Alain Badiou
Hoy en día, el mundo en su totalidad está dominado por el
signo del capitalismo global, sometido a la oligarquía internacional que lo
regenta y sujeto a la abstracción monetaria como única figura reconocida de la
universalidad.
En este contexto desesperante se escenifica una especie de
representación histórica engañosa. Sobre la trama general de “Occidente”
–patria del capitalismo dominante y civilizado– contra “el Islamismo”
–referente del terrorismo sanguinario– aparecen, de un lado, bandas asesinas o
individuos armados hasta los dientes que esgrimen, para hacerse respetar, el
cadáver de algún Dios; del otro, en nombre de los derechos humanos y la
democracia, salvajes expediciones militares internacionales que destruyen
Estados enteros (Yugoslavia, Irak, Libia, Afganistán, Sudán, Congo, Mali,
República Centroafricana) y causan millares de víctimas sin conseguir nada más
que negociar, con los bandidos más corruptos, una paz precaria en torno a
pozos, minas, recursos alimenticios y enclaves donde prosperan las grandes
empresas.
◆Français |
Es falso presentar estas guerras y sus repercusiones
criminales como la contradicción principal del mundo contemporáneo, aquella que
iluminaría el fondo de las cosas. Los soldados y policías de la “guerra
antiterrorista”, las bandas armadas que reivindican un Islam mortífero y todos
y cada uno de los Estados pertenecen hoy a un mismo mundo: el capitalismo
depredador.
Dentro de este mundo unificado, diversas identidades
artificiales, cada una creyéndose superior a las otras, construyen sus pequeños
territorios de dominación local. Hay diversas versiones de un mismo mundo real
donde los intereses de los agentes siempre coinciden: la versión liberal de
Occidente, la versión autoritaria y nacionalista de China o de la Rusia de
Putin, la versión teocrática de los Emiratos, la versión fascistoide de las
bandas armadas… En todas partes las poblaciones son llamadas a defender
unánimemente la versión que el poder local sostiene.
Esto será así hasta que el verdadero universalismo –la toma
de las riendas del destino de la humanidad por la propia humanidad y, por
tanto, la nueva y decisiva encarnación histórico-política de la Idea comunista–
despliegue su nueva potencia a escala mundial, anulando de paso el sometimiento
de los Estados a la oligarquía de los propietarios y sus siervos, la
abstracción monetaria y, finalmente, las identidades y contra-identidades que
desatan las pasiones y desembocan en la muerte.
Identidad francesa: la “República”
En esta guerra de identidades, Francia intenta distinguirse
con un tótem de su invención: la “República democrática y laica”, o “el pacto
republicano”. Este tótem refuerza el orden parlamentario establecido en Francia
–al menos desde su acto fundacional, a saber: la masacre, en 1871, por los
Adolphe Thiers, Jules Ferry, Jules Favre y otras vedettes de la izquierda
“republicana”, de veinte mil obreros en las calles de París.
Este “pacto republicano” al que se han sumado tantos
ex-izquierdistas, entre ellos Charlie
Hebdo, siempre ha sospechado que se tramaban cosas espantosas en los
suburbios, en las fábricas de las afueras, en los bares sombríos de los
arrabales. La República siempre ha llenado las prisiones, bajo incontables
pretextos, de los sospechosos jóvenes mal educados que allí vivían. También
ella, la República, ha multiplicado las masacres y nuevas formas de esclavitud
que requiere el mantenimiento del orden en el Imperio colonial. Un Imperio
sanguinario que habría encontrado un referente fundamental en las declaraciones
del propio Jules Ferry –decididamente un activista del pacto republicano– y su
exaltación de la “ misión civilizadora” de Francia.
Ahora bien, hay que resaltar que un número considerable de
jóvenes que habitan nuestras banlieues, más allá de sus actividades
sospechosas y su falta flagrante de educación (es extraño que la famosa Escuela
republicana no haya podido, según parece, obtener nada, aunque no llega a
convencerse de que es por su culpa y no por culpa de los estudiantes), tienen
padres proletarios de origen africano o ellos mismos han venido de África para
sobrevivir y, en consecuencia, a menudo profesan la religión musulmana. A la
vez proletarios y colonizados, en suma. Dos razones para desconfiar y tomar
serias medidas represivas al respecto.
Supongamos que es usted un joven negro o un joven con
aspecto árabe, o incluso una joven mujer que ha decidido –queriendo ser
rebelde, porque está prohibido– cubrirse el pelo. Pues bien, tiene usted
entonces nueve o diez veces más posibilidades de ser frecuentemente detenido en
la calle por nuestra policía democrática y ser retenido en una comisaría que si
usted tuviera el aspecto de un “francés”, lo que quiere decir, tan solo, tener
la fisionomía de alguien que no es probablemente ni proletario, ni ex-colonizado.
Ni musulmán.
Charlie Hebdo, de
algún modo, no hacía más que seguir el juego a estos usos policiales, con el
estilo “divertido” de los chistes con connotación sexual. Tampoco esto es
demasiado nuevo. No hay más que ver las obscenidades de Voltaire sobre Juana de
Arco: su Doncella de Orléans es,
sin duda, digna de Charlie Hebdo.
Por sí solo, este poema guarro dirigido contra una heroína sublimemente
cristiana permite decir que las verdaderas y sólidas luces del pensamiento
crítico no están en absoluto ilustradas por este Voltaire de baja estofa.
Al respecto, es reveladora la sensatez de Robespierre cuando
condenaba a todos aquellos que llevaban a cabo violencias antirreligiosas en el
seno de la Revolución, no obteniendo así más que deserción popular y guerra
civil. Ello nos invita a considerar que lo que divide a la opinión democrática
francesa es estar –sabiéndolo o no– o bien del lado constantemente progresista
y realmente demócrata de Rousseau, o bien del lado del negociante pícaro, del
rico especulador escéptico y hedonista que estaba, como el genio malvado,
alojado dentro de aquel Voltaire, por lo demás capaz de auténticos combates en
otras ocasiones.
El crimen de tipo fascista
Alain Badiou |
¿Y qué hay de los tres jóvenes franceses que enseguida
fueron abatidos por la policía? Yo diría que cometieron lo que hay que
denominar un crimen de tipo fascista. Con ello me refiero a un crimen que tiene
tres características.
En primer lugar está dirigido, no es arbitrario, porque su
motivación es ideológica, de carácter fascistoide, es decir estrictamente
identitaria: nacional, racial, comunitaria, tradicionalista, religiosa… En
estas circunstancias, los asesinos son antisemitas. A menudo el crimen fascista
apunta a publicistas, periodistas, intelectuales o escritores que los asesinos
consideran representantes del bando contrario. En estas circunstancias, Charlie Hebdo.
En segundo lugar, es un crimen de una violencia extrema,
asumida, espectacular, porque aspira a imponer la idea de una determinación
fría y absoluta, que por lo demás incluye, de forma suicida, la probabilidad de
la muerte de los propios asesinos. Es el aspecto “¡Viva la muerte!”, el rasgo
nihilista de estas acciones.
En tercer lugar, el crimen tiene la intención –por su
enormidad, su efecto sorpresa y su carácter de excepción– de crear en el Estado
y la opinión pública una sensación de terror que alimente, a su vez, reacciones
incontroladas, totalmente volcadas en una contra-identidad vengativa, que a
ojos de los criminales y sus jefes justificarán, por simetría, el atentado
sangriento. Esto es precisamente lo que ha ocurrido. En ese sentido, el crimen
fascista ha supuesto una especie de victoria.
El Estado y la opinión
Desde el principio, el Estado se ha volcado en una
utilización desmesurada y extremadamente peligrosa del crimen fascista, porque
lo ha inscrito en el registro de la guerra mundial de identidades. Al “musulmán
fanático” se ha opuesto sin vergüenza el buen francés demócrata.
La confusión ha llegado al colmo cuando hemos visto que el
Estado convocaba, de manera perfectamente autoritaria, a manifestarse. Es casi
como si Manuel Valls hubiera pensado en encarcelar a quienes no fueron a las
concentraciones o como si se hubiera exhortado a la población, una vez
manifestada su obediencia identitaria bajo la bandera tricolor, a esconderse en
sus casas o a desempolvar el uniforme de reservista y partir hacia Siria a
toque de corneta.
Tanto es así que, en el momento más bajo de su popularidad,
nuestros dirigentes han podido, gracias a tres fascistas descarriados que no
hubieran alcanzado a imaginar tal victoria, desfilar ante más de un millón de
personas al mismo tiempo aterrorizadas por los “musulmanes” y alimentadas por
las vitaminas de la democracia, del pacto republicano y de la soberbia grandeza
de Francia.
En cuanto a la “libertad de expresión”, ¡hablemos de ella!
La manifestación afirmaba, al contrario, con gran refuerzo de banderas
tricolores, que ser francés es que todos tengan, bajo la batuta del Estado, la
misma opinión. Era prácticamente imposible, durante esos días, expresarse sobre
lo que sucedía de un modo que no consistiera en complacerse con nuestras
libertades, con nuestra República, en maldecir la corrupción de nuestra
identidad por los jóvenes proletarios musulmanes y las chicas horriblemente
cubiertas por el velo, y en prepararse virilmente para la “guerra contra el
terrorismo”. Incluso llegó a escucharse el siguiente grito, admirable por su
libertad expresiva: “todos somos policías”.
En realidad, es muy normal que la norma en nuestro país sea
la del pensamiento único y la sumisión timorata. La libertad en general,
incluyendo la de pensamiento, expresión, acción, la de la vida misma, ¿consiste
hoy en devenir unánimemente auxiliares de policía para batir a unas decenas de
reclutas fascistas, en la delación universal de sospechosos barbudos o con velo
y en la sospecha constante sobre las sombrías banlieues, herederas de los arrabales donde antaño se masacró a los
partidarios de la Comuna? ¿O bien el esfuerzo central de la emancipación, de la
libertad pública, debe ser actuar en común con el mayor número posible de
jóvenes proletarios de estos barrios, con el mayor número de chicas, con o sin
velo, eso no importa, en el marco de una política nueva, que no se refiera a
ninguna identidad (“los proletarios no tienen patria”) y que anticipe la figura
igualitaria de una humanidad que finalmente se haga cargo de su propio destino?
¿Una política que aspire racionalmente a desprendernos, al fin, de nuestros
verdaderos y despiadados amos, los adinerados regentes de nuestro destino?
Desde hace mucho tiempo ha habido en Francia dos tipos de
manifestaciones: unas bajo la bandera roja, otras bajo la bandera tricolor.
Créanme: incluso para acabar con las pequeñas bandas fascistas identitarias y
asesinas –ya sean las que reivindican formas sectarias de la religión
musulmana, la identidad nacional francesa o la superioridad occidental–, las
banderas tricolores, dirigidas y utilizadas por nuestros amos, no son eficaces.
Son las otras, las rojas, las que hay que traer de vuelta.
Traducción del
francés por Pablo La Parra Pérez
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