Especial para La Página |
Esto de no haber vendido una puta maquinita me tiene
preocupado: me he vuelto una amenaza para el bienestar económico de los
campesinos de Extremadura. No es que yo haya votado por Rajoy, no vayan a
pensar. Es que no consigo vender una puta maquinita, y el hecho está afectando
mis hábitos vínicos y el vino de mis hábitos. Dicen los amigos que no soy el
mismo, que hoy en cuanto bebo me da por no hablar. Pero no es así; justamente a
mí me da por hablar bastante, pelotudeces ibéricas.
Verán, no soy del whisky. Ese destilado se lo dejo a Amado
Boudou y sus amigos de Puerto Madero (los K y los otros, aunque parece que
últimamente ha perdido ya muchos de ambos). Cosas del vudú, Charly se refería a
ellos cuando cantaba toma whisky con los ricos mientras los obreros hacen masa
en la plaza… Pero yo no. Definitivamente no soy la clase de tipo dos dedos y
soda.
Tampoco bebo cachaça. Aunque se la recomendaría a Cristina,
ya que dicen que una buena caipirinha normalmente ayuda a desembarazarse de
aliados corruptos. Pero no; la cachaçinha me parece demasiado dulzona para mi
amargura rioplatense, arrastrada penosamente por el mundo.
De vez en cuando se me antoja y disfruto el ron. Será por lo
que hace años pasé tantas veces por caminos de La Victoria, Estado Aragua en
Venezuela, y se me pegó de alguna manera el roncito. Hasta presumo hoy de
preparar buenos mojitos en el verano, licuando la yerbabuena y todo. Una
botella de ron me dura normalmente más de un año, y por acá se consiguen
directamente importadas de Cuba, con Paparatzi y todo. Y yo las compro. Eso sí:
cuando compro una nueva botella, siempre la levanto a contraluz a ver si no por
las dudas la botella no está preñada de algún yanqui rojo hijo de un camarón.
Si no lo está, y veo que no lo va a parir, la compro.
No se me ha pegado -todavía- el culto al agave. Para mí no
deja de ser un cactus no-ornamental, bastante feo, por cierto. Los campesinos
zapatistas pueden estar tranquilos, porque no amenazo ni contribuyo a su
economía. En materia de tequila soy neutral. Ni siquiera se me ocurre levantar
la botella a contraluz a ver si tiene o no gusano (los gusanos mexicanos no son
iguales a los cubanos). Lo que es seguro es que en lo que a mí respecta, en
Piedras Negras Coahuila no van a matar a nadie por contrabandear tequila.
¿Vodka? Niet, spasiba. Como máximo acepté hace unos años de
regalo una botella de becherowka que trajeron unos visitantes de la República
Checa, y ahí está la condenada botella. La uso a veces en algunas recetas de
cocina y siempre, siempre, la saco afuera cuando invito a casa a mis cuates
tequileros, pero los cabrones la ignoran completamente, por más borrachos que
estén, y la botella sigue ahí.
¿Aguardiente de anís? Tampoco. Desde la muerte de Pablo
Escobar en Medellín no lo he tocado.
¡Ah, pero el vino!...¡El vino…! Si el vino viene, viene la
vida…ya sé que te hago daño llorando mi sermón, pero es el viejo amorrrrr…vino
que me hiciste mal y sin embargo te quiero…
No lo puedo evitar. El vino (tinto, por supuesto; el vino
blanco es cosa de rotos ueones tipo Piñera) es mi debilidad ancestral. ¿no ves
que vengo de un país?
Así que estoy seriamente preocupado. No vendo ni una puta
maquinita, y la noble industria del alcornoque en Extremadura está resintiendo
el hecho mucho más que los recortes del PP: últimamente compro solamente
botellas de corcho sintético, que son las que puedo costear…