“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

29/12/12

Wifredo Lam / Materia y memoria

Emblema ✆ Wifredo Lam
Graziella Pogolotti                                                                          

Cuentan que, de paso por La Habana, André Breton descubrió que lo insólito se desplegaba de manera natural por las calles. Encontrábase el país en plena campaña electoral y, tal como solía ocurrir en nuestra república neocolonial, enormes retratos de políticos sonrientes, que alcanzaban la altura de un piso, bordeaban el Parque Central, mientras sus efigies, de tamaño menor, aparecían colgando de árboles, columnas, postes eléctricos, como si ya se hubiera cumplido el mandato histórico que los condenaba para siempre.

La mirada del visitante casual, adiestrada en la búsqueda de lo insólito, había advertido quizá un síntoma revelador en las contradicciones propias de un mundo en el que, por lo demás, no se detuvo.


Se encontraba, de hecho, en las fronteras de lo desconocido, tal como habría de ocurrirle, también en un breve recorrido por una ciudad hasta entonces ignorada, a Ti Noel, el personaje ficticio que nos conduce a través de El reino de este mundo, de Alejo Carpentier. Sin pasaporte, porque aún carece de identidad, el haitiano contempla con asombro las efigies, mediante las cuales los dueños de la tierra en que trabajaba designaban de manera convencional los comercios que habitualmente frecuentaban.

En verdad, para los surrealistas, lo insólito había tenido un sentido bien diferente. Se impuso por la necesidad de renovar un universo en que las cosas parecían ordenadas, clasificadas para siempre y, en cierto modo, gastadas por el uso. Así, cuando se recorren las páginas de El amor loco, de Breton, cuando se observan las ilustraciones que necesariamente acompañan el volumen, la magia de un nuevo ordenamiento de las cosas nace del predominio de lo casual sobre lo premeditado, de la misma manera que lo contingente, esos andamios que recubren la Tour-Saint-Jacques, devuelven en la magia de una noche privilegiada la inesperada posibilidad de una inocencia reconquistada, entre unas calles, sin embargo, tantas veces transitadas.

La conjunción de un paraguas con otros objetos heterogéneos podía servir para subvertir la certidumbre convertida en rutina. Pero resultó un detonante más, entre muchos otros, para el descubrimiento de las culturas hasta entonces marginadas.

No solo había entrado en crisis un modelo cultural. Estaba en quiebra el viejo orden en su totalidad. De alguna manera lo sabían los surrealistas al apropiarse de la palabra que daría la tónica a un siglo que, para ellos también, había nacido en 1917. Y los gérmenes de esa ruptura venían desde muy atrás.

Aparecen aún en alguien como Paul Cézanne, paciente y tozudo constructor de un mundo autónomo, sólido, incorruptible, eterno. La pintura resultaba así contrapartida necesaria ante la fragilidad de los valores y de las cosas.

Para los artistas venidos de otras tierras, la primacía concedida a lo insólito iba a servir de punto de partida para una operación inversa. De ahí que el prólogo de Alejo Carpentier a El reino de este mundo resulte, en cierto modo, un contramanifiesto. Lo sorprendente no requería aquí un proceso de elaboración artificial. Surgía a cada paso, en medio de una realidad inexplorada, donde las cosas todavía estaban por nombrar, donde no había certidumbre por derrumbar. Aun los falsos modelos —nos revela El reino de este mundo y nos muestra en un desarrollo más explícito El recurso del método— se integran al particular movimiento de una dialéctica que se definiría como “lo real maravilloso”. Un universo, como parte de una materia a la que aún mucho faltaba por explorar, aparecía en espera de claves que contribuyeran al descubrimiento siempre renovado de sus más profundos significados. Por vías paralelas, pintores, escritores y músicos asumen en nuestra América la tradición artística europea. Pero en una etapa en que el proceso de descolonización se expresa en términos de rescate de la propia identidad, el modo de asimilar esa herencia también ha cambiado. Ya no nos encontramos ante un conjunto de modelos paradigmáticos, sino ante un instrumental procedente de distintas fuentes y que resulta, por ello, flexible, transformable en la medida en que se inserta en otros contextos. No son epígonos de escuelas transitadas por otros, sino fundadores en un camino en el que se integran la exigencia artística y una indiscutible funcionalidad social y cultural.

Para Wifredo Lam, como para muchos de sus contemporáneos, el tránsito entre las corrientes artísticas que, durante el periodo de entreguerras, tuvieron su centro en París, representó una etapa de aprendizaje en la búsqueda de la definición de su propia imagen artística, de lo que con justicia puede denominarse, aunque se exprese en términos pictóricos, su propia poética. El sentido de esa exploración necesaria se advierte en la diferencia que separa los dibujos juveniles del maestro —el retrato de su padre o su autorretrato—, de excelente factura y trazos seguros, pero apegados al tradicional estudio académico, por su concepción, de las obras que produce, 15 años más tarde, al término de la década del 30.

En esa fecha relativamente tardía, el proceso no ha llegado aún a su cristalización definitiva. Pero se manifiestan de manera bastante clara los signos reveladores de su orientación final. Es obvio, entonces, que al examinar las fuentes nutricias de todo verdadero creador, ninguna de ellas puede valorarse en términos absolutos. No estamos —y hay que repetirlo— ante un epígono. Con raíces profundamente asentadas en un universo específico irá efectuando un trabajo de selección y descarte, que tomará su bien —para transformarlo, de donde mejor le parezca en la medida en que sus propósitos se van perfilando, mediante la permanente confrontación con la propia obra.

Para expresar el universo que reposaba en la memoria de Lam, el punto de giro indispensable había sido el desplazamiento del sistema de referencias establecido a partir del renacimiento. Contribuyó a ello, no solo la corriente de ideas producidas en torno al surrealismo, más importante que la escuela pictórica que se atuvo con mayor fidelidad a los principios teóricos formulados por Breton. Precisa tener en cuenta también la revelación del arte negro y la jerarquía que se le concede, tanto desde el punto de vista artístico, como en lo que respecta a la repercusión cultural del trabajo de los etnólogos, conducente también al desplazamiento de valores establecidos a partir de una perspectiva exclusivamente eurocentrista. Para la pintura europea, la escultura africana sería asimilada, como la estampa japonesa en el siglo anterior, e incorporada al cauce de sus propias búsquedas, como elementos expresivos liberados de su sustancia original.

En el caso de Lam, por el contrario, el primer encuentro con África, a través de la mediación europea, despertaría resonancias mucho más profundas. El momento de viraje que precede al retorno del artista al país natal, la presencia reiterada de la figura humana como motivo central de sus cuadros, define un universo marcado por la soledad, la incomunicación y el más dramático desvalimiento. Más que nunca, el silencio se instala en la pintura como en territorio propio. El rostro del hombre ha pasado por la máscara y, portador de su impronta, vuelve a ser rostro del hombre. Así, vuelve al tema del autorretrato en que los ojos, vacíos como agujeros, se enmarcan con trazos geométricos.

Nos encontramos, asimismo, en esa etapa decisiva ante lo que parece ser una sistemática tendencia a desvirtuar todos los temas tradicionales de la pintura. El autorretrato, el desnudo, aparecen junto a los interiores y la efigie tipificada de la maternidad. En su silencio, el retrato ha sido despojado de toda caracterización sicológica.

Ajeno al tiempo, no tiene marca de edad. Está apenas definido por el color de la piel que trasciende la referencia realista al resultar, sobre todo, un elemento cromático utilizado en un rejuego de valores pictóricos.

Este proceso de subversión de los temas tradicionales de la historia del arte implica algo mucho más profundo que el mero ejercicio formal. Se integra a una dialéctica en que la negación anda estrechamente unida a la creación de los cimientos del nuevo edificio.

Si el retrato rehuye todo intento de individualización, los desnudos hieráticos y frontales parecen remitirnos al reencuentro con el hombre primigenio, aparentemente indefenso y, en realidad, indestructible. Así, domina y, a la vez, es aprisionado por el espacio que le rodea, instalado como lo está en el propio centro y hecho de la misma materia, del mismo color. Parece andar fuera del tiempo y, sin embargo, debe su origen a un tiempo muy preciso. Algo similar ocurre con las maternidades que aparecen en estas singulares vísperas del encuentro de un camino que será el definitivo. También hieráticas y frontales dichas maternidades, con el niño, que, como un atado, reposa a sus pies o sobre el vientre. Resueltos de distinta manera, los senos sugieren ubres. Ha dejado de ser un cuerpo para el disfrute o la admiración, ha dejado de ser odalisca para asumir su función esencial en la preservación de la especie. Ya no emerge de un entorno del que habría formado parte. Puede estar apresado por un conjunto de horizontales, como nuestros tan frecuentes visillos o celosías. De modo paradójico, esos visillos no se abren a espacios reales. Totalmente expuestos a la mirada del espectador, por siempre inmóvil, no tiene que precaverse de otras curiosidades. No hay persianas abiertas a otros horizontes. Hay un conjunto de horizontales que aherrojan la figura a su centro, a su destino, a su función primordial.

Sería simplista y, por ende, falso, atribuir la dirección tomada por la obra de Lam en el breve lapso que separa el término de la guerra de España de su regreso a Cuba a un neoprimitivismo o a la influencia del proceso de depuración del lenguaje pictórico emprendido principalmente a partir del cubismo. Las influencias de un determinado clima artístico existieron, sin dudas. Para indagar acerca del sentido profundo de una obra y para descubrir las bases de una poética original no puede bastarnos el catálogo de las influencias recibidas, como tampoco habremos de encontrar todas las claves en una biografía pormenorizada.

Fue Marcel Proust el primero en advertir la importancia de la memoria en el proceso de creación. Jerarquizó en términos absolutos el célebre mecanismo de asociación que hace resurgir un universo del pastelillo disuelto en un sorbo de té. Aquel no era más que el punto de partida de una paciente búsqueda consciente en el recuerdo, acuciosamente anotada en millares de papeles, verificada en conversaciones con amigos y conocidos. Como parte de la conciencia humana, el recuerdo se nutre de las vivencias y, a la vez, las condiciona. Está presente en la mirada con que descubrimos las cosas nuevas, en la selección que establecemos ante el abigarrado mundo que nos rodea. Y el ya maduro Proust que emprende la hazaña de recobrar el tiempo perdido cuenta en esa exploración a través de su memoria con la prolija lectura del esteticista Ruskin, con el disfrute de las cartas de madame de Sevigné, con su ambivalente relación —tan similar a la de Swann— con la clase que describe. Al final de la aventura, trágico inventario de ilusiones perdidas, aquellos que portaban una aureola prestigiada por el arte medioeval han quedado reducidos a máscaras de sí mismos.

Hecho de otra materia, porque venido de otro mundo y de otra historia, armado de otra memoria, Wifredo Lam recorre un camino diferente. De ahí la clave de un proceso de selección que se expresa ya en sus primeros resultados, en los que corresponden a los años del viraje definitivo. En su caso, la marcha también ha sido dolorosa. Se inicia en mestizajes étnicos, pero sobre todo culturales. Tras la máscara, habrá de aparecer, inevitablemente, el rostro dramático del hombre. Al recuerdo —que no es solamente el suyo propio, sino el de un inmenso nosotros— de pueblos enteros desarraigados llegados a estas tierras procedentes de todas partes, desnudos y con las manos vacías, habrá de sumarse la experiencia propia de la recién concluida guerra de España, primer Guernica que presagiaba tantos otros. Por eso, tipificada, la figura humana, alejada de toda referencia a paisajes o circunstancias que contribuyan a su individualización, poderosa y dominante, en los rasgos que le son propios. De ahí la fuerza y el carácter imperecedero que le son concedidos a la especie humana en los momentos en que su supervivencia misma está amenazada. La madre nutrirá siempre a un hijo, sólido como si fuera de piedra.

Portador de esa vieja memoria, que se ha ido construyendo desde la infancia, pero enriquecida también con las experiencias artísticas y personales más recientes, Wifredo Lam alcanzará la real dimensión que hoy le reconocemos. Se ha encontrado a sí mismo en los antiguos lares donde están sus raíces más profundas.

Podrá ahora, dueño de sí, iniciar el ordenamiento de una materia que ha permanecido conservada en el recuerdo y que renace en el redescubrimiento con toda su fuerza original. Así en el plano de una ficción que tiene mucho de testimonio, habría de ocurrir, en circunstancia semejante, con Enrique, el protagonista cubano de La consagración de la primavera, de Alejo Carpentier. En ambos casos, la realidad y el recuerdo, la materia y la memoria se integran en la toma de conciencia de la coherencia de una cultura, entendido este término en su acepción más amplia. Estamos ante dos lenguajes diferentes, ante dos universos artísticos bien diferenciados que responden, sin embargo, a un mismo llamado.

Porque se trata de descubrir un universo en espera de ser nombrado —contrariamente a lo que sucedió con Breton—, ninguno de ellos se detendrá ante los retratos de cabezones que en forma periódica cubrían las calles de La Habana. Tan insólita galería poco tenía que ver con una real imaginería popular. Lo insólito no se fabrica. Ha estado presente en la vida cotidiana, como consecuencia del largo acarreo de los hombres en el sostenido esfuerzo por transformar el mundo, en la huella que esa incansable lucha va dejando en su visión de las cosas, en su propia transformación. Nacido de esa cultura, el artista forja claves expresadas en imágenes sintéticas, con lo que constituye un sistema de referencias.

En 1943, una silla se instala en el centro de un paisaje natural. Nada más precario, más endeble en su apariencia que ese mueble tan presente en la vida común de los hombres. La geometría del asiento se recorta sobre el fondo vegetal. El eje central de la composición, sostenido en sus frágiles patas y vértice primero e ineludible para la mirada del espectador, ya no emerge de un fondo neutro. Está inmerso en un fondo vegetal entretejido de manera abigarrada, más que exuberante, como si la solución pictórica estuviera presidida ahora por un obsesivo horror al vacío.

No es casual el cambio. Aparentemente nos encontramos ante un mueble banal en medio de un paisaje también cotidiano. Cada nuevo encuentro con el cuadro reafirma la impresión de que no estamos ante el universo infranqueable de la selva, ante un predominio de fuerzas primigenias en que el hombre no tiene cabida. En el apretado tejido del follaje, es el hombre quien preside, anima y jerarquiza el conjunto. Estamos en las fronteras de la vida doméstica.

Por eso, en su contemplación, el ojo sigue muy dócil el recorrido propuesto, de los duros ángulos, del asiento geométrico, o las curvas del búcaro, de ahí, al respaldar, para concluir, al cabo, un movimiento cerrado en el entorno vegetal.

Ni selva, ni jungla. Hemos llegado al fondo de una memoria que pertenece a todos. Porque estamos en los linderos de pueblos y ciudades, allí donde las últimas viviendas, por lo general precarias, terminan en pequeños sembrados o en zonas silvestres. Es el último límite de una Sagua la Grande que Wifredo Lam conoció en su infancia, allí donde el aprendizaje inicial de la vida se efectuó entre leyendas, decires y consejas, allí donde una rica tradición oral —genuinamente popular ofreció las primeras explicaciones acerca del origen de las cosas, acerca del sentido de la vida y de la muerte.

Ese desorden vegetal aparece también más acá de sus límites en el propio corazón de la ciudad. Es el de los patios y traspatios, el de los terrenos semiabandonados. Así nos lo recuerda —y no puede soslayarse tan imprescindible evocación— Carpentier en un célebre pasaje de El siglo de las luces. En el fondo secreto y olvidado de la casa en que Sofía, Carlos y Esteban, entonces adolescentes, emprenden su aprendizaje en el mundo nocturno y cerrado de sus juegos, libros y aparatos de física, existe otro universo cerrado, el de una tupida floresta. Será el médico Ogier —haitiano por más señas— quien descubrirá, en las demás emanaciones de ese rincón olvidado, la causa de los accesos de asma de Esteban. Por caminos distintos, para el novelista y para el pintor se trasciende la isla y se alcanza una dimensión antillana.

Para nosotros, esta dimensión de la realidad, tan frecuente y cotidiana, que no es selva ni jungla, esta naturaleza espesa y habitable, constituye lo que usualmente llamamos manigua. Y se convierte, entonces, en sitio habitado por el hombre, en refugio de antiguos cimarrones en tránsito y campamento de todas nuestras rebeldías. Vive de tal modo en nuestra memoria, en nuestras leyendas, en la conciencia de nuestra historia que, hace tan solo un cuarto de siglo, al proclamarse la reforma agraria, la ciudad se llenó de tractores, decorados de manera espontánea con matojos, todavía verdes, acabados de cortar. Y hace pocos meses, imágenes venidas de esa misma raíz se articulaban a una visión cubana y contemporánea del Macbeth de Shakespeare.

Es preciso volver al cuadro de Lam, a esa silla plantada en el centro de la vegetación. No estamos, desde luego, ante una escena costumbrista. A pesar de la dureza de sus ángulos, la silla no es un elemento ajeno al paisaje que la circunda.

En la composición, rectas y curvas se responden, establecen un juego de correspondencias. Los troncos de caña que la enmarcan, como frágiles columnas salomónicas junto a un altar, se emparentan con el diseño del alto respaldar. La ambivalencia que así se produce convierte el asiento en mesa sobre la que reposa, en perfecto equilibrio, un búcaro que tiene mucho de ofrenda. En esta segunda lectura que, necesariamente, se impone, hemos franqueado la imperceptible frontera que separa la cotidianeidad de la leyenda. Porque cuando se trata de asumir una cultura en su totalidad, desde dentro, esa frontera no existe. Por eso, el costumbrismo a secas se detiene en la apariencia de las cosas y no alcanza la dimensión más profunda de la realidad. Lam traspasa el apunte pintoresco, aquel que nos dejaron los grabadores extranjeros venidos a Cuba hace un siglo. Tampoco es un mero ilustrador de mitologías.

La silla y el tronco de cañas que la encuadran conforman un primer plano, sostenido por la abigarrada trama de una naturaleza silvestre. Ese horror al vacío evoca nuestra tradición barroca. La composición se articula, sin embargo, en un perfecto y estable ordenamiento clásico. Las líneas de fuga son brevísimas, siempre atemperadas por un fundamental rejuego de verticales y horizontales. El desorden es vencido por una simetría bilateral casi exacta. Todo parece indicarnos que estamos ante un templo. Pero, en este caso, la palabra ha sido privada de contenido religioso. Ni católico, ni yoruba, ni animista, ni pagano.

La imagen del templo viene dada en términos exclusivamente pictóricos. Responde a la significación que el artista quiere otorgar a los datos de una realidad en que ahora, de nuevo, está inmerso. Hemos transitado por los confines en que se conjugan cotidianeidad y leyenda. También se trata de traspasar los que se establecen entre lo contingente y lo duradero. La hoja de acanto fue elemento decorativo. Integrada a los monumentos de una cultura que por mucho tiempo se ha considerado paradigmática. La evocación sugiere un conjunto de referencias, la identifica. Desde otro horizonte, hacer de la silla portadora de un búcaro el corazón de un altar obedece a la necesidad de ir estableciendo los eslabones para el autorreconocimiento de otra cultura. Simple y poderosa como una sólida armazón arquitectónica que se cierra sobre sí misma, la composición se mantiene abierta a múltiples significados. Familiar y, a la vez, distanciada por el equilibrio implícito en su ordenamiento clásico, encuentra en esa contradicción la causa de lo que pudiera llamarse su misterio.

Antes habían sido desvirtuados los motivos tradicionales tan reiterados como el retrato, el desnudo, la maternidad. Ahora ocurre lo mismo con la naturaleza muerta y el paisaje, mediante la singular interrelación entre ambos elementos. Porque el sentido profundo de la obra no procede de la suma de los elementos que la integran, ni del predominio de unos sobre otros, sino del conjunto de contradicciones que se resuelven, al cabo, en la armonía y el equilibrio finales. En la década del 40 cristalizará la concepción poética y pictórica de Wifredo Lam, nacida de la necesidad de dar solución, en términos artísticos, a la confrontación entre una realidad que se presentaba de manera precaria, mutilada, deshilachada, y la voluntad de expresarla a través de un universo sólido y coherente.

Esa realidad procedía de muchas fuentes. Tenía sus más antiguas raíces en los sueños e incertidumbres de la infancia. En las fabulaciones de distinto origen, intento de dar respuesta a las interrogantes fundamentales de la vida. Procedente del pasado y revivido por el presente, estaba ese mágico y cotidiano ambiente natural animado por la cercanía del hombre, autónomo, y, al mismo tiempo, recreado por él.

Esa memoria personal cobra sentido porque, de alguna manera, a través de sus diversas connotaciones, lleva en sí la de muchos otros hombres. La representación de la figura humana ha desaparecido del primer plano. Con ello, la sensación de soledad se disuelve y se produce una atmósfera en que la comunicación, otra vez, es posible. Estructuralmente cerrado, pero abierto a infinitas relecturas, instalado en la fijeza definitiva de lo contingente, el cuadro nos remite a un universo que parecería estar al margen de la historia. Y, sin embargo, su razón de ser está condicionada, en última instancia, por ella.

A partir de distintos presupuestos, pero de manera palpable y casi simultánea en las diferentes manifestaciones artísticas, se pone de manifiesto desde los años 20 del presente siglo la aspiración a encontrar en cada una de ellas una vía de expresión y reafirmación de nuestros valores nacionales. Las soluciones fueron distintas en cada caso y sería imposible definir aquí lo que cada una tuvo de específico, aunque nos limitáramos tan solo al terreno de la plástica. Importa mucho más apuntar las coincidencias.

Los rasgos nacionales dejaban de estar reducidos a los elementos externos, tales como personajes pintorescos, aspectos particulares de la flora inscritos en un paisaje de concepción netamente europea. Se intentaba una exploración más profunda de dimensiones de la realidad subyacente bajo las apariencias tantas veces observadas desde un punto de vista nativista, vale decir, externo. A veces, la perspectiva era crítica, social. Pero, con mayor frecuencia, el sentido de reafirmación tomaba en cuenta, en lo fundamental, la síntesis y exaltación de valores culturales. Se proponía así un proceso de autorreconocimiento indispensable en una etapa histórica en la que la formal independencia del país abría paso a un feroz dominio colonial que actuaba, tanto en la esfera de la economía, como en la vida espiritual. Esa dimensión nueva de la realidad no habría de revelarse en escenografías espectaculares, sino en lo que hasta entonces permanecía oculto en la cotidianeidad. Así iban apareciendo, como nuevas señales para una identificación necesaria, la joven mestiza con un pañuelo en la cabeza, interiores —ahora proletarizados—de las viejas casas coloniales, campesinos endomingados o la brutal sensualidad de un rapto con mujeres expectantes ante la entrega. Lo precario, lo que parecía a punto de ser destruido, se convertía en mito, en asidero.

Sentar las bases para una necesaria reafirmación nacional no implica que el arte se encerrara en un desarrollo autárquico. Antes, los pintores habían querido ser románticos o impresionistas a la manera europea. La actitud, ahora, era otra. No hubo cubistas, surrealistas o expresionistas a la manera europea. En Cuba, en América, la vanguardia fue asimilada con sentido creador. Al traspasar las fronteras, cambió de signo. Sus hallazgos, utilizados con toda libertad, se pusieron en función de nuevas exigencias.

Inseparable del logro de la plena liberación del país, la cristalización y una verdadera cultura nacional habría de esperar la culminación de ese proceso con el triunfo de la Revolución de enero de 1959. Sin embargo, por distintas vías, las de la investigación científica y la de la creación artística, en el presente siglo se produce el empeño por integrar corrientes que hasta entonces aparecían como yuxtapuestas. Desde las perspectivas de la ciencia, Fernando Ortiz impone un abordaje cultural a las expresiones de origen africano históricamente menospreciadas. La música y la poesía —Guillén, en particular— introducen nuevos ritmos. Este nuevo modo de explorar la realidad resulta válido porque se rehuye la imagen estereotipada y pintorequista, porque se trata de una genuina exploración a partir de fuentes populares. El punto de vista adoptado sobrepasa una estrecha concepción étnica. Las fuentes más profundas de nuestra cultura no se derivan de tradiciones congeladas en compartimentos estancos.

En la base de la pirámide social del país coexistieron, interrelacionados en luchas, trabajos o en la guerra, africanos, españoles y chinos, inmigrantes venidos de todas partes, siempre con las manos vacías, hacinados en las bodegas de los barcos, encadenados unos, libres otros en apariencias, contratados como culíes los restantes. Permanecieron con lo que quedaba de su memoria. Y se transformaron en el nuevo contexto. A partir de ahí se produjo un profundo mestizaje, racial, pero, sobre todo, cultural.

Muchas veces se ha especulado acerca de la impronta dejada en la obra de Lam por su origen mestizo. Con la lucidez que lo caracteriza, Fernando Ortiz ha insistido en que no se trata de una cuestión de sangre, sino de cultura.

Por ello, la experiencia personal se inscribe en una conciencia colectiva mucho más amplia, asentada en una fuente popular que se va elaborando progresivamente y en la voluntad de ser de una nación. Surge, crece y se define como expresión artística única, de forma orgánica, al proceso de afirmación nacional. Y, sin saberlo, trasciende esos límites.

Ya José Martí había previsto, con el nacimiento del imperialismo, el papel que habría de corresponder a las Antillas. Con lentitud se nos ha ido revelando la coherencia real, de origen y destino, que existe en ese universo que hoy preferimos llamar Caribe. Establecido sobre la mano de obra esclava y el dominio colonial, se ha nutrido de pobladores venidos de los tres continentes. El rostro se va construyendo a partir del más intenso y brutal proceso de transculturación que se haya conocido nunca. Aquí han estado europeos de lenguas diferentes, africanos de distintas regiones y culturas, asiáticos de las más diversas zonas del inmenso continente. Yuxtapuestos y amalgamados, esos mundos se funden en la marcha de la Historia.

El descubrimiento y la reconquista de la propia identidad es una noción que se ha ido abriendo paso poco a poco entre los artistas de esta parte del mundo. No ha sido un movimiento simultáneo, pero marca una etapa en el desarrollo de nuestras culturas. Donde siempre las metrópolis habían instaurado sus modelos, la confrontación y la reafirmación de las propias particularidades resultaron indispensables. El deslinde de las características del país natal condujo a la valoración de las similitudes. Hay un salto conceptual apreciable entre una deliciosa novela como Sena, del haitiano Ibbert, y las obras posteriores de Jacques Roumain y Alexis. El parentesco que nos une se advierte en el plano social. Todos hemos sido, en alguna forma, lo que Nicolás Guillén llamó, con ironía que linda con el sarcasmo, West Indies Ltd.

Pero esta afirmación, el modo de hacerla, entraña también una definición cultural. Con Guillén, con Lam, con Carpentier, por hablar tan solo de Cuba y de sus ejemplos más notorios, se va configurando una imagen de este Caribe nuestro, mediterráneo de América, como lo ha precisado Carpentier.
La obra de arte vive mientras el lector pueda mantener con ella un permanente y renovado diálogo. Porque el disfrute de la obra de creación no se halla en la mera contemplación pasiva. Está en el debate permanente entre las propuestas que alguna vez se hicieron y la mirada del espectador, portadora de su propia cultura, de su propia memoria, de su propia experiencia vital. La obra de Wifredo Lam, tal y como se manifiesta en “La silla”, descubridora de la fuerza latente en un mundo precario que tomaba conciencia de sí, prosiguió luego su empecinada búsqueda de un orden que presidiera el aparente caos. Fue depurando cuanto le parecía accesorio.

Para que la obra de Lam creciera como tronco fecundo y significativo, fue necesario que en el reencuentro con la tierra, sus raíces se hundieran profundamente en ella. Hoy, desde la perspectiva de Cuba en 1984, sabemos que nuestra cultura no ha encontrado todavía su hoja de acanto, porque se inscribe en un ciclo de desarrollo abierto hacia un futuro de fronteras sin límites. En lo que hemos sido y en lo que somos, todavía nos reconocemos en las imágenes dejadas por nuestros artistas. Nos pertenecen la “Gitana” de Víctor Manuel, “Los guajiros” de Abela, “El rapto” de Carlos Enríquez, las naturalezas muertas de Amelia, el paisaje cubano de Pogolotti, el “Retrato de familia” de Arístides Fernández, los gallos de Mariano, las ciudades de Portocarrero, las aguas territoriales de Martínez Pedro, como también es nuestra “La silla” de Lam. Por todas esas vías reconocemos nuestro universo y nos descubrimos a nosotros mismos. Hoy, cuando la vida me impone la separación definitiva de las artes plásticas, he visto lo suficiente como para saber que a aquellas, precursoras, se han seguido sumando otras, en el cine, en la fotografía, en la pintura y el grabado, nacidas de la tierra recién removida.

No somos cisne aprisionado en las aguas de un lago congelado. Asumimos, como lo dijo el poeta, “le vierge, le vivace, et le bel aujourd’hui”, el siempre virgen desafío del presente. Haciendo, nos hacemos.

El presente artículo de Graziella Pogolotti, pertenece a “Wifredo Lam: materia y memoria”. Sobre Wifredo Lam. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1986, pp.7-25.