Leon Trotsky ✆ Luiz Fernando Reis |
La historia es como el mar y las mareas y olas avanzan y
retroceden para volver a avanzar impulsadas por los vientos y, cada tanto,
sufre violentos momentos catastróficos –sus tsunamis- o parece caer en
desesperante calma chicha.
Los grandes hombres, por su parte, tienen la altura de la
ola histórica sobre la que se montan y, por consiguiente, en el período de
ascenso de la misma abundan quienes, por ejemplo, tienen madera de mariscales
de Napoleón o los grandes revolucionarios rusos, con pasta de dirigentes
potenciales, que confluyeron en el bolchevismo.
Marx y Engels crecieron montándose en las ruinas imponentes
de la Revolución Francesa y Trotsky, como Lenin, en el asalto al cielo de los
comuneros parisinos, es decir, en la gran ola anterior a la que ellos mismos
comenzaban a subirse. Por eso son hijos de su época, antes
que nada y, para juzgar su pensamiento hay que ver qué queda de la misma y ubicarlo históricamente.
que nada y, para juzgar su pensamiento hay que ver qué queda de la misma y ubicarlo históricamente.
El siglo XX fue “un siglo de guerras y revoluciones” que
comenzó con la guerra ruso-japonesa que dio origen a la Revolución Rusa de
1905, una revolución campesina y democrática, antizarista, que dio origen a una
dirección obrera –los consejos obreros (soviets) de San Petersburgo, y que fue
un ensayo general de la revolución de 1917 pero integró también la ola de
revoluciones democráticas con base campesina como la persa o la china de 1910 o
la mexicana de 1910-1920.
Fue también un siglo que se apoyó sobre las difundidas
esperanzas y las fuertes organizaciones socialistas en todos los países
metropolitanos (salvo Estados Unidos) y en muchos de los dependientes,
coloniales o semicoloniales de un mundo que se caracterizaba entonces por una
abrumadora mayoría de campesinos y por la opresión colonial de la inmensa
mayoría de la Humanidad.
Los grandes países imperialistas eran entonces el Reino
Unido, Francia y Alemania, seguidas por los imperios ruso y austrohúngaro, y
los tres primeros se habían distribuido Africa, el Pacífico y Asia (donde
también actuaban imperialismo menores) y la parte del león estaba en manos de
los británicos. Estados Unidos, en efecto, antes de 1914, apenas era una
potencia regional que se asomaba al campo de las potencias imperialistas con su
intervención en Filipinas, Cuba, el Caribe y Centroamérica y sus incursiones de
rapiña en México.
Las guerras interimperialistas entre potencias de capacidad
similar estaban, por lo tanto, en el orden del día, desde la segunda mitad del
siglo XIX y lo estuvieron durante toda la mitad del siglo siguiente.
La burocratización de los partidos obreros y de los
sindicatos había marchado conjuntamente con la transformación de los países
europeos occidentales en imperialistas. El Estado se había tragado a los
reformistas y estatalistas de Inglaterra y de la socialdemocracia en Bélgica,
Alemania, Holanda y en los sindicatos se batían en retirada el
anarcosindicalismo y el sindicalismo revolucionario soreliano y se afirmaba
cada vez más el llamado socialismo de Estado, o sea, la sumisión del movimiento
obrero al Estado, que se basa sobre el carácter burgués del sindicato como
negociador del precio y las condiciones de venta de la mercancía mano de obra y
su intervención como un actor más en un mercado cada vez más regulado por el Estado
capitalista. Eso fomentaba el nacionalismo de los contingentes obreros que más
aprovechaban la riqueza (y las fechorías) de su burguesía y su Estado, como el
alemán, y creaba en Estados Unidos (donde los socialistas eran muy pocos) un
sindicalismo de negocios, ultranacionalista y corrupto.
Todos los socialistas eran conscientes ya desde hacía 50
años de que la revolución no la provocaban ellos con su voluntad sino que era
un rayo producido por la crisis del sistema (como cuando la Comuna de París)
que creaba a la minoría de revolucionarios la posibilidad de llegar a las
amplias masas ya trabajadas por la lucha ideológica antisistémica que libraban
diariamente y en todos los niveles de la sociedad los socialistas, con sus
círculos de lectura, sus bibliotecas, organizaciones juveniles y deportivas,
centros barriales y de asistencia mutua, filarmónicas, allí donde eran legales,
o con el monopolio virtual de la resistencia ilegal a la autocracia, como en
Rusia.
Para ellos, por consiguiente, no había posibilidad de
triunfo de la revolución sin condiciones previas revolucionarias pero tampoco
sin partido y sin educación socialista de las masas, al menos obreras, y de un
pequeño sector de la baja intelectualidad que hacía de bisagra con los sectores
de escasa cultura. Algunos, como Lenin o Kautsky, atribuían a ese pequeño
sector –y al partido- el papel de introductores de la teoría y el conocimiento
“desde afuera” y otros, como Rosa Luxemburgo o Trotsky mismo, creían que el
capitalismo ya preparaba a los obreros más cultos y avanzados a pensar
teóricamente y, por lo tanto, que había que apoyarse en las formas concretas en
que el proletariado desarrollaba un doble poder (como los consejos) frente al
del Estado.
La revolución, para algunos socialistas, comenzaba entonces
en las grietas más grandes del capital (las grandes crisis, las guerras
desastrosas) como movimientos democráticos, por las libertades y la tierra,
constitucionalistas y modernizadores pero, por si dirección y su ritmo mismo,
daba la voz cantante al proletariado, organizado, más cultivado, más
consciente, que era el eje de la vida económica en las ciudades y, por lo
tanto, podía dirigir a la inmensa y dispersa masa campesina.
La revolución democrática y nacional asumía así
reivindicaciones sociales obreras y anticapitalistas y una orientación
socialista: tal era la tesis de la Revolución Permanente de Trotsky y Parvus,
nacida de la experiencia de la revolución rusa de 1905. Además, una revolución
que estalla en una ciudad o se extiende a nivel nacional o perece y que irrumpe
en un país atrasado o se generaliza propagándose a otros países más avanzados,
o se asfixia, degenera, muere. Esa fue la gran discusión de Trotsky con Lenin y
los bolcheviques, que defendían en cambio la tesis de una revolución democrática
y campesina en una primera fase, pero Lenin en Julio de 1918 adoptó la tesis de
Trotsky, que dirigió la insurrección bolchevique, y la historia le dio
momentáneamente la razón a la teoría de la Revolución Permanente.
Pero, si bien la revolución socialista amenazó a todos los
países derrotados en la Gran Guerra de 1914-1918 (Alemania y los componentes
del ex Imperio Austrohungárico, en particular) donde se crearon consejos
obreros, ni las alas de izquierda de los partidos socialistas, ni los nacientes
partidos comunistas, ni los sindicatos revolucionarios pudieron dirigirla. En
los países coloniales, la revolución nacional, democrática y antiimperialista,
a falta de direcciones o de núcleos socialistas, siguió direcciones
nacionalistas, como en México o en China.
La Unión Soviética quedó por lo tanto sola cuando había
depositado todas sus esperanzas de sobrevivencia en la revolución mundial y,
además, por el error cometido invadiendo Polonia donde sus ejércitos fueron
derrotados, perdió la frontera con la Alemania en crisis. Esa fue, como dice
Trotsky, la base principal de la burocratización.
Lenin, en sus últimos escritos, combatió la burocratización
del partido bolchevique y del Estado, cada vez más en manos de Stalin, pero
quien estudió y combatió ese fenómeno, sobre todo después de la muerte de
Lenin, con la Oposición de 1923, primero y después hasta el fin de su vida, fue
Trotsky. A él y su libro La Revolución Traicionada, debe la Humanidad no sólo
el análisis de por qué surge la burocracia en los países modernos sino también
de cuáles son los principales remedios para reducirla (la incorporación de la
juventud obrera y de las mujeres al partido, su politización, la democracia
partidaria con el derecho a la existencia de tendencias, la lucha contra el
nacionalismo y el verticalismo). Porque, para él, como para su compañero y
amigo Cristian Rakovsky, en Los Peligros Profesionales del Poder, la burocracia
tiene una base objetiva en la miseria, la escasez, el atraso cultural y
material, la desmoralización y desgaste de quienes hicieron la revolución pero
una base subjetiva en la falta de preparación teórica en el partido y en el
conservadurismo de sus cuadros más nacionalistas y atrasados, así como en la
fusión entre el partido, que debería ser antiestatalista, y el aparato estatal,
que administra el funcionamiento de una economía capitalista en un mundo
capitalista.
Para Trotsky, como para Lenin, el socialismo tenía como base
fundamental la estatización de los medios de producción, la planificación
económica, el monopolio estatal del comercio exterior. Ellos sobrestimaban así
las transformaciones jurídicas en la propiedad (la estatización) y la capacidad
del Estado de controlar burocráticamente una sociedad cada vez más compleja a
medida que reconstruía las bases de la economía y crecía y se diversificaba.
Subestimaban al mismo tiempo la subsistencia del régimen salarial y de las
viejas relaciones de producción (en las que el patrón había sido reemplazado
por el dirigente nombrado por el partido) y la carencia de cualquier control
por parte de los obreros, así como la necesaria modificación de la subjetividad
de los mismos. La fórmula “el socialismo es igual a la electricidad más los
soviets” confiaba más en la incorporación de las nuevas técnicas (la
electricidad) que en los soviets que ya habían dejado de ser organismos de
poder obrero y campesino para convertirse en meras correas de transmisión del
partido, al que la guerra civil había obligado a ilegalizar además la lucha de
tendencias, que le daba vitalidad, y a convertirse en partido único.
La caracterización que hizo Trotsky de la Unión Soviética
como Estado obrero degenerado, que siguió a las sucesivas de Lenin de “Estado
burgués sin burguesía” y de “Estado obrero con fuertes deformaciones
burocráticas”, era formalista porque los obreros habían sido ya expropiados por
los burócratas que, en su nombre, desarrollaban valores y relaciones burgueses
que no necesitaban de la propiedad para asegurarles el status de casta-clase
privilegiada.
Esa aceptación del carácter aún “obrero” del Estado no
capitalista surgido de la Revolución de Octubre llevó a Trotsky, durante muchos
años, a una lucha perdida de antemano por la recuperación del cuerpo
descompuesto del partido y del Estado y le impidió construir a tiempo y con los
métodos adecuados –una clandestinidad en el partido y en sus instituciones- una
dirección revolucionaria, facilitando así la cada vez más salvaje represión
stalinista, la cual se hacía cada vez más torpe y cruel a la medida en que los
errores internacionales de Stalin aislaban más a la URSS de una revolución
mundial estancada y la ponían en peligro ante el nazismo y la contrarrevolución
mundial, fortalecidos por esos errores.
Poco antes de ser asesinado, Trotsky planteó que el capitalismo
– que en esos momentos preparaba una nueva guerra mundial interimperialista, en
medio de su estancamiento productivo- había agotado sus posibilidades de
crecimiento. Organizó la IV Internacional para que un partido mundial de la
revolución dirigiese la nueva oleada revolucionaria, que creía seguiría a la
guerra, y regenerase la Unión Soviética mediante una revolución política que
extirpase a la burocracia manteniendo las conquistas de la Revolución Rusa.
Sostuvo también que, si después de la guerra el proletariado mundial no podía
hacer la revolución socialista, se instalaría un período de barbarie, la URSS
desaparecería y habría que imaginar entonces las bases de un nuevo programa
para la reconstrucción de la civilización.
El mundo en que
vivimos
La URSS desapareció y el proletariado se transformó y
diferenció en muchas capas, que reforzaron la tendencia siempre existente, pero
antes débil, a desarrollar en vastas sectores una mentalidad de pequeños
productores similar a la de las clases medias pobres y a aceptar como naturales
la ideología y la dominación del capital.
Vivimos hoy la mayor, más profunda y más extensa crisis que
el capitalismo haya conocido pero, a diferencia de las crisis del pasado, no
hay quien plantee una alternativa socialista ni hay partidos socialistas de
masas y la idea misma del socialismo dejó de ser una esperanza para
identificarse en cambio, para millones de seres humanos en toda Europa
oriental, la ex Unión Soviética, Corea del Norte, China, Vietnam, Camboya y en
Cuba misma o con el recuerdo de atrocidades y terribles sufrimientos o, en el
caso cubano, con una idea que no moviliza a los que en toda su vida no han
conocido sino la escasez y las restricciones de todo tipo.
Las condiciones revolucionarias pueden aparecer y
aparecerán, pero no serán los revolucionarios socialistas casi inexistentes
salvo al nivel de pequeños grupos los que las aprovechen al menos en un plazo
corto previsible. Por eso la Primavera árabe, eco postergado de la Primavera de
los Pueblos de 1848 en Europa que dio impulso posteriormente al socialismo y al
movimiento obrero, ve hoy empantanarse su impulso democrático, nacionalista y
antiimperialista en la ciénaga de los conflictos religiosos, regionales y
étnicos y surgen regímenes bonapartistas apoyados en las fuerzas armadas que
tratan de aplastarla.
Desde el fin de la Segunda Guerra mundial ha habido un
crecimiento enorme de la capacidad productiva del capitalismo, que hoy abarca
todo el planeta, y el capital financiero, internacionalizado, dirige todo el
proceso y tiene a los Estados a su servicio. El proletariado se ha transformado
profundamente. En los países industrializados, el índice de sindicalización es
bajísimo, los trabajadores industriales no representan sino cerca del 12 por
ciento de la Población Económicamente Activa (menos que los que trabajan en
Servicios y menos también que los precarios, cada vez más numerosos y mal
pagados); cerca de la mitad de ellos, como en Francia o en Italia, votan por
partidos xenófobos y chauvinistas de extrema derecha mientras la mayoría
aplastante de los obreros (socialdemócratas, socialistas, nacionalistas en los
países como Argentina, Bolivia, Venezuela o Brasil) sólo esperan un
“capitalismo humano”. Los anticapitalistas, como en el siglo XIX, en tiempo de
Marx, son absolutamente minoritarios en todas partes. En las elecciones
italianas (de febrero próximo) las encuestas dan, por ejemplo, entre 1.5 y 2.5
por ciento a los grupos que dicen ser socialistas –algunos de los cuales
formaron sin embargo parte de gobiernos capitalistas. El capitalismo incorporó
a su arsenal centenares de millones de trabajadores con salarios bajísimos y
condiciones de trabajo propias de la época de Dickens que en la ex URSS y en
China y todo Oriente aceptan el capitalismo como marco social único y natural.
Los ataques neocolonialistas del imperialismo (como en Irak,
Afganistán, Libia o las acciones de Israel en Palestina) son cosa de todos los
días y no despiertan ya la solidaridad internacional que tuvieron los
combatientes de Corea del Norte en los sesenta o de Vietnam. Esas guerras
neocoloniales localizadas alimentan a las industrias de guerra, refuerzan el
peso del complejo militar industrial en los respectivos Estados y forman parte
de una lucha sorda entre las potencias por la redistribución del control de los
recursos vitales y estratégicos (combustibles, agua, mares).
Los distintos imperialismos siguen teniendo intereses
propios y tienen continuas diferencias con sus aliados, como lo muestran las
guerras neocoloniales de Francia en Africa, pero es impensable hoy una guerra
interimperialista (los países europeos occidentales, por ejemplo, fabrican en
común su armamento) e incluso es muy improbable a corto o mediano plazo una
guerra de cualquiera de los imperialismos con China, que los sostiene a todos
comprándoles bonos y empresas y que es el principal socio comercial de las
transnacionales.
No existe una visión propia de los obreros, diferenciada a
nivel mundial, pues cada contingente desempeña un papel secundario a nivel nacional,
no se siente parte de una sola clase mundial, lucha apenas por reformas que
mejoren su nivel de vida o que frenen algo el empeoramiento del mismo. El
Partido Mundial de la Revolución Socialista con el que Trotsky soñaba no existe
ni siquiera en proyecto y no tiene bases materiales ni siquiera una revista
teórica que analice el mundo actual y formule alternativas creíbles. Sólo se
llega al nivel del intercambio de informaciones y de intervenciones
políticoorganizativas apenas puntuales. No hay así construcción paulatina de
conciencia socialista, educación socialista a partir del balance de las luchas
y de las experiencias, limitadas es cierto, de autoorganización y autogestión o
de desarrollo de elementos de doble poder, como las policías comunitarias
armadas y los tribunales populares en el estado de Guerrero, en México, o en
las fábricas ocupadas y en autogestión, en Grecia, España, Francia, Argentina,
Uruguay.
En ninguna parte del mundo existe una situación
revolucionaria. En todas partes estamos en efecto ante luchas defensivas de los
trabajadores a los que la ofensiva capitalista mundial sigue quitándoles
conquistas históricas, como las 8 horas, la prohibición del trabajo infantil,
la asistencia social, las leyes de protección laboral. Esta ofensiva
capitalista va acompañada por una depredación sin límites de los bienes comunes
y de los recursos ambientales sin que se alce contra eso, salvo en casos
excepcionales, como en Cajamarca, Perú, una protesta social de magnitud tal que
frene al gran capital.
La alianza entre los obreros (reducidos a un peso mínimo y
todavía reformistas y bajo la dominación capitalista) y los sectores no
capitalistas de las zonas rurales, subsumidas por el capital y en proceso de
emigración hacia las ciudades o hacia otros países, en estas condiciones
actuales no aparece posible porque los primeros confían en mejorar algo su
situación en el marco del capitalismo y los segundos ven al capitalismo como lo
único posible y prefieren emigrar hacia dónde puedan ganar algo más o encerrarse
en la utopía del aislamiento.
Allí donde la crisis de hegemonía del imperialismo
estadounidense ha dejado mayor margen al desarrollo de las debilísimas
burguesías nacionales, éstas están subordinadas al capital financiero
internacional y las tareas democráticas que les habrían correspondido no son
llevadas a cabo por el proletariado nacional como líder de la entera nación
oprimida y explotada sino por aparatos estatales nacionalistas
distribucionistas y asistenciales que se apoyan en “el pueblo” indiferenciado,
frenando e impidiendo el avance de los obreros y desde el Estado quieren
reanimar y alimentar a esas burguesías nacionales . Esos gobiernos
bonapartistas “progresistas”, no rompen con las políticas neoliberales que los
atan al capital financiero internacional y se dan como objetivo un utópico
capitalismo según ellos justo y productivo, no un cambio revolucionario de
sistema. De las frondosas burocracias estatales y partidarias que fomentan
surgen sectores capitalistas especuladores, corruptos que infectan el aparato
estatal capitalista a todos los niveles. El repudio a una política mundial que
reduce constantemente los márgenes a la ciudadanía y los derechos democráticos
y sociales conquistados durante el último siglo gracias al temor de los capitalistas
a la posibilidad del socialismo, no supera aún el nivel de los movimientos
democráticos de masa, de las llamadas “revoluciones cívicas”, en la que los
obreros son una parte menor y no diferenciada. A eso se une la burocratización
y cooptación por el Estado, como en Bolivia, de las direcciones de los
movimientos sociales y de los sindicatos y la transformación de esas fuerzas
sociales en base de apoyo para realizar una política capitalista de
modernización del país, un neodesarrollismo basado en el extractivismo y en la
depredación ambiental que confunde crecimiento económico con desarrollo social
y zapa las bases mismas del apoyo popular al gobierno “progresista” de la
pequeñoburguesía.
Los grandes movimientos nacionales y democráticos en ninguna
parte del mundo, salvo quizás, y muy en parte, en Grecia, tienen una dirección
orientada al socialismo o con peso proletario.Vivimos a escala mundial, y esa
será la situación durante unos lustros, en la necesidad de terminar la
Revolución Francesa, con la República de los ciudadanos, no aún de reproducir
la Rusa de los consejos.
Trotsky tenía razón cuando decía que las tareas
democráticoburguesas no podían ser ya dirigidas por las burguesías
“nacionales”, integradas en el capitalismo financiero mundial en forma
subordinada. Pero, al no poder ser dirigidas por los trabajadores en el sentido
más amplio del término, simplemente son postergadas y se crea una situación de
crisis social y económica permanente y prolongada que abre la posibilidad de
una catástrofe ecológica mundial o de aventuras militares que escapen del
control, o sea, de una larga fase cada vez más bárbara.
De los grandes aportes de León Trotsky subsiste en primer
lugar la visión internacionalista y la confianza en los trabajadores, en la juventud,
en las mujeres y la necesidad de apoyarse en ella y de construir sobre ella,
cualesquiera sean los plazos. Es actual, igualmente, la necesidad de combatir
en todos los campos la ignorancia, la miseria cultural, la brutalidad, el
desprecio por las ideas, o sea las bases subjetivas de la burocratización de
los grupos y partidos que deberían combatir a su vez la burocratización de los
sindicatos, como instituciones reformistas, y las burocracias estatales
“progresistas”. La lucha por la democracia más amplia posible en los partidos
que se dan como objetivo el socialismo sigue siendo inseparable de la
afirmación de la democracia como terreno de maduración del proletariado en esta
dura fase del siglo XXI en su camino a la formulación de programas anticapitalistas.
El concepto del partido bolchevique, nacido en la lucha
clandestina contra el zarismo y desarrollado en la fase del ascenso
revolucionario de 1918.1919, es en cambio obsoleto en las nuevas condiciones
mundiales, igual que el de un Partido Revolucionario Mundial, pero no lo es el
de un partido en lucha a muerte con el capitalismo y, por lo tanto, obligado a
asegurar su permanencia y sobrevivencia con medidas de autodefensa y si es
necesario de clandestinidad.
La visión mundial, planetaria, de la lucha de clases y de la
construcción del socialismo que, como sostenía Trotsky, es imposible en un solo
país, es fundamental y buena parte de los errores y desastres sufridos por la
Unión Soviética o incluso por Cuba, se deben a la visión estrecha y nacionalista
de los dirigentes de los respectivos Estados y demuestran una vez más la
importancia de Trotsky como teórico marxiano de nuestro tiempo.
Trotsky no nos basta hoy para responder a todos los desafíos
teóricos que enfrentamos –como la elaboración de programas de transición
precisos para la reconstrucción de la independencia de clase de los
trabajadores y de los oprimidos- pero sin él y sin sus concepciones sobre el
desarrollo desigual y combinado que muestra cómo en un solo proceso actúan en
interrelación y se interiinfluencian distintas revoluciones y luchas culturales
o sobre las tijeras entre la ciudad y el mundo rural y sin su
internacionalismo, careceríamos de instrumentos para intentar comprender la
realidad para transformarla.