►Français |
¿Quién podría hoy en día no ser demócrata? La democracia, se da por
hecho, es el poder del pueblo. ¿Pero cuál poder, y cuál pueblo? En la
entrevista que sigue, prolongando sus trabajos respectivos, Miguel Abensour,
Jean-Luc Nancy y Jacques Rancière proponen tres pensamientos singulares de la
democracia, que coinciden en esto: el pueblo es el sujeto de una exigencia de
igualdad; su poder no es el de elegir sus jefes, sino el de romper con las
jerarquías instituidas. La democracia no es un régimen político, sino una
práctica jamás alcanzada. Tres invitaciones a defenderla como tal.
JR: ese doble rechazo de la vulgata “democrática” dominante y de la crítica marxista me ha sido inspirado por mi trabajo sobre la historia obrera. Es en las formas de lucha republicana obrera de los años 1830-1840 que he encontrado el medio de salir de los impasses de la crítica marxista de los derechos del hombre y de la “democracia formal”. El joven Marx decía: los derechos del hombre son de hecho los derechos de los individuos burgueses. A esto los combates obreros oponían una lógica mucho más productiva: esos derechos están escritos, entonces nosotros podemos darles una forma de existencia concreta. Que todos los franceses sean iguales ante la ley, esto no es sólo la mentira que cubre la explotación capitalista y el gobierno oligárquico, es un hecho cuyas consecuencias podemos demostrar por nosotros mismos al transformar una querella sobre las tarifas en forma de afirmación pública de nuestra igualdad por la huelga, por la manifestación pública, e incluso por la creación de talleres donde los obreros trabajen para ellos mismos. La declaración igualitaria abstracta de los derechos del hombre se ligaba a cuestiones de “forma” en las relaciones entre maestros y obreros como el derecho de leer los diarios en el taller y la obligación de los maestros de quitarse el sombrero al entrar. La forma no es entonces lo contrario o la envoltura de lo real. La lucha involucra la cuestión de saber quién domina el juego y lo que se puede sacar de allí. Se sale así del dualismo de lo real y de la apariencia en provecho de un conflicto entre dos maneras de construir lo real.Ustedes están contra dos frentes: de un lado, se alejan de aquellos que se contentan con pensar y defender una democracia estatal. Por otro lado, no aceptan que se rechace la democracia en nombre de la lucha de clases o de la crítica de la dominación. ¿Pueden explicitarnos esta posición? ¿La manera en la que la han elaborado, en qué contexto intelectual?
Me parece sin embargo que los frentes se han desplazado. Casi ya no hay
gente que declare la nada de los derechos formales en nombre de una hipotética
democracia real. Ahora es de otro lado que la democracia se ve opuesta a sí
misma. Se nos dice que el buen gobierno democrático está amenazado por una
sociedad democrática marcada por un individualismo consumidor desenfrenado de
mercancías y derechos. Esto ha comenzado en las advertencias de la Trilateral[2] sobre los peligros que la democracia hace correr a las
democracias. Esto ha sido retomado en Francia por los discursos a la Marcel
Gauchetque hacen del entusiasmo por los derechos del hombre la expresión del
individualismo narcisista. Después han venido los republicanos para explicarnos
que la educación del pueblo se ha arruinado por la afirmación del derecho a la
libre expresión del joven bárbaro, consumidor inculto. Además, los análisis de
la sociedad de consumo a la Baudrillard, la crítica del espectáculo de Debord,
el análisis lacaniano de lo simbólico, etc., han sido enrolados para
perfeccionar el cuadro de la democracia como reino del individuo consumidor. La
imposición de este discurso en la izquierda es muy fuerte —tanto más en cuanto
es en gran parte la obra de izquierdistas reconvertidos— y su efecto es tal vez
peor que el de los viejos discursos sobre la democracia real, en la medida en
que nutre un consentimiento nihilista al orden existente en nombre del
embrutecimiento general.
MA: La hipótesis que propongo, la de la democracia insurgente, resulta
también de una lucha contra estos dos frentes: ninguno de los dos da cuenta de la
excepcionalidad de la democracia. Al mismo tiempo, evitan interrogarse
sobre su verdad. Para tomar la medida de esta excepcionalidad, hay que siempre
regresar al nacimiento griego de la democracia. “Por primera vez en la historia
del mundo, los hombres adquirían la posibilidad de decidir ellos mismos en qué
tipo de orden querían vivir” dice Christian Meier. Ahora bien, esta ruptura
revolucionaria —repetida muchas veces en la historia— se guarda de confundir la
democracia con lo que ella no es, el gobierno representativo y el Estado de
derecho. Precisamos que no ha habido un único nacimiento de la democracia, sino
muchos nacimientos-renacimientos, muchas rupturas con el curso del mundo.
Entonces es reconocer que la primera posición se engaña sobre la verdad de la
democracia y que la segunda omite presentar esta cuestión. Estamos en el punto
donde, para no ocultar esta excepcionalidad, hemos de calificar la democracia
para sustraerla de las apropiaciones ideológicas que la banalizan y la
desarman, o para no confundirla con sus formas degenerativas. Democracia
radical, democracia salvaje, democracia insurgente, tantos calificativos de
naturaleza para marcar esa distancia.
Por más sorprendente que esto pueda parecer, el joven Marx ha sido para
mí una ayuda preciosa en este camino, pues en el manuscrito de 1843, La
Crítica del derecho público de Hegel, está puesta la cuestión de la verdad
de la democracia, bajo el nombre de la “verdadera democracia” que él identifica
con la desaparición del Estado político. Su crítica de Hegel ayuda en efecto a
pensar esto: la “verdadera democracia” es un actuar político, que
resiste a su transfiguración en una forma organizadora, integradora,
unificadora, la forma-Estado. Esta resistencia a la alienación estatal permite
la extensión de lo que está en juego en la esfera política —una experiencia de
universalidad, la no-dominación, la constitución de un espacio público
igualitario— en conjunto con la vida del pueblo. Además existe, me parece, una
continuidad subterránea entre el Marx de 1843 y el de 1871, el autor del Adresse
sobre la Comuna. Se nota sin embargo un desplazamiento: la venida a sí de la
democracia no se cumpliría tanto en un proceso de desaparición del Estado sino
que más bien se constituiría en una lucha contra el Estado. Se sigue de
ahí un clivaje de la idea de revolución entre la tradición jacobina que apunta
a apoderarse del Estado, y la tradición comunalista que trabaja por romper la
forma-Estado, para sustituirla por una comunidad política no-estatal, por
ejemplo la república de los consejos.
JLN: Para seguir los términos de tu pregunta, diría más bien que estoy
suspendido entre esos dos “frentes”: por un lado veo mal cómo evitar la
democracia “estatal”, cuyas debilidades (en particular del lado de la
representación y de la dominación de los supuestos “expertos”) son difíciles de
reducir, pero por otro sé bien qué riesgos enormes se vinculan con los
regímenes que querrían apropiarse con otros instrumentos de cuestiones agudas
de la justicia social y la dominación tecno-económica. Me pregunto solamente si
podremos, al final, evitar tales tentativas, si la “democracia estatal” no se
repondría de una u otra manera. Ahora bien, ella no puede hacerlo más que si
intenta retomar el fondo de este problema: ¿qué quiere decir “democracia”? esto
es lo que me preocupa más. Esta palabra que parece pertenecer a la clase de
tipos de regímenes políticos ha tomado de hecho en la edad moderna una amplitud
totalmente distinta y ha empezado también a esconder, a pesar suyo, una
polisemia. “Democracia” es también el nombre del advenimiento del hombre
“emancipado”, autónomo, amo del mundo y de sí mismo, sujeto de una historia
capaz de conducir a la realización de este “hombre”. “Demos”, es “pueblo”, y
sabemos ahí también cuáles polisemias pueden jugarse; pero para los modernos,
“hombre”, es de entrada “todos los hombres”. Y con ello, los hombres están (y
con ellos la naturaleza) enteramente librados a sí mismos, sin recursos
tutelares, sin dioses ni superhombres. Hay entonces que pensar de entrada esta
ambigüedad: la democracia política no lleva en sí un programa de realización
del hombre (expresión que precisamente no tiene sentido, y cuya ausencia de
sentido hay que pensar).
La concepción de la democracia parece implicar una visión muy precisa del sentido que se le da a la palabra pueblo… pues ustedes no ceden, se agarran a esa palabra. ¿El pueblo soberano mismo?
JLN: “Pueblo soberano”, este bien es todo el asunto: “pueblo”, como he
dicho a toda hora, es “todos”, no todos indistintamente sino todos como
singulares entre los cuales solamente se pasa lo que se puede llamar la vida,
simplemente, o el sentido. Pueblo que se divide, que puede ponerse en exclusión
o en conflicto consigo mismo, seguramente, pero que exige la posibilidad de un
“nosotros”: que por alguna parte un “nosotros” sea declarado, y no solamente un
“ellos”. Sin duda “nosotros” no puede jamás ser dado, a menos que sea en una
ficción religiosa. Pero puede y debe ser interrogado, inquietado, acosado… Y
siempre recusado cuando se pronuncia por uno o algunos que no hacen de ello más
que ostentación. Y “soberano”, sí: más allá de lo cual no hay nada. Y que debe
entonces lidiar con este desafío considerable: no tener tutela, ni garante, ni
recurso de su propio “ser-pueblo”, si puedo decirlo así.
MA: Si se parte de la reforma de Clístenes, el pueblo es un sujeto
político que se constituye por arranque a las pertenencias familiares, tribales
y que se pone por transferencia en un espacio y en un tiempo devenidos
políticos. El pueblo es el instituyente de una ciudad igualitaria, que se
concibe privilegiando un centro común, la igualdad, la simetría y la
reversibilidad. La democracia es de entrada isonomía. De este arranque a
la naturalidad para constituir el pueblo, se sigue que este último en tanto que
ser político no tiene nada que ver con una raza, ni tampoco con una etnia, ni
con un grupo comunitario. ¿Qué describe Michelet a propósito de la fiesta de la
Federación, sino el acceso a una extraña vita nuova, una experiencia de
humanidad? “Las viejas murallas se derrumban… los hombres se ven entonces, se
reconocen semejantes…” ¿Cuál es la identidad de este nuevo sujeto político?
Ciertamente no una identidad sustancial, sino una identidad paradojal, una
identidad no idéntica. Michelet aún piensa el pueblo como no coincidente jamás
consigo mismo. Está o por debajo de sí mismo, o por encima de sí mismo.
Hay allí una dificultad. Este pueblo, ¿Hay que definirlo como el
conjunto de los ciudadanos, un conjunto sino indiviso totalmente al menos
tendiente a la indivisión, o bien como una parte, la de la gente de abajo
contra los Grandes, la parte de aquellos que no tienen parte en nada y que en nombre
de este agravio se ponen como el todo? Ahora bien, si se entiende el pueblo en
este segundo sentido, hay que observar que el término democracia, que por su
mismo nombre reconoce en la parte de abajo un kratos sobre la parte de
los Grandes, pone problemas. Según Nicole Lorauxla palabra kratos es
“cargante” [encombrant] y la cuestión de la democracia se vuelve delicada, pues
“tener el kratos, es tener el arriba”. ¿Cómo la democracia que es
igualitaria —que instituye una lógica de la no-dominación y de este hecho
tiende a ser an-árquica— puede acomodarse a la posesión de un kratos de
una parte de la sociedad sobre otra? ¿En qué la existencia de este kratos
puede ir a la par con una lógica de la no-dominación? ¿Basta decir que esta
situación indica una tensión constitutiva e insalvable de la democracia? ¿Basta
invocar el hecho mayoritario? Si se puede aceptar la idea de tensión, es por
lejos más satisfactorio volverse hacia Maquiavelo, quien levantando acta de la
división de toda ciudad humana reconoce allí la fuente misma de la libertad y
por añadidura le otorga al pueblo el ser un guardián mucho mejor de la libertad
que los Grandes.
¿Pueblo soberano? Aquí todavía las distinciones son necesarias. Soberano
es el pueblo en tanto su institución. No recibe su ley, su libertad y su actuar
de ninguna instancia exterior ni de ninguna trascendencia, no los recibe más
que de sí mismo. Pero si se presta atención a la distinción de La Boétie entre
el todos unos —experiencia de la separación que liga bajo el signo del entre-conocimiento,
de la amistad y por tanto de la pluralidad— y el todos Uno, a
menudo resultado de una renuncia voluntaria a la libertad, bajo “el encanto del
nombre de Uno”, la cuestión de la soberanía se complica extrañamente. En
efecto, si se quiere mantener la pluralidad del todos unos, allí donde
hay a la vez pertenencia a una totalidad abierta, dinámica y mantención de la
singularidad de los unos, no se puede sino tomar distancia con la idea de
soberanía y resistirla en la medida en que ella instaura el reino del Uno y
arruina al mismo tiempo el desorden fraternal, el desorden en tanto que rehúsa
la síntesis, la totalización estatal.
JR: Me resisto de hecho a la propuesta de reemplazar el término por otro
como, por ejemplo, “multitudes”. A primera vista, este es más moderno y no
está, como “pueblo”, comprometido con ideologías criminales. Pero justamente
“pueblo” tiene para mí la ventaja de ser un sujeto polémico. “Multitudes”
define la coincidencia de una subjetivación política con un modo de ser colectivo.
Pero la política para mí comienza cuando su sujeto se separa de toda
colectividad formada por un proceso económico y social. Esto es decir también
que “pueblo” es un sujeto político en la medida misma en que es un sujeto
litigante, en tanto que la política siempre opone un pueblo a otro. El pueblo
es el demos opuesto al ethnos, es decir, al pueblo como organismo
colectivo. Es sobre todo el colectivo de los que están de más en relación con
todas las consistencias sociales. En esto se opone a todas las concepciones
identitarias, comprendida aquí aquella que quiere fundar la política sobre el
reconocimiento de la multiplicidad de las identidades. El poder del pueblo es
el poder de los que no son nada, es decir, que no pertenecen a ningún grupo que
tenga las cualidades que lo predestinan al gobierno. Esto implica una relación
muy particular con la soberanía. Si la soberanía del pueblo tiene un sentido,
es el de socavar el concepto mismo de soberanía. La soberanía del pueblo es la
de un colectivo de los que no tienen ningún título para gobernar. Me sitúo pues
completamente a distancia de aquellos para los cuales la soberanía del pueblo
es la herencia de la soberanía de los reyes, que es ella misma una delegación
de la soberanía divina, completamente a distancia, más globalmente, del
discurso teológico-político.
La democracia no es un régimen político; es un “actuar que en su manifestación misma trabaja para deshacer la forma Estado, detener la lógica (dominación, totalización, mediación, integración) para sustituirla por la suya propia” (M. Abensour); ella “hace corte a toda especie de teología política” y “no puede subsumirse bajo ninguna instancia ordenadora” (J-L. Nancy). Ella interrumpe “la lógica policial de la distribución de los lugares” (J. Rancière). ¿Pueden precisar el sentido y contenido de la emancipación que han puesto en obra?
MA: Efectivamente, la democracia no es un régimen político. Más allá de
una institución política conflictual de lo social, ella es una acción, una
modalidad del actuar político, específica en tanto que irrupción del demos
sobre la escena pública, en la oposición a los Grandes, lucha por un estado de
no-dominación en la ciudad. No se trata de la acción de un momento, sino de una
acción continuada inscribiéndose en el tiempo, siempre presta a resurgir en
razón de los obstáculos encontrados. De un proceso complejo que se inventa
permanentemente para perseverar más en su ser y deshacer los contra-movimientos
que amenazan con aniquilarlo y retornar a un estado de dominación. Esa es la
democracia insurgente. Desde este punto de vista, de 1789 a 1799, el pueblo ha
tenido repetidamente que hacer irrupción sobre la escena revolucionaria para
proclamar su vocación de actuar a la vez contra el Estado del Antiguo Régimen y
sus supervivencias, y contra el nuevo Estado. En esta perspectiva, las últimas
insurrecciones del año III, de Germinal (abril 1795) y sobre todo de Prairial
(mayo 1795) son notables. El pueblo invade entonces la convención con una doble
palabra de orden: Del pan y la Constitución de 1793. Al asociar estos
dos motivos el pueblo reivindicaba el derecho a la insurrección que le
reconocía la Constitución de 1793. ¿Qué hacía sino luchar para retomar el poder
que le pertenecía en tanto que soberano, a saber, el poder constituyente? En
este acontecimiento, se perciben bien las características de la democracia
insurgente: una oposición brutal entre el pueblo y los Grandes del día, la
creación de una situación de doble poder, el poder popular de los sans-culottes
parisinos de un lado, el poder estatal del otro, con el proyecto de sustituir
el uno por el otro. Más profundamente, se ve aparecer el principio que anima la
Insurrección: la búsqueda de un lazo político vivo, intenso, no jerárquico. La
lucha apunta a preservar la potencia de actuar del pueblo y a impedir que
aquello que crea lazo entre los ciudadanos no degenere, una vez más, en orden
coactivo, vertical. No hay más que leer el manifiesto La insurrección del
pueblo para obtener el pan y reconquistar su derecho para ver aparecer el
contraste entre el lazo y el orden: “Los ciudadanos y las ciudadanas de todas
las secciones indistintamente partirán de todo punto en un desorden fraternal…
para que el gobierno astuto y pérfido ya no pueda amordazar al pueblo como de
costumbre, y conducirlo como una tropa por los jefes que les son vendidos y que
nos engañan”. Tal es el desorden fraternal contra el poder pastoral de
los jefes. Tal es la emancipación an-árquica que aporta esta forma de
democracia.
JLN: La “democracia” es, de una manera en parte independiente del registro
político (independiente, por ejemplo, de lo que era la exigencia del
Tercer-Estado o de lo que exige la separación de los poderes) otro nombre de la
“muerte de Dios”. Es decir, de una nueva puesta en juego integral de lo que
quiere decir un “mundo” entendido como un espacio de circulación de sentido. El
sentido no desciende ya del cielo ni se remonta hacia él. Tal vez, por otra
parte, jamás lo ha hecho. Pero se ha podido representar que lo hacía. Se acabó.
El sentido está entre nosotros, y este no se alcanza, no se concluye. Él es
“nosotros”, nuestras vidas y nuestras muertes, nuestras palabras y nuestras
costumbres, nuestras obras, nuestros sentimientos. La política enteramente
disociada de la religión y de la asunción de un “destino de nación (o pueblo, o
patria)” no puede, no debe tomar a cargo “el sentido”. Es sin embargo lo que la
confusión en torno a la “democracia”, y también la “república” y el “comunismo”
ha podido hacer creer. El sentido se toma a cargo de otra manera: en el arte,
en el saber, en el amor, en la fiesta, el deporte, el pensamiento, qué se yo.
La política debe concebirse como lo que garantiza el acceso a todas estas
esferas, pero no pretende inervarlas.
La demarcación de los roles y las esferas es muy delicada, sin duda.
Incluso, lo es infinitamente. Pero toda la historia de las representaciones
modernas de la política, a través de todo el espectro que va de los
“totalitarismos” a los “socialismos” ha tendido a mostrar que no había nada más
urgente que atender “la política” como la toma a cargo de todo el sentido.
Todo, sin duda, pasa por ella, pero nada se detiene allí ni se deja por ella
asumir. Es esta diferencia, esta diferencia interna a “nosotros”, los hombres,
lo que debemos pensar y actuar.
JR: Diremos de entrada que el concepto esencial para mí es aquí el de
emancipación. He tratado de repensar las nociones de política y de democracia a
partir de él, pero es primeramente este concepto el que ha sido decisivo para
mí, porque supone un replanteamiento de ciertas oposiciones que delimitan
habitualmente el lugar de la política (la política contra lo social o lo
privado contra lo público). Ha determinado mi distancia en relación a una
cierta visión arendtiana, que opone la excelencia del ejercicio político y la
libertad a las formas de usurpación de la necesidad social. Se sabe qué rol los
pensadores de derecha le han hecho jugar entre nosotros para estigmatizar los
movimientos sociales. La emancipación es la refutación en acto de este reparto a
priori de las formas de vida. Es el movimiento por el cual los y las que
estaban localizados en el mundo privado se afirman capaces de una mirada, de
una palabra y de un pensamiento público. Esto puede comenzar con esos nuevos
honestos trabajadores evocados por E. P. Thompson, quienes una tarde de marzo
de 1792 se reunieron en una taberna londinense y fundaron allí una sociedad con
un número ilimitado de miembros para afirmar el derecho de todos a elegir los
miembros del Parlamento. Esto comienza también cuando los obreros en conflicto
con sus empleadores, en el París de los años 1830, hacen de su huelga ya no un
medio de presión de un grupo de individuos sobre un individuo particular sino
una acción pública de los obreros en tanto que tales, o cuando Rosa Parks, en
Montgomery en 1955, convertía un acto privado —sentarse en un puesto libre— en
una manifestación pública: suprimir por su propia cuenta la repartición de los
asientos en función del color de la piel. El corazón de la emancipación es
declararse capaz de lo que una cierta distribución de los lugares te ha negado
la capacidad, declararse capaz como representante cualquiera de todos aquellos
a los que la capacidad les está aparentemente denegada. La emancipación funda
una idea del universal político ya no como la aplicación de la ley común a los
individuos sino como proceso de desidentificación, es decir, de salida por
efracción de un cierto estatuto sensible, de un cierto lugar en el orden de lo
visible y de lo decible, en la distribución de los lugares y los tiempos. Es a
partir de esta desidentificación que he repensado la democracia como el poder
de los sin parte, es decir de los que no representan a ningún grupo, función o
competencia particulares.
¿En qué medida es un oxímoron hablar de institución democrática?
JLN: no hay oxímoron desde que se entiende “democracia” en el sentido de
forma o de régimen político: aun cuando sea una forma en perpetua
transformación, necesita sus pausas, sus marcas. Hay, además, instituciones que
son específicamente democráticas: las que ponen controles o frenos internos al
sistema mismo (consejo constitucional, consejos, comisiones o “autoridades” a
cargo del respeto de la igualdad o la justicia en tal o tal sector; por ejemplo
audiovisual, Internet). De hecho, la institución puede también ser la mejor
garante contra lo arbitrario y contra todos los derechos de excepción. Pero
ninguna institución puede ponerse como un templo donde sería alguna vez
recogido el verdadero principio de la democracia.
JR: El oxímoron, para mí al menos al origen, es la idea de democracia
representativa. La regla democrática originaria es la elección a la suerte. La
lógica de la representación es claramente oligárquica. La monarquía feudal y
después la monarquía burguesa se han rodeado de hombres que “representan” los
poderes sociales (la nobleza, el clero, la propiedad). Es tardíamente que la
representación devino “representación del pueblo” en esta figura de compromiso
que nosotros conocemos. La noción de institución democrática designa la
paradoja misma de la política o, si se quiere, su artificio. La democracia es
la forma de poder legítimo que lleva en ella la refutación de toda legitimidad
del ejercicio del poder. Nuestras instituciones llevan la marca de esta
paradoja. Se les puede decir democráticas si se quiere señalar por ello la
obligación que tienen de inscribir el poder de no importa quién y de
construirle formas de efectividad mínimas. Pero el funcionamiento mismo de la
máquina estatal tiende continuamente a enfrentar esta marca y a vaciar estas
formas de toda sustancia. Y es por esto que la democracia debe siempre
separarse de la forma estatal a la que se busca reducirla. Ella debe tener sus
órganos propios distintos de los órganos de la representación y del poder
estatal.
MA: La expresión “Estado democrático” constituye efectivamente un
oxímoron. Por otra parte, basta invertir el sujeto y el predicado para medir
mejor el carácter problemático de una asociación así: una democracia estatal,
una democracia estatizada, ¿es concebible? Pero lo que vale para la institución
Estado ¿vale para toda institución? La representación de las relaciones entre
la democracia y la institución bajo el solo signo del antagonismo sería
ultrajantemente simplificadora. Sería como si una se desplegara siempre en una
efervescencia instantánea mientras que la otra habitaría presa de un estatismo
marmóreo. Una primera réplica se impone: una relación es posible entre
democracia insurgente e institución, en tanto que la constitución le reconozca
al pueblo el derecho a la insurrección, como fue excepcionalmente el caso en la
constitución de 1793.
Pero esto no basta. Aún hace falta remarcar que la relación de esta
democracia con la efervescencia no es la instantaneidad. También puede, para
salvaguardar el actuar político del pueblo, volverse contra las instituciones
que, en el momento de su creación, han tenido por finalidad favorecer el
ejercicio de este actuar. Así, desde los acontecimientos de Prairial, la insurrección
se apoyó en las secciones parisinas, y los diputados montañeses que la
sostuvieron hicieron que se votara en el primero de Prairial, en la Convención
invadida, la permanencia de las secciones. La democracia insurgente puede
entonces poner en obra una circulación entre el presente del acontecimiento y
el pasado, en la medida en que se encuentran allí instituciones emancipatorias
que son a la vez promesas de libertad. No hay entonces antagonismo sistemático
entre la democracia insurgente y las instituciones, en tanto ellas trabajen por
este estado de no-dominación.
Una complejidad del mismo orden se revela al tomar el problema del lado
de la institución. Tomemos a Saint-Just en las Instituciones republicanas.
Él opone las instituciones y las leyes, otorgándole la preeminencia a las
instituciones y estando el recelo reservado a las leyes, suponiéndolas
opresivas. Notamos que la República debe ser entonces constituida por un tejido
institucional, suerte de base primera que se distingue tanto de “la máquina
de gobierno” como de las leyes. Estas instituciones que tienen por finalidad
unir a los ciudadanos y ciudadanas por relaciones generosas, deben
llevar en ellas como un principio de la República, como su anticipación bajo
forma de totalidad dinámica. Retenemos aquí de Saint-Just que él ha sabido
poner a la luz una especificidad de la institución. La institución matriz, más
que ser un cuadro, contiene una dimensión imaginaria de anticipación que posee
una potencia incitante de naturaleza para engendrar las costumbres que irán en
la dirección de la emancipación que ella anuncia. Es en este sentido que la
institución, “sistema de anticipación” dice GillesDeleuze, se opone a la ley,
en tanto que ella lleva en sí un llamado de una libertad a otras libertades. Es
por eso que Deleuze oponía en estos términos la institución a la ley: “Esta es
una limitación de las acciones, aquella un modelo positivo de acción”. Último
punto: ¿existe una incompatibilidad entre la insurgencia y la institución al
nivel de la temporalidad? Según Merleau-Ponty, la institución dota a la
experiencia de una dimensión durable. Pero este carácter equivale no tanto a un
inmovilismo como a que en la dimensión durable se puede percibir una duración
creadora, innovadora en el sentido bergsoniano. Ahora bien, el carácter de
anticipación de la institución trabaja la durabilidad desde el interior, por
así decirlo, de tal suerte que esta dimensión durable en lugar de ser
resistencia al cambio se transforma en trampolín, permitiendo por su
estabilidad relativa una puesta en obra de la invención. Si como lo afirman
ciertos teóricos, la institución es la categoría del movimiento, ella puede
entonces aclimatarse sin pena a la temporalidad democrática.
¿Qué formas toma este “movimiento”? Si ustedes están de acuerdo en darle un lugar central a la resistencia y a lo conflictual, nos parece que la emancipación es para ustedes tanto un movimiento continuo como un esfuerzo discontinuo, sincopado.
JR: No estoy seguro de que sea necesario oponer los dos. En todo caso, he
insistido por mi parte sobre el hecho de que la emancipación era propiamente
una conversión del cuerpo y del pensamiento que comenzaba por una ligera
subversión de las actitudes ordinarias. Esto comienza, en Gauny (El Filósofo
plebeyo), por la mirada del carpintero que olvida el trabajo de los brazos
y transforma el lugar del trabajo en espacio de ejercicio de una mirada
estética desinteresada, y esto continúa en él por la elaboración de una
contra-economía doméstica que permita escapar a las coacciones físicas e
intelectuales de la dominación. Esto comienza, en Jacotot (El Maestro
ignorante), por la atención del iletrado para estudiar, palabra a palabra,
la relación entre la oración que él sabe de memoria y la creación de una cierta
continuidad, en ruptura con la lógica de la reproducción, de una espiral que se
construye distanciándose de su círculo. Lo que es discontinuo son las
emergencias colectivas del poder de los hombres emancipados. Jacotot tenía 20
años en 1789 y Gauny en 1830. Las estrategias de emancipación individual que
elaboraron se han vuelto posibles porque los días revolucionarios han
modificado brutalmente el paisaje mismo de lo posible. Y estas invenciones han,
por su lado, formado hombres capaces de otras grandes afirmaciones colectivas.
Tomando en cuenta historias singulares, se sale de la homonimia
entre la historia como proceso de evolución necesaria y la historia como relato
sintético de encadenamientos de causas y efectos. La historia de la democracia
puede ser la potencia de efracción y el resplandor de ciertos momentos de poder
del pueblo, las transformaciones que producen en el paisaje de lo visible y de
lo posible, las formas de memoria que suscitan pero también la manera en que su
brillo se difracta en percepciones y actitudes nuevas. Tal vez, tomando las
cosas por el otro extremo, el devenir bola de nieve de una modificación
singular en la vida de un individuo o de un grupo, la manera en que esta
trayectoria singular saca a la luz todas las coacciones reales y simbólicas que
definen una sujeción, todas las virtualidades de mundos diferentes que esbozan
las transgresiones de estas coacciones. Es así que en La Noche de los
proletarios ensayé darle lugar a todo el paisaje de lo que “emancipación de
los obreros” podía querer decir a través del destino de un pequeño número de
proletarios, reencontrando bajo diversas formas las coacciones de la dominación
y las promesas de la utopía, y construyendo a través de estos encuentros a la
vez una forma diferente de vida individual y una imagen de la colectividad
obrera emancipada. Es, ya lo he dicho, la historia de una generación, es decir
no una brecha de edad, sino una configuración, mitad efectiva mitad ideal, de
trayectorias singulares marcadas por una misma apertura revolucionaria de lo
posible. Tales historias no definen ningún encadenamiento causal de
circunstancias y de consecuencias. Ellas definen construcciones alternativas de
lo posible que se inscriben en otra configuración de lo que entendemos por
presente.
MA: Pienso igualmente que, más que poner una alternativa entre continuidad
y discontinuidad, se trata más justamente de concebir la historia de la
emancipación como recogiendo dos modelos a la vez, indisociablemente continua
por sus intenciones, discontinua por su modo de manifestación. Se trata
entonces de una comunidad política haciéndose, orientada hacia la igualdad y la
no-dominación. Pienso la historia de la libertad bajo el signo de la
discontinuidad, con momentos fuertes de emergencia entre grandes zonas grises.
Estos momentos son la invención de la democracia griega, la república romana,
las repúblicas italianas de la Edad Media, las grandes revoluciones modernas.
Esta historia está puntuada por lo que Saint-Just llama magníficamente
“profecías de la libertad”, las que dejan trazos en la historia destinados a
ser retomados y reactivados, bajo otros nombres, bajo otros motivos. Pero la
historia de la democracia —historia compleja, caótica— debe tomar en cuenta
tanto los grandes acontecimientos como los acontecimientos menores, la
innombrable multiplicidad de los actos de resistencia, de rebelión durante los
períodos llamados “calmos” donde el orden estatal parece reinar, aunque al
consultar los archivos, es un estado permanente “de intranquilidad” que incuba.
Es así que Jean Nicolas puede escribir en su bello libro, La Rebelión
francesa 1661-1789: “Entre 1660 y mayo de 1789, la sociedad francesa ha
vivido en el modo de la intranquilidad, según ritmos desiguales, pero en un
estremecimiento casi ininterrumpido”.
JLN: Pensar la democracia bajo los términos “movimiento” y “emancipación”,
como “movimiento de emancipación”, no sucede sin problema. “Emancipación” es
sin duda otra gran palabra que sostiene a “democracia”, de otra polivalencia
oscura. ¿Emancipación de qué, de quién? De los dioses y tiranos, esto se
entiende; ¡pero no dejan de volver! ¡Tienen muchos avatares! ¿Quién y qué nos
tiraniza y nos pone en la idolatría o la superstición? ¿Emancipación de la
servidumbre, de la explotación, del sufrimiento moral y físico? Sabemos
esclavizarnos a sistemas enteros, sufrimos de nuestra propia explotación de la
naturaleza y sabemos bastante mal cómo conducir la salud de una población donde
la mayor parte está enferma de hambre y de falta de cuidados, mientras que la
otra parte está enferma por exceso de nutrición y demasiados cuidados. Esa es
la verdad: la emancipación es un término heredado del derecho de la esclavitud,
luego del derecho de la autoridad paternal. Tal vez ya no nos conviene. No
tenemos amos ni padres. Tal vez de lo que se trata es más bien de inventar, de
crear…
¿Cómo situar, en este aspecto, los acontecimientos de mayo del 68?
JLN: Precisamente, Mayo del 68 habrá sido el primer momento visible de una
puesta en crisis que se abrió más allá de un cierto modelo social, todavía
particularmente paralizado en Francia, y más allá de una cierta representación
de la lucha política (que nos había llevado hasta la independencia de Argelia);
se abrió no sobre una perspectiva, sino justamente o bien sobre el desdén, o
bien sobre la imposibilidad de nuevas “perspectivas”, de nuevos proyectos,
programas, proyecciones de porvenir. Mayo del 68 ha declarado una exigencia del
presente, contra el pasado (sin testamento, para citar de nuevo a Char y
Arendt) y también contra el porvenir (pensado como presente futuro, proyectado,
para citar a Derrida). ¿Qué pasa con el “aquí-ahora”? ¿Qué pasa con “nosotros”
y no con nuestros padres ni nuestros hijos? ¿Qué pasa con un sentido que no sea
siempre blasonado con cielo o con porvenir? En el límite, se podría incluso
decir que el 68 se declara contra el “sentido” —un poco a la manera en que
Freud escribe que preguntarse por el sentido de la vida, es ya ser neurótico—
pero por la vida, la existencia, nuestra sola existencia en tanto que
“sentido”. Ahora bien, la “democracia” lleva también, sabiéndolo o no, una
exigencia de esta forma. (Exigencia sobre la que me atrevo a preguntar si ella
no se ha encontrado más, a veces, en otras épocas o culturas…)
JR: Los acontecimientos del 68 no tienen seguramente una significación
unívoca. Los aspectos para mí dominantes son el replanteamiento del
determinismo histórico y la afirmación de lo que “democracia” puede significar
si se toma la palabra en serio. Se ha olvidado el singular contratiempo que
mayo del 68 ha representado en el paisaje francés. Sin duda el contexto global
de la Revolución cultural china y de la lucha antiimperialista ha influido en
las capacidades de movilización de la juventud en Francia como en Estados
Unidos, Alemania o Japón. Pero la sociedad francesa a la víspera del 68 se
describía a sí misma en los términos del reformismo triunfante: integración de
la clase obrera por la sociedad de consumo, nueva generación estudiantil
descomprometida con las ideologías del pasado, nuevo rostro del capitalismo,
rol de los cuadros modernistas, etc. Todo esto ha sido barrido en algunos días
por la espiral de un movimiento en su origen muy limitado. Si esto ha repuesto
en escena el escenario revolucionario, es fuera de su temporalidad propia y
bajo el signo de la distancia entre vanguardia de derecho (el partido de la
clase obrera) y fuerza motriz nacida del acontecimiento mismo. Más que los
modelos de la revolución marxista, la propagación del movimiento en el 68
recuerda las insurrecciones republicanas del siglo XIX: una deslegitimación
masiva del poder estatal que se transmite a toda la sociedad, hizo en todas
partes aparecer la arbitrariedad y la inutilidad de las jerarquías, por un
lado, y las capacidades de invención de los individuos ordinarios, por otro. No
hay necesidad de autoridad, no hay necesidad de jerarquía, se puede
perfectamente construir un mundo sin eso: es lo que todo el mundo descubrió al
mismo tiempo, un poco en todas partes. Las alternativas cómodas (movimiento
obrero de reivindicación versus aspiraciones libertarias de la juventud) han
recubierto esta experimentación democrática radical.
MA: Para mi generación, mayo del 68 ha funcionado como una catarsis
por relación a los años negros, siniestros de la guerra de Argelia, como si
pudiéramos al fin tomar alguna distancia en relación a la tortura, “el cáncer
de la democracia” según Pierre Vidal-Naquet. Fue también la alegría de recobrar
una potencia de actuar concertadamente, en común, de hacer de nuevo la
experiencia del “desorden fraternal”, alegría reforzada por una toma de palabra
generalizada; el placer de escuchar denunciar en la plaza pública “las crápulas
estalinianas”. Fue una imponente huelga obrera que recordó a aquellos que tenían
tendencia a olvidar que nuestra sociedad vivía bajo la influencia del
capitalismo que la cuestión de su supresión se ponía ante nosotros, que no lo
podíamos eludir. Es decir, mayo del 68 es un fenómeno complejo y compuesto. En
efecto se ha podido ver coexistir un neobolchevismo, incluso un neoestalinismo,
la dominación de las organizaciones burocráticas a menudo afectadas de culto al
jefe genial y omnisciente; y al mismo tiempo una poderosa corriente
anti-burocrática que navegaba entre la búsqueda de una democracia radical y que
llevaba entonces por nombre “la autogestión”. Dos tradiciones revolucionarias
coexistían, la jacobina o más exactamente la jacobina-leninista y la tradición
comunalista; al lado de organizaciones trotskistas, maoístas, el movimiento del
22 de marzo. En esta perspectiva, habría que ver hasta qué punto los comités de
acción, comparados en un sentido a los clubs de la Revolución del 48, han
tenido éxito en instaurar una crítica emancipatoria de la forma-partido. Una de
las lecciones del 68, a menudo olvidada, es la de reafirmar la necesidad de una
crítica nueva de los partidos políticos, en la estela de SimoneWeil, la de La
crítica social, saludada por André Bretón en el texto Prohibir los
partidos políticos. Otra lección es que la democracia parlamentaria es la
enemiga más temible de la verdadera democracia: como prueba, una vez las
elecciones legislativas se han decidido, el torrente democrático es enseguida
enviado a su cama y el movimiento ha llegado a su fin.
Para ustedes tres, no todo es político; sin embargo ustedes se distinguen en su manera de situar la democracia, incluyendo por relación a la política. ¿Dónde ven ustedes hoy la afirmación y la experiencia democráticas, en el sentido en que ustedes las entienden?
MA: Donde quiera que los agentes sociales y políticos decidan “tomar sus
asuntos en sus manos”, luchar ellos mismos contra lo inaceptable, hay
experiencia democrática en la medida en que estas luchas escapan a la
influencia de las direcciones burocráticas. Se puede citar el movimiento de los
sin papeles, las ayudas espontáneas y a menudo asociativas a los migrantes,
notablemente en Calais, la lucha por la vivienda, los inicios de desobediencia
civil. En relación a esta experiencia, se imponen dos tareas. Siguiendo el
ejemplo de Louis Janover, denunciar los fenómenos de fingida disidencia, con
tanta más lucidez en cuanto hay un neobolchevismo de vuelta. Más allá de la
oposición demasiado fácil entre totalitarismo y democracia, hacer el análisis
crítico de las degeneraciones de la democracia, su deriva en oligarquías
autoritarias. Tres direcciones: crítica de la representación, crítica del
Estado de derecho que bajo una cubierta de formalismo está dispuesto a integrar
no importa qué, incluso la tortura, crítica de la colonización de la vida
cotidiana. La democracia debe recobrar su carácter de ruptura, de interrupción
de la dominación.
JR: Me parece que se pueden distinguir al día de hoy los elementos bajo
dos formas principales. Por un lado en el sentido de rechazo a las barreras que
separan a los que son de aquí y los que son de otra parte, luego en la lucha
contra las leyes canallas[3] y todas las formas de represión que crean de hecho poblaciones
de segunda zona. Por otro lado en las tentativas múltiples de hacer vivir
asociaciones, órganos de información, foros de discusión o talleres de creación
fuera de los modelos jerárquicos y mercantiles. Estas dos formas comportan al
mismo tiempo sus riesgos y sus límites. Por un lado está el riesgo de
transformar la “parte de los sin parte” en combate contra la exclusión, de
pensar la lucha a partir de un “otro” definido por sus privaciones más que a
partir de un “no importa quién” definido por sus capacidades. Por otro lado
está el riesgo de perder un sentido político global de la democracia y una
percepción global del refuerzo y la conjunción —a un grado nunca alcanzado
todavía— de los poderes oligárquicos. Es por eso que creo necesario reformular
hoy en día la radicalidad democrática del poder de no importa quién en su
formulación teórica y en sus consecuencias prácticas. Y creo necesario
correlativamente proceder a un reexamen de la tradición crítica, de poner al
día todo lo que numerosas formas de denuncia crítica del sistema dominante
toman prestado de hecho a la lógica de este sistema.
JLN: Esta distinción que afirmo entre política democrática y “democracia”
como nombre, digamos, “porta-todo” [“fourre-tout”], intento hacerla valer para
la apertura de un gran giro antropológico y, si puedo decirlo, metafísico. La
esfera política por la cual todo debe transitar, pero donde nada puede
acabarse, permite el acceso a otras esferas que son aquellas donde hay, si puedo
decirlo, realización en el presente: el arte, el amor, el pensamiento, incluso
el saber en su acto puro, se realiza, eventualmente sin durar, o entrando en
otra duración que la de las esperas, previsiones, etc. Todo el “sentido” es
así: el sentido sensible, la sensación, la sensualidad, el sentimiento, la
sensibilidad, el sentido de una “idea” o de una palabra, el sentido de un
encuentro, eso se realiza. Se realiza infinitamente en su finitud o en su
acabado [finition] mismo: un canto, un gesto, un soplido, una obra tal vez,
pero no forzosamente. Allí donde sufrimos es al perder esto de vista, acechando
una política que nos conducirá hacia una realización final. Fallamos
correlativamente en comprender cómo estos toques a veces casi insensibles de
sentido pueden hacer circulación entre “nosotros”.
Si encontramos la demarcación e intrincación justas de estos dos
órdenes (la política no es todo pero debe poder velar sobre todo, precisamente
cuando nada más es tampoco todo, y es esto lo que habría aún que afinar y
precisar mucho), progresaremos tal vez hacia lo que puede querer decirnos esta
“democracia”, que no dice tal vez nada distinto que una mutación entera de la
“civilización”. Esto no sucederá sin tocar también el orden económico y el
orden tecno-científico.
Ahora bien, la “democracia” recubre con su prestigio “emancipador” el
hecho de que sus términos fundamentales —a saber, libertad, igualdad,
fraternidad y justicia— son de una carga metafísica considerable, pero son
también considerados como evidencias: libertad de cada uno, limitada por la del
otro, igualdad, fraternidad o solidaridad de todos, por definición, y
finalmente justicia para cada uno. Como si supiéramos lo que son “cada uno” y
“todos”, dónde comienza y dónde termina un “individuo”, una “persona”… En
verdad hemos comprometido allí sin mirar demasiado una ontología del individuo,
desligada de todo e indivisible en esta separación; a partir de lo cual se nos
vuelve necesaria la cuestión: ¿cómo entonces los individuos se pueden reunir
[assembler]?
Pero no hemos visto que el “individuo” es una presuposición frágil y
poco constante. No lo hemos visto porque ha sido producido en un tiempo donde
la civilización procedía a hacer una elección fundamental: no recurría ya a
referencias dadas (la jerarquía, la sumisión, diversas figuras de “comunidad”)
sino que ella escogía, inconscientemente, una referencia de valor que era el
valor no dado, y no inconmensurable, sino por producir y conmensurable: el
valor de la riqueza y de la invención (velocidad, potencia, precisión) —ambas
cosas ligadas ciegamente— en tanto que capacidades de autoexpansión o de
producción indeterminadas. Esto se llamó más tarde “capitalismo” y “técnica”.
Así libertad, igualdad, etc., han sido de entrada las características de
un sujeto del valor que él mismo se ha convertido en “el” valor. El “individuo”
abstracto no es más que la imagen —en el fondo muy confusa— del agente de un
proceso así: la (re)capitalización indefinida tanto de la riqueza como del
saber-hacer. La plata, los transistores, las materias plásticas o los
semiconductores, las velocidades y las potencias son libres, iguales,
solidarios entre ellos. En cuanto a la justicia, es en el fondo este proceso
mismo… En otros términos, es a toda esta elección profunda de la civilización
que “democracia” nos remite: ¿sabremos reintroducir otra cosa que el valor
intercambiable y autoexpansivo, ya sea de plata, de precisión, de velocidad o
del individuo?
Notas
[1] Entrevista realizada por Stany Grelet, Jérôme Lèbre y Sophie
Wahnich, aparecida originalmente en Vacarme 48, verano 2009, pp. 8-17.
Versión digital publicada el 23 de junio de 2009 en http://www.vacarme.org/article1772.html
. La versión original informa lo siguiente: “Conforme a su deseo, Miguel
Abensour, Jean-Luc Nancy y Jacques Rancière respondieron por escrito y
separadamente a nuestras preguntas”.
[2] La Comisión Trilateral es una fundación privada que agrupa, a
partir de 1973, a los poderosos de los mundos político, industrial, financiero
e intelectual de Europa Occidental, Norteamérica y el Asia-Pacífico, y que pone
los marcos de la mundialización económica actual.
[3] Las “loisscélérates”
fueron unas leyes anti-anarquistas promulgadas durante la Tercera República
francesa, en los años 1893-1894. Por extensión, se usa para referirse a todas
las leyes represivas y persecutorias hacia la movilización política. (Nota del
traductor)
Traducción del francés: Felipe Kong Aránguiz
Traducción del francés: Felipe Kong Aránguiz
http://www.carcaj.cl/ |
http://www.vacarme.org/ |