decorativo. Integrada a los monumentos de una cultura
que por mucho tiempo se ha considerado paradigmática. La evocación sugiere un
conjunto de referencias, la identifica. Desde otro horizonte, hacer de la silla
portadora de un búcaro el corazón de un altar obedece a la necesidad de ir
estableciendo los eslabones para el autorreconocimiento de otra cultura. Simple
y poderosa como una sólida armazón arquitectónica que se cierra sobre sí misma,
la composición se mantiene abierta a múltiples significados. Familiar y, a la
vez, distanciada por el equilibrio implícito en su ordenamiento clásico,
encuentra en esa contradicción la causa de lo que pudiera llamarse su misterio.
Antes habían sido desvirtuados los motivos tradicionales tan
reiterados como el retrato, el desnudo, la maternidad. Ahora ocurre lo mismo
con la naturaleza muerta y el paisaje, mediante la singular interrelación entre
ambos elementos. Porque el sentido profundo de la obra no procede de la suma de
los elementos que la integran, ni del predominio de unos sobre otros, sino del
conjunto de contradicciones que se resuelven, al cabo, en la armonía y el
equilibrio finales. En la década del 40 cristalizará la concepción poética y
pictórica de Wifredo Lam, nacida de la necesidad de dar solución, en
términos artísticos, a la confrontación entre una realidad que se presentaba de
manera precaria, mutilada, deshilachada, y la voluntad de expresarla a través
de un universo sólido y coherente.
Esa realidad procedía de muchas fuentes. Tenía sus más
antiguas raíces en los sueños e incertidumbres de la infancia. En las
fabulaciones de distinto origen, intento de dar respuesta a las interrogantes
fundamentales de la vida. Procedente del pasado y revivido por el presente,
estaba ese mágico y cotidiano ambiente natural animado por la cercanía del
hombre, autónomo, y, al mismo tiempo, recreado por él.
Esa memoria personal cobra sentido porque, de alguna manera,
a través de sus diversas connotaciones, lleva en sí la de muchos otros hombres.
La representación de la figura humana ha desaparecido del primer plano. Con
ello, la sensación de soledad se disuelve y se produce una atmósfera en que la
comunicación, otra vez, es posible. Estructuralmente cerrado, pero abierto a
infinitas relecturas, instalado en la fijeza definitiva de lo contingente, el
cuadro nos remite a un universo que parecería estar al margen de la historia.
Y, sin embargo, su razón de ser está condicionada, en última instancia, por ella.
A partir de distintos presupuestos, pero de manera palpable
y casi simultánea en las diferentes manifestaciones artísticas, se pone de
manifiesto desde los años 20 del presente siglo la aspiración a encontrar en
cada una de ellas una vía de expresión y reafirmación de nuestros valores
nacionales. Las soluciones fueron distintas en cada caso y sería imposible
definir aquí lo que cada una tuvo de específico, aunque nos limitáramos tan
solo al terreno de la plástica. Importa mucho más apuntar las coincidencias.
Los rasgos nacionales dejaban de estar reducidos a los
elementos externos, tales como personajes pintorescos, aspectos particulares de
la flora inscritos en un paisaje de concepción netamente europea. Se intentaba
una exploración más profunda de dimensiones de la realidad subyacente bajo las
apariencias tantas veces observadas desde un punto de vista nativista, vale
decir, externo. A veces, la perspectiva era crítica, social. Pero, con mayor
frecuencia, el sentido de reafirmación tomaba en cuenta, en lo fundamental, la
síntesis y exaltación de valores culturales. Se proponía así un proceso de
autorreconocimiento indispensable en una etapa histórica en la que la formal
independencia del país abría paso a un feroz dominio colonial que actuaba,
tanto en la esfera de la economía, como en la vida espiritual. Esa dimensión
nueva de la realidad no habría de revelarse en escenografías espectaculares,
sino en lo que hasta entonces permanecía oculto en la cotidianeidad. Así iban
apareciendo, como nuevas señales para una identificación necesaria, la joven
mestiza con un pañuelo en la cabeza, interiores —ahora proletarizados—de las
viejas casas coloniales, campesinos endomingados o la brutal sensualidad de un
rapto con mujeres expectantes ante la entrega. Lo precario, lo que parecía a
punto de ser destruido, se convertía en mito, en asidero.
Sentar las bases para una necesaria reafirmación nacional no
implica que el arte se encerrara en un desarrollo autárquico. Antes, los
pintores habían querido ser románticos o impresionistas a la manera europea. La
actitud, ahora, era otra. No hubo cubistas, surrealistas o expresionistas a la
manera europea. En Cuba, en América, la vanguardia fue asimilada con sentido
creador. Al traspasar las fronteras, cambió de signo. Sus hallazgos, utilizados
con toda libertad, se pusieron en función de nuevas exigencias.
Inseparable del logro de la plena liberación del país, la
cristalización y una verdadera cultura nacional habría de esperar la
culminación de ese proceso con el triunfo de la Revolución de enero de 1959.
Sin embargo, por distintas vías, las de la investigación científica y la de la
creación artística, en el presente siglo se produce el empeño por integrar
corrientes que hasta entonces aparecían como yuxtapuestas. Desde las perspectivas
de la ciencia, Fernando Ortiz impone un abordaje cultural a las
expresiones de origen africano históricamente menospreciadas. La música y la
poesía —Guillén, en particular— introducen nuevos ritmos. Este nuevo modo de
explorar la realidad resulta válido porque se rehuye la imagen estereotipada y
pintorequista, porque se trata de una genuina exploración a partir de fuentes
populares. El punto de vista adoptado sobrepasa una estrecha concepción étnica.
Las fuentes más profundas de nuestra cultura no se derivan de tradiciones
congeladas en compartimentos estancos.
En la base de la pirámide social del país coexistieron,
interrelacionados en luchas, trabajos o en la guerra, africanos, españoles y
chinos, inmigrantes venidos de todas partes, siempre con las manos vacías,
hacinados en las bodegas de los barcos, encadenados unos, libres otros en
apariencias, contratados como culíes los restantes. Permanecieron con lo que
quedaba de su memoria. Y se transformaron en el nuevo contexto. A partir de ahí
se produjo un profundo mestizaje, racial, pero, sobre todo, cultural.
Muchas veces se ha especulado acerca de la impronta dejada
en la obra de Lam por su origen mestizo. Con la lucidez que lo caracteriza, Fernando
Ortiz ha insistido en que no se trata de una cuestión de sangre, sino de
cultura.
Por ello, la experiencia personal se inscribe en una
conciencia colectiva mucho más amplia, asentada en una fuente popular que se va
elaborando progresivamente y en la voluntad de ser de una nación. Surge, crece
y se define como expresión artística única, de forma orgánica, al proceso de
afirmación nacional. Y, sin saberlo, trasciende esos límites.
Ya José Martí había previsto, con el nacimiento del
imperialismo, el papel que habría de corresponder a las Antillas. Con lentitud
se nos ha ido revelando la coherencia real, de origen y destino, que existe en
ese universo que hoy preferimos llamar Caribe. Establecido sobre la mano
de obra esclava y el dominio colonial, se ha nutrido de pobladores venidos de
los tres continentes. El rostro se va construyendo a partir del más intenso y
brutal proceso de transculturación que se haya conocido nunca. Aquí han estado
europeos de lenguas diferentes, africanos de distintas regiones y culturas,
asiáticos de las más diversas zonas del inmenso continente. Yuxtapuestos y
amalgamados, esos mundos se funden en la marcha de la Historia.
El descubrimiento y la reconquista de la propia identidad es
una noción que se ha ido abriendo paso poco a poco entre los artistas de esta
parte del mundo. No ha sido un movimiento simultáneo, pero marca una etapa en
el desarrollo de nuestras culturas. Donde siempre las metrópolis habían
instaurado sus modelos, la confrontación y la reafirmación de las propias
particularidades resultaron indispensables. El deslinde de las características
del país natal condujo a la valoración de las similitudes. Hay un salto
conceptual apreciable entre una deliciosa novela como Sena, del haitiano
Ibbert, y las obras posteriores de Jacques Roumain y Alexis. El parentesco que
nos une se advierte en el plano social. Todos hemos sido, en alguna forma, lo
que Nicolás Guillén llamó, con ironía que linda con el sarcasmo, West
Indies Ltd.
Pero esta afirmación, el modo de hacerla, entraña también
una definición cultural. Con Guillén, con Lam, con Carpentier, por hablar tan
solo de Cuba y de sus ejemplos más notorios, se va configurando una imagen de
este Caribe nuestro, mediterráneo de América, como lo ha precisado
Carpentier.
La obra de arte vive mientras el lector pueda mantener con
ella un permanente y renovado diálogo. Porque el disfrute de la obra de
creación no se halla en la mera contemplación pasiva. Está en el debate
permanente entre las propuestas que alguna vez se hicieron y la mirada del
espectador, portadora de su propia cultura, de su propia memoria, de su propia
experiencia vital. La obra de Wifredo Lam, tal y como se manifiesta en “La
silla”, descubridora de la fuerza latente en un mundo precario que tomaba
conciencia de sí, prosiguió luego su empecinada búsqueda de un orden que
presidiera el aparente caos. Fue depurando cuanto le parecía accesorio.
Para que la obra de Lam creciera como tronco fecundo y
significativo, fue necesario que en el reencuentro con la tierra, sus raíces se
hundieran profundamente en ella. Hoy, desde la perspectiva de Cuba en 1984,
sabemos que nuestra cultura no ha encontrado todavía su hoja de acanto, porque
se inscribe en un ciclo de desarrollo abierto hacia un futuro de fronteras sin
límites. En lo que hemos sido y en lo que somos, todavía nos reconocemos en las
imágenes dejadas por nuestros artistas. Nos pertenecen la “Gitana” de Víctor
Manuel, “Los guajiros” de Abela, “El rapto” de Carlos Enríquez, las naturalezas
muertas de Amelia, el paisaje cubano de Pogolotti, el “Retrato de familia” de
Arístides Fernández, los gallos de Mariano, las ciudades de Portocarrero, las
aguas territoriales de Martínez Pedro, como también es nuestra “La silla” de
Lam. Por todas esas vías reconocemos nuestro universo y nos descubrimos a
nosotros mismos. Hoy, cuando la vida me impone la separación definitiva de las
artes plásticas, he visto lo suficiente como para saber que a aquellas,
precursoras, se han seguido sumando otras, en el cine, en la fotografía, en la
pintura y el grabado, nacidas de la tierra recién removida.
No somos cisne aprisionado en las aguas de un lago
congelado. Asumimos, como lo dijo el poeta, “le vierge, le vivace, et le bel
aujourd’hui”, el siempre virgen desafío del presente. Haciendo, nos hacemos.
El presente artículo de Graziella Pogolotti, pertenece
a “Wifredo Lam: materia y memoria”. Sobre Wifredo Lam. La Habana, Editorial
Letras Cubanas, 1986, pp.7-25.