Cuenta Petronio que en la Roma de Nerón había un esclavo que
daba tan buenos consejos de negocios a su amo que éste decidió premiarlo con la
libertad. El liberto, llamado Trimalción, siguió haciendo buenos negocios por
las suyas y se enriqueció de tal manera que lo celebró con un banquete al cual
invitó a todos los amigos de su viejo amo ya muerto. La mitad no lo conocía,
pero acudió igual. El banquete fue fastuoso, orgiástico, incluso para los
parámetros de la Roma de Nerón. A lo largo de la noche los invitados fueron
dando rienda suelta a su envidia hasta terminar destrozando todo y prendiéndole
fuego la casa. Entre las ruinas se encontró el cuerpo exánime de Trimalción.
Saltemos ahora diecinueve siglos, hasta el año 1922. James
Joyce acaba de publicar su Ulises, nadie habla de otro libro: para algunos
resume veinte siglos de cultura occidental, para otros los dinamita. En la
Riviera francesa, Francis Scott Fitzgerald tiene un ejemplar del Ulises sobre
su escritorio, pero carece de tiempo o de paciencia para leerlo: él mismo está
terminando una novela que aspira que sea, para América, lo que era el Ulises
para Europa, su celebración y su derrumbe. La novela es, por supuesto, El gran
Gatsby. Pero Fitzgerald le anuncia por carta a su editor que quiere llamarla
Trimalción. La historia es conocida: Maxwell Perkins, el editor de Fitzgerald,
famoso por su paciencia y delicadeza de santo (y por haberse leído todos los
libros del mundo), fue convenciendo carta a carta al volátil Fitzgerald de
cambiarle el título y de hacer, además, ciertos toques en la novela que, según
la leyenda, la convirtieron en la obra maestra que es.
El mito tiene su razón
de ser: Fitzgerald era el anti-Joyce, era suicida autocompararse con él. Donde
uno craneaba cada línea de su texto “para
dejar a los críticos discutiendo durante cien años”, el otro escribía sin
darse cuenta casi de la resonancia de lo que contaba. Fitzgerald no pensaba, su
gracia era la del colibrí: su propio vuelo (eso decía Hemingway: “No sabe
adónde va, no sabe cómo vuela, no sabe cuándo es tiempo de migrar, pero nadie
vuela como él”). El propio Fitzgerald lo reconocía: alguien tenía que pensar
por él. Maxwell Perkins lo hizo y, gracias a él, el Gatsby es tal como lo
conocemos.
Pero la fama del Gatsby, y el mito alrededor de él, fue
creciendo tanto con los años que finalmente, en la edición Cambridge de las
obras completas de Fitzgerald, se publicó el Trimalción, tal como era antes de
que Scott lo convirtiese en el Gatsby. Juan Boido lleva años queriendo
traducirlo, y tiene toda la razón, entre otros motivos porque todas las
traducciones al castellano que hay del Gatsby son tan malas que estamos en una
situación única para que el Trimalción nos parta la cabeza. Y que después
aparezca una buena traducción del Gatsby y que recién ahí el círculo se cierre.
Déjenme explicarles por qué.
Jay Gatsby, como todos sabemos, irrumpe de la nada y
conquista durante un verano a la sociedad neoyorquina de los Años de la
Prohibición, con sus fastuosas fiestas en fastuosa mansión a orillas del
Hudson. Todo lo hace para conquistar a una mujer casada que es el amor de su
vida, Daisy Buchanan, pero eso nadie lo sabe, así como no se sabe nada de
Gatsby, de dónde vino, cómo hizo su fortuna, qué hará a continuación. Cuando
terminan esas fiestas, puede verse a Gatsby solo en su terraza, contemplando la
luz verde que titila al otro lado de la bahía, en el amarradero de la mansión
donde vive Daisy con su marido. El único que ve esa escena es un joven sin
dinero que alquila una cabaña pegada a los jardines de Gatsby y que es primo de
Daisy. El es el que propicia el encuentro entre Daisy y Gatsby, el testigo de
su pasión clandestina, el que nos cuenta la novela que, como todos saben,
termina con el cadáver de Gatsby flotando boca abajo en su pileta y su mansión
abandonada y cubierta de pintadas insultantes, mientras Daisy parte a Europa
con su marido polista y millonario.
No sé a ustedes, pero lo que a mí me enganchó para siempre
del Gatsby desde la primera vez que lo leí es ese tránsito de la curiosidad a
la fascinación al asco por los ricos que experimenta y nos hace experimentar
Nick Carraway, el primo de provincia de Daisy, el vecino pobre de Gatsby, el
sapo de otro pozo entre los ricos y famosos de Nueva York, el tipo común y
corriente por excelencia: el hombre invisible, el confidente perfecto, el
custodio único, en el final del libro, de un secreto que a ninguno de los demás
personajes le interesa ya: por qué murió Jay Gatsby. Los fanáticos del libro a
lo largo de los años, cuando están en confianza, confiesan que lo único que
quizá le falte al Gatsby es un poco de Gatsby, pero siempre se ha dado por
sentado que eso era un mérito del libro, que llevaba a releerlo una y otra vez.
Doy fe: a pesar de la insistencia de Boido, tardé años en leer el Trimalción.
Prefería releer el Gatsby, confiar en Maxwell Perkins, ¿para qué leer una
versión imperfecta de un libro perfecto? Cómo me equivocaba.
Dice la leyenda que Perkins creía que era un defecto que a
lo largo del libro no se supiera nada del pasado de Gatsby salvo las
habladurías sobre él (“¡Dicen que mató un hombre! ¡Dicen que se hizo rico
vendiendo armas! ¡Dicen que fue espía alemán! ¡Dicen que hizo un acueducto
desde Canadá para contrabandear alcohol!”) y que convenció a Fitzgerald de que
fuera dosificando información a lo largo del relato. Dice la leyenda que
Fitzgerald, de una sentada, fue agregando pinceladas de cinco o diez líneas a
lo largo del relato y mandó el libro de vuelta, mágicamente terminado. No es
cierto: lo que hizo Fitzgerald fue romper y diseminar a lo largo del libro un
monólogo excepcional de Trimalción, en el que Gatsby le cuenta a Nick su
pasado, en una noche insomne, cuando todavía ignora que ya ha perdido a Daisy y
que en pocas horas más perderá también la vida. El efecto de ese monólogo es
monumental: puesto todo junto, en ese momento culminante, es infinitamente más
poderoso que desperdigado en dosis homeopáticas, y aligeradas de lirismo, a lo
largo del libro. Parece que dijera el doble, y de hecho lo hace, porque lo dice
en el momento en que más ávidos estamos por saber y más abiertos estamos a que
nos noqueen: el efecto es tan asombroso que terminé comparando línea por línea
mis ediciones de Gatsby y de Trimalción y me asombró el doble cuando descubrí
que eran casi las mismas palabras, sólo que dispersas se diluían.
Todo libro esconde su secreto. Era cierta la añoranza de los
fanáticos fitzgeraldianos: falta un poco de Gatsby en el Gatsby. Pero eso que
falta está en el Trimalción. Fitzgerald necesitó toda la vida que alguien
pensara por él, pero esa vez tenía razón: deforme, desequilibrada, su criatura
era doblemente bella. Lástima que Maxwell Perkins prefiriera una golondrina a
un colibrí. Lástima que Fitzgerald creyera más en él que en sí mismo.
Título original: “La golondrina y el colibrí” http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-190212-2012-03-23.html |