Foto: Adolfo Sánchez Vázquez |
El profesor José Sazbón, exiliado en Venezuela durante los
años de la dictadura militar argentina, era uno de los pocos, por no decir el
único, que en la Universidad de Buenos Aires continuaba insistiendo con autores
tan inasimilables al clima de época como Lukács, Althusser, Benjamin. León
Rozitchner, otro resistente en soledad que igualmente se había exiliado en
Venezuela en tiempos del genocidio, se mantenía firme en la reflexión
freudomarxista muy a su estilo, provocador, singular e irrepetible. Desde el
exterior de nuestro país James Petras, con ese estilo iconoclasta, ácido e
incisivo tan característico de su prosa, impugnaba la conversión masiva de
antiguos marxistas en socialdemócratas y neoliberales. No se trataba, decía
Petras, de “post marxistas” sino de… ex marxistas. Algo similar afirmaba, en un
tono quizás más diplomático, Atilio Boron.
En ese horizonte tan mezclado y enmarañado, donde padecíamos
un aislamiento intelectual de proporciones, nos sumergimos durante algunos años
en el estudio sistemático y semanal de El
Capital mientras impugnábamos a nuestros antiguos profesores de filosofía
—quienes por entonces ejercían su macartismo a través de la desabrida filosofía
analítica— por haber apoyado con entusiasmo la sangrienta y genocida dictadura
militar del general Videla que destruyó a sangre y fuego la Universidad de
Buenos Aires, sus docentes, sus estudiantes, sus bibliotecas, sus editoriales y
su antiguo prestigio continental.
A la distancia y a través de correspondencia postal (en
papel, previa a la vía electrónico-digital) Michael Löwy nos servía como
referencia en las lecturas del marxismo heterodoxo del Che Guevara mientras
nuestro maestro Giudici corregía nuestro primer libro en el cual pretendíamos
explicar la conversión religiosa que en beneficio de la socialdemocracia y el 3
neoliberalismo había dejado vacante la crisis terminal del materialismo
dialéctico (DIAMAT) de inspiración soviética.
En ese asfixiante contexto nos “chocamos” con la obra de don
Adolfo Sánchez Vázquez. Fue una bocanada de aire fresco, un manantial en medio
del desierto. Una sonrisa sincera en medio de tantos rostros cínicos e
hipócritas. Conjunción de rigor científico y filosófico, entereza ética y
profundidad teórica. Se trataba de Marx, sí, pero ya no el Marx disecado de
vetustos manuales que no seducían ni enamoraban a nadie. El Marx que nos
acercaba Sánchez Vázquez nos permitía intervenir en nuestro campo intelectual,
cuestionar a nuestros antiguos profesores, encarar los nuevos debates del
momento, releer El Capital poniendo
el énfasis en la metodología de la dialéctica histórica y sobre todo abandonar
las pretensiones cosmológicas de una metafísica que bajo el pretexto que querer
explicarlo todo, no explicaba absolutamente nada, dejando como secuela un vacío
existencial que vendría a ser llenado en las capas medias por el pragmatismo
desenfrenado de los yuppies neoliberales y en los segmentos populares por la
autoayuda y las religiones salvacionistas.
Así, de improviso, llegó a nosotros Sánchez Vázquez. Lo
conocimos a través de editorial Grijalbo y de la revista Casa de las Américas. Su lectura nos permitió reordenar la
confusión, poner orden en el caos que estábamos viviendo, sintiendo y pensando.
Y nos ayudó a repensar la revolución cubana, pues en la misma época nos
encontramos con Fernando Martínez Heredia y los restos arqueológicos,
escondidos en viejas librerías de usados de La Habana, de la revista Pensamiento Crítico, tan diferente al
quinquenio gris que se apropió de las ciencias sociales en la isla caribeña.
A partir de allí nos dedicamos algunos años, luego de
estudiar los diversos tomos de El Capital,
a leer sistemáticamente la obra de Sánchez Vázquez, acompañados por José
Sazbón, entrañable ratón de biblioteca que aunque se había formado en la
filosofía francesa (de Althusser a Lacan, de Foucault a Levi Strauss) seguía de
cerca y con atención nuestras incursiones en Gramsci y en Sánchez Vázquez. No
ocultaba su distanciamiento por la dirección de nuestros estudios y así nos lo
hacía saber, pero 4 lo toleraba y acompañaba. Y entonces llegó la posibilidad de
viajar a México y la UNAM, conocer personalmente a Sánchez Vázquez, a Gabriel
Vargas Lozano, a Dora Kanoussi, a Neus Expresate, a Alejandro Gálvez Cansino y
más tarde a Pablo González Casanova, a Gilberto López y Rivas y a Heron
Escobar, hacernos con una voluminosa cantidad de números de Dialéctica y Cuadernos políticos, textos de Grijalbo, ERA y la colección
“teoría y praxis”, así como empaparnos de los debates marxistas mexicanos que
tanto habían marcado al exilio argentino de los ’70, donde algunos de nuestros
profesores se habían desplazado del marxismo a la socialdemocracia, vía el eurocomunismo. En esos viajes lo
visitábamos y nos metíamos en esa inmensa biblioteca de rememoraciones
borgianas que era su departamento donde para poder ir al baño había que sortear
varias pilas de libros de las temáticas más variadas.
Analizado a la distancia, Sánchez Vázquez, y en particular
su Filosofía de la praxis, nos
permitieron enfrentar el vendaval neoliberal y posmoderno de los años ’90.
Aunque aislados, con sus libros nos sentíamos menos solos. Quizás sin saberlo,
como seguramente habrá hecho con tantos otros lectores y lectoras, don Adolfo
nos permitió ir elaborando una mirada propia sobre Marx, El Capital y el marxismo latinoamericano que nos acompaña hasta el
día de hoy. De su mano recorrimos la editorial-colección “Teoría y praxis” y
con ella nos fuimos formando, conociendo autores formidables como Jindrich
Zeleny, Karel Kosik y tantos otros pensadores rebeldes que en Buenos Aires
escaseaban cuando no eran, simplemente, ilustres desconocidos, por estudiantes
y por profesores.
Al final de esa década tan cruel, tan mediocre, tan
acomodaticia y oportunista, nos dimos el lujo, incluso, de compilar trabajos
suyos y editarlos en Buenos Aires en un libro que luego le regalamos,
publicado, por una editorial pequeña sintomáticamente titulada “Tesis 11”.
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