“Mi pueblo ha sido el más traicionado de este tiempo” – Pablo Neruda
Foto:Salvador Allende, 11 de septiembre de 1973 |
Desde Isla
negra, su residencia en Chile, el 14 de septiembre de 1973, Pablo Neruda
escribió su dramático testimonio del 11-S latinoamericano. Luego, el 23,
fallece de cáncer. Todos dicen que murió de pena.
De los desiertos del salitre, de las minas submarinas del
carbón, de las alturas terribles donde yace el cobre y lo extraen con trabajos
inhumanos las manos de mi pueblo, surgió un movimiento liberador de magnitud
grandiosa. Ese movimiento llevó a la presidencia de Chile a un hombre llamado
Salvador Allende, para que realizara reformas y medidas de justicia
inaplazables, para que rescatara nuestras riquezas nacionales de las garras
extranjeras.
Donde estuvo, en los países más lejanos, los pueblos
admiraron al presidente Allende y elogiaron el extraordinario pluralismo de
nuestro gobierno. Jamás en la historia de la sede de las Naciones Unidas, en
Nueva York, se escuchó una ovación como la que le brindaron al presidente de
Chile los delegados de todo el mundo.
Aquí en Chile se estaba construyendo, entre inmensas dificultades, una sociedad verdaderamente justa, elevada sobre la base de nuestra soberanía, de nuestro orgullo nacional, del heroísmo de los mejores habitantes de Chile. De nuestro lado, del lado de la revolución chilena, estaban la Constitución y la ley, la democracia y la esperanza. Del otro lado no faltaba nada. Tenían arlequines y polichinelas, payasos a granel, terroristas de pistola y cadena, monjes falsos y militares degradados.
Unos u otros daban vueltas en el carrusel del despecho. Iban
tomados de la mano el fascista Jarpa con sus sobrinos de “Patria y Libertad”,
dispuestos a romperles la cabeza y el alma a cuanto existe, con tal de
recuperar la gran hacienda que ellos llamaban Chile. Junto con ellos, para
amenizar la farándula, danzaba un gran banquero y bailarín, algo manchado de
sangre; era el campeón de rumba González Videla, que rumbeando entregó hace
tiempo su partido a los enemigos del pueblo. Ahora era Frei quien ofrecía su
partido demócrata – cristiano a los mismos enemigos del pueblo, y bailaba
además con el ex coronel Viaux, de cuya fechoría fue cómplice.
Foto: Salvador Allende & Pablo Neruda |
Chile tiene una larga historia civil con pocas revoluciones
y muchos gobiernos estables, conservadores y mediocres. Muchos presidentes
chicos y sólo dos presidentes grandes: Balmaceda y Allende. Es curioso que los
dos provinieran del mismo medio, de la burguesía adinerada, que aquí se hace
llamar aristocracia. Como hombres de principios, empeñados en engrandecer un
país empequeñecido por la mediocre oligarquía, los dos fueron conducidos a la
muerte de la misma manera.
Balmaceda fue llevado al suicidio por resistirse a entregar
la riqueza salitrera a las compañías extranjeras. Allende fue asesinado por
haber nacionalizado la otra riqueza del subsuelo chileno, el cobre. En ambos
casos la oligarquía chilena organizó revoluciones sangrientas. En ambos casos
los militares hicieron jauría. Las compañías inglesas en la ocasión de
Balmaceda, las norteamericanas en la ocasión de Allende, fomentaron y
sufragaron estos movimientos militares.
En ambos casos las casas de los presidentes fueron
desvalijadas por órdenes de nuestros distinguidos “aristócratas”. Los salones
de Balmaceda fueron destruidos a hachazos. La casa de Allende, gracias al
progreso del mundo, fue bombardeada desde el aire por nuestros heroicos
aviadores.
Sin embargo, estos dos hombres fueron muy diferentes.
Balmaceda fue un orador cautivante. Tenía una complexión imperiosa que lo
acercaba más al mando unipersonal. Estaba seguro de la elevación de sus
propósitos. En todo instante sé vio rodeado de enemigos. Su superioridad sobre
el medio en que vivía era tan grande, y tan grande su soledad, que concluyó por
reconcentrarse en sí mismo.
El pueblo que debía ayudarle no existía como fuerza, es
decir, no estaba organizado. Aquel presidente estaba condenado a conducirse
como iluminado, como un soñador: un sueño de grandeza se quedó en sueño.
Después de su asesinato, los rapaces mercaderes extranjeros y los
parlamentarios criollos entraron en posesión del salitre: para los extranjeros,
la propiedad y las concesiones; para los criollos las coimas.
Recibidos los treinta dineros todo volvió a su normalidad.
La sangre de unos cuantos miles de hombres del pueblo se secó pronto en los
campos de batalla. Los obreros más explotados del mundo, los de las regiones
del norte de Chile, no cesaron de producir inmensas cantidades de libras
esterlinas para la City de Londres.
Allende nunca fue un gran orador. Y como estadista era un
gobernante que consultaba todas sus medidas. Fue el antidictador, el demócrata
principista hasta en los detalles. Le tocó un país que ya no era el pueblo
bisoño de Balmaceda; encontró una clase obrera poderosa que sabia de que se
trataba.
Allende era dirigente colectivo; un hombre que, sin salir de
las clases populares, era un producto de la lucha de esas clases contra el
estancamiento y la corrupción de sus explotadores. Por tales causas y razones,
la obra de que realizó en tan corto tiempo es superior a la de Balmaceda; más
aun, es la más importante en la historia de Chile.
Sólo la nacionalización del cobre fue una empresa titánica,
y muchos objetivos más se cumplieron bajo su gobierno de esencia colectiva. Las
obras y los hechos de Allende, de imborrable valor nacional, enfurecieron a los
enemigos de nuestra liberación.
El simbolismo trágico de esta crisis se revela en el
bombardeo del Palacio de Gobierno; uno evoca la Blitz Krieg de la aviación nazi
contra indefensas ciudades extranjeras, españolas, inglesas, rusas; ahora
sucedía el mismo crimen en Chile; pilotos chilenos atacaban en picada el
palacio que durante siglos fue el centro de la vida civil del país.
Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres
días de los hechos incalificables que llevaron a la muerte de mi gran compañero
el presidente Allende. Su asesinato se mantuvo en silencio; fue enterrado
secretamente; sólo a su viuda le fue permitido acompañar aquel inmortal
cadáver.
La versión de los agresores es que hallaron su cuerpo
inerte, con muestras de visible suicidio. La versión que ha sido publicada en
el extranjero es diferente. A reglón seguido del bombardeo aéreo entraron en
acción los tanques, muchos tanques, a luchar intrépidamente contra un solo
hombre: el Presidente de la Republica de Chile, Salvador Allende, que los
esperaba en su gabinete, sin más compañía que su corazón, envuelto en humo y
llamas.
Tenían que aprovechar una ocasión tan bella. Había que
ametrallarlo porque nunca renunciaría a su cargo. Aquel cuerpo fue enterrado
secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver que marchó a la sepultura
acompañado por una sola mujer que llevaba en si misma todo el dolor del mundo,
aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de
las metralletas de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a
Chile.”
La verdadera muerte de un presidente – Gabriel García Márquez
La contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo
tiempo, enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado, y él
creía haberla resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile
permitían una evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad
burguesa. La experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede cambiar un
sistema desde el gobierno, sino desde el poder.
Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a
resistir hasta la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera
era la suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para
fábrica de dinero y terminó convertida en el refugio de un Presidente sin
poder.
Resistió durante seis horas con una metralleta que le había
regalado Fidel Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador Allende
disparó jamás.
El periodista Augusto Olivares que resistió a su lado hasta
el final, fue herido varias veces y murió desangrándose en la asistencia pública.
Hacia las cuatro de la tarde el general de división Javier
Palacios, logró llegar hasta el segundo piso, con su ayudante el capitán
Gallardo y un grupo de oficiales. Allí entre las falsas poltronas Luis XV y los
floreros de Dragones Chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo, Salvador
Allende los estaba esperando. Llevaba en la cabeza un casco de minero y estaba
en mangas de camisa, sin corbata y con la ropa sucia de sangre. Tenía la
metralleta en la mano.
Allende conocía al general Palacios. Pocos días antes le
había dicho a Augusto Olivares que aquel era un hombre peligroso, que mantenía
contactos estrechos con la Embajada de los EE.UU. Tan pronto como lo vio
aparecer en la escalera, Allende le gritó: Traidor y lo hirió en la mano.
Foto: Pablo Neruda & García Márquez |
La foto existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del
periódico El Mercurio, el único a
quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado, que la Sra. Hortensia
Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd, pero no permitieron que
le descubriera la cara.
Había cumplido 64 en el julio anterior y era un Leo
perfecto: tenaz, decidido e imprevisible.
Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende, me había dicho
uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las flores y los perros, y era de
una galantería un poco a la antigua, con esquelas perfumadas y encuentros
furtivos.
Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el destino le
deparó la rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el mamarracho
anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de Justicia que
lo había repudiado y había de legitimar a sus asesinos, defendiendo un Congreso
miserable que lo había declarado ilegítimo pero que había de sucumbir
complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo la voluntad de los
partidos de la oposición que habían vendido su alma al fascismo, defendiendo
toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda que el se había
propuesto aniquilar sin disparar un tiro.
El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha
de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los
hombres de este tiempo, que se quedó en nuestras vidas para siempre.
Septiembre de 2003, al cumplirse 30 años del golpe militar
de 1973 en Chile.
La Trampa – Eduardo Galeano
Por valija diplomática llegan los verdes billetes que
financian huelgas y sabotajes y cataratas de mentiras. Los empresarios
paralizan a Chile y le niegan alimentos. No hay más mercado que el mercado
negro. Largas colas hace la gente en busca de un paquete de cigarrillos o un
kilo de azúcar; conseguir carne o aceite requiere un milagro de la Virgen María
Santísima.
La Democracia Cristiana y el diario «El Mercurio» dicen
pestes del gobierno y exigen a gritos el cuartelazo redentor, que ya es hora de
acabar con esta tiranía roja; les hacen eco otros diarios y revistas y radios y
canales de televisión. Al gobierno le cuesta moverse; jueces y parlamentarios
le ponen palos en las ruedas, mientras conspiran en los cuarteles los jefes
militares que Allende cree leales.
En estos tiempos difíciles, los trabajadores están
descubriendo los secretos de la economía. Están aprendiendo que no es imposible
producir sin patrones, ni abastecerse sin mercaderes. Pero la multitud obrera
marcha sin armas, vacías las manos, por este camino de su libertad. Desde el
horizonte vienen unos cuantos buques de guerra de los Estados Unidos, y se
exhiben ante las costas chilenas. Y el golpe militar, tan anunciado, ocurre.
Le gusta la buena vida. Varias veces ha dicho que no tiene
pasta de apóstol ni condiciones para mártir. Pero también ha dicho que vale la
pena morir por todo aquello sin lo cual no vale la pena vivir.
Foto: Eduardo Galeano |
Una gran nube negra se eleva desde el palacio en llamas. El
presidente Allende muere en su sitio. Los militares matan de a miles por todo
Chile. El Registro Civil no anota las defunciones, porque no caben en los
libros, pero el general Tomás Opazo Santander afirma que las víctimas no suman
más que el 0,01 por 100 de la población, lo que no es un alto costo social, y
el director de la CIA, William Colby, explica en Washington que gracias a los
fusilamientos Chile está evitando una guerra civil. La señora Pinochet declara
que el llanto de las madres redimirá al país. Ocupa el poder, todo el poder,
una Junta Militar de cuatro miembros, formados en la Escuela de las Américas en
Panamá. Los encabeza el general Augusto Pinochet, profesor de Geopolítica.
Suena música marcial sobre un fondo de explosiones y metralla: las radios
emiten bandos y proclamas que prometen más sangre, mientras el precio del cobre
se multiplica por tres, súbitamente, en el mercado mundial.
El poeta Pablo Neruda, moribundo, pide noticias del terror.
De a ratos consigue dormir y dormido delira. La vigilia y el sueño son una
única pesadilla. Desde que escuchó por radio las palabras de Salvador Allende,
su digno adiós, el poeta ha entrado en agonía.