Foto: Pedro Albizu Campos & José Martí |
Sobre todo, el legado y los ideales del independentista
borinqueño han tenido el apoyo constante del pueblo cubano, desde antes de la
victoria revolucionaria de 1959, a partir de la cual pudo expresarlo de forma
rotunda, por voz de su gobierno también, en foros internacionales, incluida la
Organización de Naciones Unidas. Pero aún podríamos hacer más por el
conocimiento de la vida y la obra del ser humano extraordinario a quien
recordamos con ocasión de los ciento veinte años de su nacimiento.
Sería pretencioso, en unos comentarios como los presentes, plantearse revertir lo que pueda haber de déficit en la satisfacción de esa necesidad, y también sería un acto de soberbia por parte del autor suponer que puede dar lecciones sobre Albizu Campos al pueblo puertorriqueño. Apenas intenta esbozar una aproximación inicial al héroe puertorriqueño desde el pensamiento y la acción de José Martí: es decir, desde el legado de un héroe que nació en Cuba y le pertenece también a Puerto Rico, a la América Latina y el Caribe, a la humanidad toda.
Sería pretencioso, en unos comentarios como los presentes, plantearse revertir lo que pueda haber de déficit en la satisfacción de esa necesidad, y también sería un acto de soberbia por parte del autor suponer que puede dar lecciones sobre Albizu Campos al pueblo puertorriqueño. Apenas intenta esbozar una aproximación inicial al héroe puertorriqueño desde el pensamiento y la acción de José Martí: es decir, desde el legado de un héroe que nació en Cuba y le pertenece también a Puerto Rico, a la América Latina y el Caribe, a la humanidad toda.
La exploración halla estímulo en la circunstancia de que el
año en curso lo marcan el aniversario 160 del cubano y el 120 del puertorriqueño.
Como nacieron, respectivamente, en 1853 y en 1893, y murieron en 1895, el
primero, y en 1965, el segundo, tanto entre sus nacimientos -en La Habana el de
Martí, en Ponce el de Albizu- como entre sus decesos mediaron decenios
redondos: cuatro y siete. Pero la legitimidad de la búsqueda se halla en
razones de esencia, comenzando por la continuidad de propósitos fundamentales
entre ambos luchadores.
Eso los vincula por encima de las diferencias que vienen del
paso del tiempo, los contextos y las individualidades de cada uno de ellos. La
verdadera relación, la más profunda, entre Martí y Albizu Campos, de apenas dos
años este cuando murió el primero, se halla en el parentesco político y ético
que tienen como integrantes de la familia de antillanos sembradores. No es
fortuito que Martí cayese en combate, en Dos Ríos, luchando contra un imperio
decadente para impedir los planes de otro, que ya acometía, y Albizu pereciera
en San Juan, pero no de muerte natural precisamente, sino acelerada por la saña
con que lo trató en la cárcel ese imperio en crecimiento, que procuró matarlo,
y lo hizo poco a poco, minando su salud y tratando de menguarle su fuerza
mental.
Cuando se evoca la
hermandad entre las Antillas, se debe recordar a pueblos hermanos que se
expresan en diversas lenguas, no solo en español. ¿Cómo olvidar los de Jamaica
y Haití, que no le fueron ajenos a ninguno de los dos héroes a quienes nos
proponemos honrar esta noche? En el caso de Martí, apuntemos que en esos
pueblos encontró apoyo para su labor de organización revolucionaria, y que en
su tránsito por tierras y aguas del Caribe hacia la Cuba que ardía en la guerra
que él había preparado, un cónsul haitiano le extendió pasaporte de su país.
Pero aquí, pensando en hechos que las vincularon en una hermandad especial
dentro de esa hermandad mayor -que es, a su vez, parte de la hermandad que
convoca permanentemente al conjunto de la América Latina y el Caribe-, se
hablará particularmente de las Antillas de habla española, y, sobre todo, de las
que Lola Rodríguez de Tio llamó las dos alas de un pájaro.
La lucha
independentista unió a hornadas sucesivas de hijos e hijas de estas tierras.
Cuando le tocó a Cuba preparar la que debió haber sido su última guerra por la
independencia, recibió la colaboración de eminencias como Ramón Emeterio
Betances, quien con razón al nombre del Partido Revolucionario Cubano fundado
por Martí le añadía y Puertorriqueño. Martí mismo insistió en que esa
organización, y el periódico Patria, que le dio voz sin ser su órgano oficial,
y tuvo entre sus pilares a Sotero Figueroa, eran obra de patriotas de Cuba y de
Puerto Rico, y en el artículo inicial de las Bases del Partido, escritas por
él, estampó que se constituía “para lograr con los esfuerzos reunidos de todos
los hombres de buena voluntad, la independencia absoluta de la Isla de Cuba, y
fomentar y auxiliar la de Puerto Rico”. Sustituyamos hombres por seres humanos,
y se percibirá aún más la actualidad de la cita, sin adulterar su esencia.
La participación
puertorriqueña en el afán de liberar a Cuba se debía al pensamiento
emancipador, y el coraje, de los compatriotas de Betances, y a circunstancias
favorecidas en Puerto Rico por el relativo éxito que aquí alcanzó el
autonomismo, salida política con la cual el gobierno español intentó aquietar
también a los independentistas en Cuba. Martí libró contra esa maniobra una
intensa labor de pensamiento, dirigida a desenmascarar la presunta bondad de la
Corona española, y a denunciar a sus compatriotas que le hacían a esta el
juego. Esa campaña -al calor de la cual publicó artículos como el titulado
“Ciegos y desleales” - dio su mayor fruto cuando en 1895, con relevante aporte
puertorriqueño, estalló en Cuba la guerra necesaria por la independencia. Desde
París, donde representaba al Partido Revolucionario Cubano, Betances lanzó con
honda preocupación su conocido grito: “¡Qué hacen los puertorriqueños que no se
rebelan!”
Deseaba que entre
Puerto Rico y Cuba se mantuviera la coincidencia insurreccional por la que
ambas patrias se hermanaron en 1868, cuando el 23 de septiembre -con el Grito
de Lares, en cuyos preparativos él desempeñó una labor fundamental- la primera
se adelantó al alzamiento de la segunda, conocido como Grito de Yara, aunque en
rigor debería llamarse Grito de Demajagua, pues en ese ingenio azucarero, de su
propiedad, inició Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre la insurrección,
que tuvo su bautismo de fuego en Yara al día siguiente. Esos levantamientos
hicieron a Betances y a Céspedes dignos del título de Padre de la Patria en sus
respectivos pueblos.
En 1895 Betances
sabría o intuiría necesaria la rebelión patriótica para mantener vivo y con
posibilidad de triunfo el espíritu nacional puertorriqueño, a diferencia,
digamos, de la absorción que se estaba operando en las Islas Canarias por parte
de España. Sobre la participación de hijos de Canarias en la lucha por la
independencia de Cuba, Martí expresó que hacían por esta lo que no podían hacer
por sus propias islas. De igual modo sabía necesaria para Cuba la rebelión, y
en 1895 mantuvo la decisión de iniciarla, aunque en el puerto floridano de
Fernandina autoridades estadounidenses frustraron la posibilidad del factor
sorpresa con que él había concebido el comienzo de la campaña, para que esta
fuera eficaz desde la arrancada y no diera tiempo a que el ejército español
tuviera éxito ni, menos aún, a que los Estados Unidos interviniesen. Por eso
quería que la contienda fuese “breve y directa como el rayo”, como expresó en
un artículo titulado precisamente “‘¡Vengo a darte patria!’ Puerto Rico y
Cuba”.
La rebeldía reclamada
por Betances a Puerto Rico fue la que -en condiciones más difíciles aún, si
cabe, que las de 1895- quiso llevar a vías de hecho un claro continuador de
aquellos patriotas: Albizu Campos, pionero en hacer justicia a Betances como
maestro de independentistas. Martí había dado a la vez muestras de confianza en
que luchadores de esa estirpe aparecerían llegado el momento, y de respeto al
pueblo de Eugenio María de Hostos, cuando sostuvo que el Partido tenía un
medular deber cubano, pues había nacido para lograrla independencia de Cuba,
pero en lo tocante a la independencia de Puerto Rico su misión era fomentarla y
auxiliarla. Señaló así un deber llamado a mantenerse mientras el gran propósito
no se hubiera alcanzado.
Representativo de
cómo veía Martí la familia antillana de emancipadores es un texto suyo
aparecido en elPatria del 14 de mayo de 1892, poco después de proclamarse el 10
de abril de 1892 la creación del Partido Revolucionario Cubano, y más de un año
antes de que naciera Albizu Campos. Ese texto es “Las Antillas y Baldorioty
Castro”, en el cual se lee: “Precede a las grandes épocas de ejecución, como la
sazón a la madurez, un movimiento espontáneo de almas por donde conoce el observador
la realidad oculta a los que solo la quisieran ver coronada de flores, y en
cuanto ven espinas, ya niegan que sea realidad”.
No es casual que el
texto comience así, ni que Martí -en medio de la intensa tarea de unidad y luz
revolucionarias que él encabeza- halle motivación para escribirlo en un acto de
homenaje dedicado a un pensador puertorriqueño muerto casi tres años antes.
Huelga decir que ocultamientos de la realidad como los que Martí repudia no
caracterizaban a quienes, cubanos o puertorriqueños, colaboraban con la
independencia de Cuba, y tampoco serían propios de luchadores como Albizu
Campos. Este no cabría entre quienes Martí, en medio de su matizado elogio a
Baldorioy, define en los términos siguientes: “De un lado decrecen, sin más fuerzas
que las necesarias para sostener el catecismo importado, las criaturas
oscilantes y apagadizas de la colonia, que no aciertan a mantener
definitivamente con el brazo las libertades a que aspiran con la razón”. Albizu
estaría “de otro lado”: allí donde “crecen, con el orden intuitivo y oportuno
de la naturaleza, las fuerzas creadoras que de los elementos coloniales
deshechos compondrán, bajo la guarda del mar y la historia, la nación futura”.
Martí sostiene
también: “Ni un átomo de lacayo tuvo en vida el previsor puertorriqueño, el
invencible Baldorioty Castro, a quien, en símbolo sagaz, tributaron homenaje
ayer, en las fiestas de la heroica ciudad dominicana de Azua, las tres Antillas
que han de salvarse juntas, o juntas han de perecer, las tres vigías de la
América hospitalaria y durable, las tres hermanas que de siglos atrás se vienen
cambiando los hijos y enviándose los libertadores, las tres islas abrazadas de
Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo”.
Al apuntar que
Baldorioty no tuvo “ni un átomo de lacayo”, procura Martí destacar, al máximo
posible, lo que considera perdurable en la proyección del puertorriqueño. Por
ello sostiene que, al honrarse a Baldorioty, no se ensalzaba la memoria del
“contemporizador forzado” ni, entre otros calificativos que le dedica, la del
“autonomista puertorriqueño”, ni la del autor de “la cláusula de fidelidad a la
nación española”. Esa cláusula, sobre la cual volveremos, podía considerarse
necesaria “en época en que no había otra expresión o tendencia superior y
manifiesta de la voluntad pública, para conquistar con ella los derechos
esenciales negados en su patria al hombre”. No, no es a ese pensador a quien
Martí estima que se debe rendir tributo, “sino al autor del código de derechos
que […] podrá mañana transportarse íntegro a la constitución de la república
puertorriqueña”.
La búsqueda de esa
república independiente fue la causa a la cual consagró su vida Albizu, y ese
es el camino en que se identificó, en los hechos, con el legado martiano. El
primer intento de compilar y publicar las obras de Martí se debió a Gonzalo de
Quesada Aróstegui y se hizo -de modo itinerante, por los países donde Quesada
ejerció la diplomacia- entre 1900 y 1919, cuando Albizu era niño o muy joven, o
se hallaba estudiando en los Estados Unidos. Las primeras salidas de las que
empezaron a titularse, sin serlo plenamente, Obras completas datan de 1925-1929
-ocho volúmenes impresos en Madrid-, y de 1926, en París, con dos tomos. Las
otras editadas en vida de Albizu Campos, ambas en La Habana -la de Trópico:
setenta y cuatro pequeños volúmenes impresos entre 1936 y 1953; y la de Lex:
dos volúmenes monumentales-, aparecieron cuando el luchador puertorriqueño,
apresado en su tierra en 1937 y enviado ese año a la penitenciaría
estadounidense de Georgia, había iniciado sus largas etapas de prisionero.
Frente a esa
realidad, está por hacerse la búsqueda de indicios que prueben o sugieran que
el dirigente del Partido Nacionalista Puertorriqueño leyó o no leyó, o en qué
grado lo hizo, a Martí. Pero no hay que descartar de antemano que lo haya
hecho, dada su relación con Cuba y señaladamente con reconocidos estudiosos de
Martí, como los ya mencionados Marinello, Roig de Leuchsenring y Mañach. A este
último lo conoció en Harvard, cuando aún no había escrito la célebre biografía
Martí, el Apóstol, pero ya estaría ganado por la veneración que lo llevó a
escribirla en 1932. Al margen de contingencias posibles, más allá, y acá, de
las lecturas -cuya importancia tampoco ha de ignorarse-, Martí ha sido una
presencia viva no solo en Cuba, y a la familia antillana representada
cenitalmente por el autor de “Nuestra América” le rindió Albizu un tributo
superior: la coincidencia leal en ideales determinantes, y en conducta.
Para luego recordar
principalmente páginas e ideas de Albizu, empecemos por un breve diálogo entre
ellas y las de Martí, vistas unas y otras en sus etapas iniciales, en los años
de formación de ambos. En el caso del cubano, de una precocidad marcada, desde
la adolescencia, por su temprano encarcelamiento, durante el cual se le sometió
a brutal trabajo forzado -experiencia que plasmó en su estremecedor testimonio
El presidio político en Cuba (1871), y de la cual salió forjado su carácter-,
nos detendremos de pasada en un texto escrito y publicado en febrero de 1873,
cuando acababa de cumplir veinte años: La República española ante la Revolución
cubana. Su lectura hace pensar en algunos de los primeros textos de Albizu
publicados, según la valiosa compilación de sus Obras escogidas a cargo de J.
Benjamín Torres. Esos escritos datan precisamente de 1923, cuando Albizu
contaba treinta años, y así salta otra vez el atractivo de las casualidades,
pues entre 1973 y 1923 median exactamente cinco décadas. Pero también aquí las
similitudes son cuestión de esencia.
En Madrid -donde
vivía desde comienzos de 1871 el destierro por el cual se le conmutó el
encarcelamiento que sufrió en La Habana- escribió Martí aquel texto. Lo hizo
animado por la proclamación de la primera República española, efímera e incapaz
de reconocer el derecho de Cuba a la independencia, aunque la mayor de las
Antillas se había constituido en República antes, en 1869, en plena guerra
emancipadora. Albizu, por su parte, escribió sus páginas e hizo sus
declaraciones de 1923 en Puerto Rico, adonde había regresado en 1921, luego de
diplomarse en la Universidad de Harvard, Estados Unidos, la nación que desde
1898 había sustituido a España en el dominio colonial de la isla.
Sí, ambos cursaron sus
estudios universitarios en las metrópolis coloniales de sus pueblos, y los
aprovecharon en su preparación para la lucha en pos de liberar a sus
respectivas patrias. Martí, desterrado, empezó los suyos en Madrid y los
finalizó en Zaragoza, donde se graduó de licenciatura en Filosofía y Letras y
en Derecho Civil y Canónico, aunque no tuvo dinero para pagar el título.
Albizu, quien los inició en Vermont, los terminó en Harvard, donde se graduó en
Ingeniería Química, Filosofía y Letras, Ciencias Militares y Derecho,
disciplinas en las que no cabe sino pensar que buscó un arsenal para la lucha.
Los dos optaron voluntariamente por echar su suerte con los pobres de la
tierra, como por su parte declaró Martí en Versos sencillos.
El 31 de mayo de 1923
un conocido periódico de San Juan, El Mundo, reproduce declaraciones hechas por
Albizu en una reunión política celebrada poco antes en Ponce con la
participación de líderes y otros integrantes del Partido Unión de Puerto Rico,
al cual ingresa en ese año el futuro dirigente del Partido Nacionalista. Según
el diario citado, Albizu sostuvo en aquella reunión: “lo importante está en
luchar tesoneramente con fe y patriotismo por la derogación de la Carta
Orgánica vigente, sustituyéndola por una Constitución que establezca un
gobierno responsable solo a nuestro pueblo”. La misma reseña informa: “Por
último, el joven orador aconsejó la necesidad de abandonar, de desterrar la
mala costumbre de la súplica y petición; que Puerto Rico debe exigir lo que de
derecho le corresponda, le pertenece y entonces y solo entonces, merecerá el
respeto y la admiración de los pueblos que han luchado por perfeccionar su
personalidad, como ha hecho el mismo pueblo de Estados Unidos”.
Al igual que Martí
cincuenta años antes, Albizu se enfrenta a una república, la estadounidense,
que niega el derecho de otro pueblo a disfrutar el estatus republicano y la
independencia. En su texto de 1873 el revolucionario cubano sostiene: “La
República [española] se levanta en hombros del sufragio universal, de la
voluntad unánime del pueblo. // Y Cuba se levanta así. Su plebiscito es su
martirologio. Su sufragio es su revolución. ¿Cuándo expresa más firmemente un
pueblo sus deseos que cuando se alza en armas para conseguirlos? // Y si Cuba
proclama su independencia por el mismo derecho que se proclama la República,
¿cómo ha de negar la República a Cuba su derecho de ser libre, que es el mismo
que ella usó para serlo?”
Conociera o no
conociera ese escrito, Albizu será un defensor de ideas y posiciones similares a
las que encarnó Martí, quien en el mismo folleto expresa: “Y no constituye la
tierra eso que llaman integridad de la patria. Patria es algo más que opresión,
algo más que pedazos de terreno sin libertad y sin vida, algo más que derecho
de posesión a la fuerza. Patria es comunidad de intereses, unidad de
tradiciones, unidad de fines, fusión dulcísima y consoladora de amores y
esperanzas”. Por ahí andará también Albizu.
Fechada 31 de mayo de
1923, El Mundo publicó a manera de entrevista el 2 de junio siguiente, hace
noventa años, lo que, por llevar la firma de Albizu Campos, y por otros
indicios -entre ellos la perspectiva marcada por el uso de la primera persona
gramatical-, cabe leer como un texto entregado al periódico por el líder
independentista en formación. De allí son las siguientes líneas, en las que el
vocablopidiendo, que en la fuente aparece escrito en mayúsculas, reúne, junto
con un énfasis convocante de alto valor ético por el sentido que tiene en el
contexto, una posible interferencia del inglés, como el uso deamericano por
estadounidense: un uso que, lamentablemente, se ha extendido en nuestros
pueblos, y en el mundo. Merece ser revertido, y no precisamente por quisquillas
filológicas.
Quien había estudiado
durante años en Harvard, construye el texto de un modo por el cual pedir puede
interpretarse como preguntar: “Nunca llegaremos a merecer el respeto de un
pueblo libre como el americano si seguimos PIDIENDO qué debe hacerse con
nosotros. Debemos buscar los medios legales, la sanción del Congreso si fuere
necesario para reunirnos en Congreso Constituyente, que redacte la constitución
que crea digna para nuestro pueblo. Tendremos poderes y seremos responsables.
De esa manera terminará toda la discusión respecto a nuestro status”.
En ese mismo escrito
se refiere Albizu a la cuestión llamada “racial”, que tanto peso ha tenido en
la nación que sustituyó a España en la dominación de Puerto Rico. A quienes se
ilusionan pensando que la federación del Norte recibirá a Puerto Rico como a un
estado más, en condiciones de igualdad, Albizu les recuerda: “Este elemento
tiene que ser anglosajón o anglo-celta, por ser el que ha dado forma” a una
nación en la que no se ha admitido “a ninguna comunidad hasta no haber ganado
este elemento ascendencia definitiva. En Puerto Rico eso es imposible por
nuestro aislamiento geográfico, por la densidad de población, por tener una
cultura tan o más alta como la norteamericana, y por ser un pueblo que defiende
con tenacidad su historia y su civilización”.
Más adelante veremos
la relación de Albizu, en sus circunstancias, con la hispanidad, una relación
inseparable de la necesidad de hacer frente a la metrópoli estadounidense.
Ahora recordemos que en 1923, el 12 de octubre -llamado Día de la Raza-,
pronunció ante la Asamblea Nacionalista de Ponce una conferencia que ese mismo
año publicó la imprenta local El Día. En nota del autor, “A mis compatriotas”,
se lee que, según las leyes estadounidenses, Puerto Rico debía tener “derecho
dentro de la Constitución federal”; pero, añade el orador: “El ‘estado’ federal
sería, sin embargo, el suicidio para Puerto Rico y un grave inconveniente para
Estados Unidos. Luego, es de interés común para ambas partes que Puerto Rico se
constituya como entidad internacional. La constitución para ese fin puede
redactarla ahora una convención constituyente puertorriqueña que el Congreso
Americano tendría que reconocer en principio por ser indiscutible nuestro
derecho a tener un gobierno responsable solo a nosotros”.
En ese llamamiento
debe verse un recurso táctico, pues, si alguna esperanza tuvo inicialmente
Albizu en que el gobierno de los Estados Unidos reconociera por propia voluntad
el derecho de Puerto Rico a su independencia -y no parece haberla tenido-, la
abandonó tan pronto que no sería relevante en una valoración de su pensamiento.
En la misma conferencia citada se lee: “La certeza de la unidad del universo
halló paralelo perfecto en la certeza de la unidad humana, verdad, que a pesar
de ser evidente, a ella no se consagran muchos hombres”.
La reticencia de la
declaración recuerda un pasaje del opúsculo de Martí de 1873: “No prejuzgo yo
actos de la República española, ni entiendo yo que haya de ser la República
tímida o cobarde. Pero sí le advierto que el acto está siempre propenso a la
injusticia, sí le recuerdo que la injusticia es la muerte del respeto ajeno, sí
le aviso que ser injusto es la necesidad de ser maldito, sí la conjuro a que no
infame nunca la conciencia universal de la honra, que no excluye por cierto la
honra patria, pero que exige que la honra patria viva dentro de la honra
universal”. Si la terquedad colonialista de España, ya monarquía, ya república,
estaba clara para el hijo de una colonia sometida hacía siglos por aquella
nación, los hechos desde 1898 no dejarían a Albizu tener dudas sobre qué
esperar del gobierno de los Estados Unidos en 1923, y después.
La actitud
antimperialista fue una de las mayores afinidades entre Martí y Albizu, a quien
en el siglo XX le correspondió ocupar un sitio de vanguardia en la lucha para
tratar de revertir un hecho de extrema gravedad, ya entonces consumado, y que
Martí había tratado de impedir en el XIX, “a tiempo”, diría. En su conocida
carta póstuma al amigo mexicano Manuel Mercado, trunca porque, al día siguiente
de haberla comenzado, balas colonialistas le segaron la vida, Martí plasmó una
de sus más rotundas declaraciones testamentarias en materia de política.
El contenido de esa
carta se percibe en todo su alcance si se tiene en cuenta que está motivada por
una entrevista que tuvo Martí, en plena campaña, con el corresponsal de The New
York Herald en Cuba, quien le contó que antes se había entrevistado con el
general Arsenio Martínez Campos, y este le había afirmado algo que no
sorprendería a Martí: el gobierno español estaba dispuesto a pactar con el
estadounidense, antes que aceptar la independencia de Cuba, como los sucesos
confirmaron trágicamente en 1898, con el Tratado de París, cuya nulidad moral
denunció Albizu, desde la ética independentista, y echando mano incluso como
recurso jurídico a la Carta Autonómica por la que, el 25 de noviembre de 1897,
España había otorgado la autonomía a Cuba y a Puerto Rico en busca de acabar
con la guerra que ardía en el primero de esos territorios. Fue una decisión
tardía para Cuba, porque ya esta se hallaba en guerra hacía dos años, y para
Puerto Rico, porque pronto la intervención estadounidense la anuló.
La referida denuncia
la hizo Albizu en octubre de 1935, en el alegato que escribió para defender a
su compatriota puertorriqueño y compañero de ideas Luis Felipe Velázquez,
acusado por haber cometido un acto de rebeldía contra la autoridad
estadounidense que había auspiciado en San Juan un acto de homenaje a la
bandera de los Estados Unidos. Semejante hecho suponía avalar la dominación de
Puerto Rico por ese país, y Albizu sostuvo: “Estados Unidos ni su gobierno
tienen derecho para acusar y juzgar en sus tribunales al demandado ni a ninguna
otra persona por un acto cometido en el territorio de Puerto Rico donde solo
hay un soberano, la Nación de Puerto Rico”.
La actitud de Albizu
Campos, y de quienes apoyaban la plena independencia de Puerto Rico, se hermana
con la resolución expresada por Martí al escribirle a Mercado en términos
conocidos, pero que nunca se habrán citado excesivamente: “ya estoy todos los
días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber-puesto que lo
entiendo y tengo ánimos con que realizarlo-de impedir a tiempo con la
independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y
caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”.
Aunque la guerra
había comenzado hacía poco y aún había que vencer al ejército español, Martí le
expresa al amigo la importancia que le reconoce a esa tarea: “Cuanto hice hasta
hoy, y haré, es para eso”. Él, que puede afirmar: “Viví en el monstruo y le
conozco las entrañas, y mi honda es la de David” -como pudo haber dicho también
Albizu-, sabía que la voracidad imperialista de los Estados Unidos buscaba
expandirse sobre nuestra América y por el mundo. En la propia carta le habla a
Mercado de planes de ese país para promover en México -al que ya había robado
más de la mitad de su territorio- la elección de un presidente cómplice de esa
voracidad.
En cuanto a Cuba,
sabe Martí que hay fuerzas intestinas prestas a la complicidad con la potencia
emergente. Desde ese conocimiento recibe uno de los temas sobre los cuales le
habla el corresponsal del Herald: “la actividad anexionista”. Atinadamente
Martí la considera “menos temible por la poca realidad de los aspirantes”. Sabe
que el desprecio anglosajón hacia nuestros pueblos es un obstáculo para el anexionismo,
que supone relación de igualdad entre estados. Tal despreció lo había
denunciado enérgicamente más de una vez, como hizo en 1889 con “Vindicación de
Cuba”, texto dirigido a refutar calumnias anticubanas propaladas en The Evening
Post, de Nueva York, y The Manufacturer, de Filadelfia.
El desprecio también
lo conoció y lo refutó con energía Albizu, quien vería igualmente en su entorno
una actividad cuya resignación colonialista la hacía más peligrosa: la del
autonomismo. En cuanto a la aspiración anexionista, basta recordar las palabras
utilizadas en El Mundo el 11 de abril de 1930 como título de la reseña de una
conferencia de Albizu. “Los partidarios de la estadidad no se atreven a pedirla
porque saben que les darían con las columnas del Capitolio en la cabeza”.
Martí diferenciaba a
quienes seguían el autonomismo por ideas equivocadas, y a quienes lo abrazaban
por intereses de casta. A estos en la carta a Mercado los llama “la especie
curial, sin cintura ni creación, que por disfraz cómodo de su complacencia o
sumisión a España, le piden sin fe la autonomía de Cuba”. Sabe que esa especie
está “contenta solo de que haya un amo, yanqui o español, que les mantenga, o
les cree, en premio de su oficio de celestinos, la posición de prohombres, desdeñosos
de la masa pujante, -la masa mestiza, hábil y conmovedora, del país, -la masa
inteligente y creadora de blancos y negros”.
Por las posibilidades
de éxito que el autonomismo tenía en su capacidad para satisfacer la tozudez
colonialista de España, potencia en precipitado declive, y, sobre todo, la
voracidad neoconquistadora de los Estados Unidos, potencia en despegue, Martí
consideraba que en Cuba la actividad autonomista era aún más temible que la
anexionista, aunque ambas rechazaba él con la misma radicalidad. ¿No tuvo
Albizu Campos frente a las dos tendencias una actitud comparable con la de
Martí? Ambos encarnaron una resuelta posición independentista, que no daba
cabida ni a la anexión ni a la autonomía.
Al igual que Martí,
Albizu pensaba la independencia desde las perspectivas del fundador de una
república que exigiría replanteamientos raigales para desterrar los vicios
heredados de la colonia. Un somero repaso por las aspiraciones de transformar
la realidad puertorriqueña presentes como guía en el pensamiento del héroe
nacido en Ponce revelaría no pocas similitudes entre el héroe cubano y el
puertorriqueño. Así escribiremos en los presentes apuntes el segundo de esos
gentilicios, incluso en las citas de Albizu Campos, aunque en sus escritos predomine
-según las fuentes- la variante apegada a las normas castizas: portorriqueño.
Al escribir puertorriqueño no solo se busca uniformidad expresiva, cara al
trabajo editorial, sino actualización lexical coherente con lo que podemos
llamar la puertorriqueñidad.
Para rendirle
homenaje a Albizu es pertinente centrarnos en algunas de sus ideas, de sus
convocatorias. Según un reporte publicado en El Mundo el 17 de abril de 1927,
sostuvo que la mayoría de los puertorriqueños eran antiamericanos -es decir, se
oponían a los designios del poderío estadounidense-, porque tenían “que
combatir un gobierno que para lo único que sirve en nuestra tierra es para
arrancarle sus riquezas, destruir su cultura y reducirla a una masa amorfa,
despreciable, de peones”. En el contexto de la cita el término peones no debe
leerse como jornaleros o asalariados, sino como seres sometidos, dominados,
cuando no meros lacayos.
Perspectiva similar a
la de esa cita es la que, en el mismo texto, sustenta esta declaración: “Los
puertorriqueños combatiremos todo acto ejecutivo, legislativo o judicial de
Estados Unidos en esta tierra, porque su única sanción es la fuerza de Estados
Unidos, y es contraria a nuestra voluntad. Norte América tiene un deber que
cumplir con nosotros, y con los pueblos iberoamericanos, de los cuales formamos
parte, y es reconocer la independencia plena de Borinquen”.
Quien desde 1924 es
vicepresidente del Partido Nacionalista, que presidirá a partir de 1930, habla
como representante de su pueblo, condición que hasta su muerte fue avalada por
el apoyo popular que recibió, y que se manifestó con particular intensidad ante
las brutales medidas represivas que le impuso el gobierno de los Estados
Unidos. En entrevista concedida a la prensa dominicana y aparecida en El Mundo
el 12 de julio de 1927, expresa: “El pueblo, en masa, está con nosotros. Se
puede afirmar que la gran mayoría de Puerto Rico siente repulsión y rebeldía
frente al coloniaje yanqui. Esta actitud será la que consolide nuestro
movimiento nacionalista”. Al igual que Martí, Albizu sabía que de la aspiración
de hacer una república “con todos, y para el bien de todos” -la cual podía
aspirar, por tanto, al apoyo de la gran mayoría- se autoexcluían fuerzas
regidas por aspiraciones antipatrióticas, a menudo supeditadas a intereses
foráneos.
Con perspectiva
integradora abrazó Albizu la lucha que estructuró sus actos, sus ideas, su
vida. También en él está presente la disposición del Martí que en “Nuestras
ideas” - artículo editorial donde trazó las pautas de Patria, en el primer
número de ese periódico- escribió: “Es criminal quien promueve en un país la
guerra que se le puede evitar; y quien deja de promover la guerra inevitable.
Es criminal quien ve ir al país a un conflicto que la provocación fomenta y la
desesperación favorece, y no prepara, o ayuda a preparar, el país para el
conflicto. Y el crimen es mayor cuando se conoce, por la experiencia previa,
que el desorden de la preparación puede acarrear la derrota del patriotismo más
glorioso, o poner en la patria triunfante los gérmenes de su disolución
definitiva. El que no ayuda hoy a preparar la guerra, ayuda ya a disolver el
país”.
Un escrutinio
cuidadoso -para cuyos frutos no habría espacio en apuntes como los presentes-
alumbraría muchos más puntos de contacto y similitud entre Martí y Albizu
Campos. Forman parte de ellos las ideas de ambos sobre la importancia de la
instrucción, y sobre cómo encauzarla para bien del pueblo en que ella se
fomenta. Ni Martí ni Albizu Campos quedaron atrapados en los cánones de la
educación positivista, como la que prosperaba en los Estados Unidos y muchos
tenían por modelo, haciendo voluntaria o involuntariamente el juego al
pragmatismo, que no por gusto tuvo su cuna en aquella nación.
Nuestros héroes iban
a las raíces propias y a prácticas nutridas por valores espirituales. De Martí
basta leer, para saber cómo pensaba al respecto, su artículo “Maestros
ambulantes”, el mismo donde en 1884 reclamó educadores que llevaran por los
campos de nuestros pueblos sentimientos de amor, y sostuvo que “Ser bueno es el
único modo de ser dichoso”, y “Ser culto es el único modo de ser libre”. De
Albizu, recordemos su reconocimiento de que los indígenas de nuestra América
tenían “sus preceptores, sus sabios y sus escuelas”. La visión albizuista de
cómo dar continuidad a ese camino daría para una reflexión aparte, pero ese no
es nuestro propósito. Como también debe quedar para otra ocasión el estudio
sobre el latinoamericanismo que ambos luchadores profesaron, y que se nutrió
con la peregrinación de los dos por tierras de nuestra América, sintagma
gentilicio que Martí encontró en su entorno y acuñó para distinguir a los
pueblos latinoamericanos y caribeños de otra América, la que él llamó América
europea y
Roma americana. La
definió asimismo como república cesárea.
Las conexiones entre
Martí y Albizu incluirían el papel que ellos reconocían a la participación del
pueblo en general en la defensa de la patria y para hacer frente a sus reclamos
y necesidades. En ese punto el Martí a quien podemos ver en un camino que
conduce hacia la emancipación de la mujer, el Martí que vio “el alma de Cuba”
en una mujer trabajadora -Carolina Rodríguez, quien sirvió a la independencia
de su patria-, el Martí que afirmó que “las campañas de los pueblos solo son
débiles cuando en ellas no se alista el corazón de la mujer; ese Martí, como
otras de sus dimensiones, se recordaría al leer “La mujer libertadora”,
artículo de Albizu publicado en El Mundo el 24 de mayo de 1930. Allí el líder
puertorriqueño señala: “Nos debemos mutua exigencia en el cumplimiento del
deber. Fundar la patria es un imperativo para todos, mujeres y hombres”.
Cuando se pronunció
contra el feminismo no lo hizo precisamente para asumir posiciones patriarcales
en las que se asienta la tradición machista, sino para advertir contra los
peligros de un feminismo en particular -importado tal vez- que podía dividir
las fuerzas que sin renunciar a la búsqueda de igualdad de derechos entre
mujeres y hombres, debían marchar juntas en el afán independentista. En ello
también se llega al núcleo ético de la identificación apreciable entre Martí y
Albizu.
En el mismo artículo
“La mujer libertadora”, el segundo expresó: “No es permisible la tolerancia de
un régimen que pretende negarnos nuestra propia ciudadanía y la independencia
de nuestra personalidad internacional”. Desde la perspectiva exigente del
luchador, avalada por su conducta, afirma un reclamo a su pueblo: “Esa
tolerancia ha permitido al invasor despedazar nuestra nacionalidad, adueñándose
de sus riquezas y atacando los cimientos de su ciudadanía. // Comparando
nuestra historia colonial bajo el yugo norteamericano con la de otros pueblos
víctimas de un imperio exótico, nos sorprende que prematuramente hayamos
producido el tipo insensible al coloniaje, al dominio de un invasor que todo se
lo niega”.
La consistencia entre
pensamiento y conducta en Albizu ocupa fundadamente el centro de la valoración
hecha por Isabel Gutiérrez del Arroyo en su libro Pedro Albizu Campos o la
agonía moral. El mensaje ético de Pedro Albizu Campos. Tanto Martí como Albizu
han recibido de sus pueblos el título de Maestro, con mayúscula. Y a propósito
del segundo escribió la historiadora citada: “todo magisterio auténtico -es
decir, el que trasciende de lo informativo a lo formativo- cumple una finalidad
ética. Así lo podríamos predicar de muchos de los escritos de Albizu […] La
nota moral está casi siempre presente”.
Enseguida la
respetada educadora añade un juicio que viene de largas raíces, anteriores
incluso a San Pablo, y cuyas resonancias no terminan en Albizu: “hay una zona
del magisterio revolucionario que más directamente se dirige a lo formativo, a
lo ético: aquel que pretende nada más y nada menos que formar -usemos la
bíblica frase paulina- un hombre nuevo, el hombre [con permiso de la autora y
de las fuentes aludidas, para revertir tanta herencia patriarcal del idioma,
sustituyamos el hombre por el ser humano] que ha superado el coloniaje
enajenante, deformador, atentatorio, de su esencial condición de ser libre”.
Ese es, con razón, el
foco iluminador y fecundante que Gutiérrez del Arroyo encuentra en la obra de
Albizu, en la cual, por otra parte, deplora no hallar vocación estética en el
uso de la palabra. La belleza en los textos de Albizu debe buscarse donde
radica: en el ajuste sincero entre pensamiento y expresión. Ese ajuste es
medular también en Martí, aunque este fue el extraordinario poeta que fue, e
imprimió al idioma las maravillas artísticas a las cuales el luchador
revolucionario parecía felizmente incapaz de renunciar, cualesquiera que fuesen
los temas que tratara y el público al cual se dirigiera. Esa fue, aunque Martí
prefería ser y fue, sobre todo -sin menoscabo de su integridad indestructible-,
poeta en actos, la dimensión en que también fue poeta el Albizu que con voz
enardecida movilizaba multitudes.
Ambos fueron
portadores de una condición inseparable de su médula ética: la espiritualidad.
La del cubano ha sido valorada por numerosos autores, y a la del puertorriqueño
se han referido también observaciones varias, como las reunidas por Cristina
Meneses Albizu Campos en el cuaderno que se dedica al tema en la colección
Biblioteca Albizu Campos. Tanto en Martí como en Albizu la espiritualidad tuvo
en común el rechazo a las ramplonerías positivistas, y en ninguno de los dos
fue sinónimo estrecho de religiosidad. Tuvo en cada uno de ellos sus
particularidades.
Martí profesó una
religiosidad que no cabía en ninguna de las religiones institucionalizadas -una
religiosidad inidentificable con ritos y liturgias, sin más templo que la
naturaleza-, y abrazó la herencia cristiana en su sentido ético, en el de dar
la vida por los demás, no precisamente de la trascendencia que se atribuye al
hijo de Dios encarnado en Jesús. Y en Albizu resulta clara la presencia de un
deísmo de signo católico, por la cual el lector queda movido a recordar la
“Oda” en que Rubén Darío, al tiempo que reconoce el poderío estadounidense
representado en el presidente Roosevelt, le dijo a este que, en el pragmatismo
imperial de su marcha avasalladora, le faltaba una cosa: Dios.
En lo que respecta a
Albizu, el carácter de su pensamiento religioso apunta a su manera de asumir la
hispanidad, como ratificación cultural frente al peligro de la absorción por la
cultura anglosajona. Nada tiene el conferenciante que añadir sobre el tema ante
quienes han mostrado y demostrado la importancia de defender el uso del español,
y en general la cultura nutrida por el componente hispano, para mantener viva
la nacionalidad puertorriqueña, valladar contra planes del imperio y de sus
servidores.
Estos comentarios han
preferido no marcar con valoraciones presentistas el homenaje a dos héroes cuya
vida física terminó hace décadas, y más de un siglo uno de ellos. Pero sus
respectivas contribuciones no quedaron clausuradas en las épocas en que
vivieron. El primero de los dos, al valorar los años iniciales de la revolución
independentista en su patria, escribió: “Las glorias no se deben enterrar sino
sacar a luz”, porque tienen mucho que seguir enseñando. Parafraseando otras
expresiones suyas, vale decir que Bolívar, Martí y Albizu Campos están entre
los luchadores que tienen mucho que hacer en nuestra América todavía. La
historia, la realidad, lo confirma.
En la balcanización
que han sufrido, o a menudo sufren, nuestros pueblos, y que tanto conviene al
imperio, se han propalado valoraciones que hacen de Albizu un político ajeno, cuando
no contrario, a las causas de los trabajadores. Se le ha enfrentado así a al
socialismo en general. Sin embargo, hay evidencias de que rechazó concretamente
concepciones, actitudes, dirigentes y organizaciones que, aunque se llamaran
socialistas, estaban lejos de serlo, y hasta eran susceptibles de caer en la
trampas del presunto “Nuevo Trato” ofrecido entonces por el gobierno de los
Estados Unidos. Podían en ocasiones desviarse en esencia de los ideales del
socialismo, aunque no fuera más, ni menos, que por asumir los postulados
internacionalistas desde un teoricismo dogmático que no les permitía tener
debidamente en cuenta las condiciones nacionales específicas en que vive y
actúa un determinado colectivo obrero.
Por esos caminos
pueden andar algunas de las críticas lanzadas contra Albizu Campos, contra el
mismo líder nacionalista a quienes acudieron en busca de ayuda los trabajadores
que entre 1933 y 1934 se lanzaron a una huelga en la cual no hallaron el apoyo
que necesitaban y debían haber hallado en dirigentes y grupos autocalificados
de socialistas. Y eran trabajadores de un sector relevante entonces para Puerto
Rico: el azucarero. ¿No será que esos trabajadores tuvieron no solo mayor
conciencia de clase obrera, sino mayor inteligencia que ciertos detractores de
Albizu, al saber a quién debían acudir en busca de respaldo. En el volumen
¡Huelga en la caña! 1933-34, publicado en 1982, el Taller de Formación Política
concentra información en interpretaciones fundamentales sobre aquellos hechos,
y contra quienes han querido presentar a Albizu como un antisocialista sin más.
El tema recuerda los
intentos de hacer de Martí un pensador enemigo del socialismo, para lo cual se
han esgrimido lecturas torcidas de páginas suyas como aquellas donde parafraseó
al Herbert Spencer autor de un ensayo en que el socialismo se define como la
futura esclavitud. Esas lecturas descontextualizan lo dicho por Martí,
magnifican sus críticas al centralismo burocrático -presente en distintas
formas de gobierno- y ocultan su profunda discrepancia con Spencer, en quien
veía un pensador aristocrático indiferente al hambre de los pobres.
A eso se han referido
varios autores, y el de estos apuntes lo ha hecho en textos como “Luces de José
Martí para el socialismo”, publicado en fecha reciente. Martí procuró formar un
frente nacional para lograr la independencia, pero sabía que de esa causa
habían desertado los más opulentos del país. No cabe separar de esa realidad su
afán en lograr que los pasos decisivos para la fundación del Partido
Revolucionario Cubano se dieran en comunidades cubanas donde predominaban los
trabajadores, los obreros, en quienes veía “el arca de nuestra alianza”. Pero
quien quiere tergiversar, tergiversa. Poco le importan las evidencias que los
contradigan, y de tergiversadores no se han librado ni Martí ni Albizu. Ni
podrían tal vez librarse: muy fuertes son los intereses que se vieron y se ven
combatidos por ambos. Será porque cabalgan que los perros les ladran.
Volviendo a la
hispanidad de Albizu -podría incluso hablarse de hispanofilia-, tenemos en ella
un elemento que comparar con la posición de Martí ante España. Se encargó de
dejar claro que la guerra que él preparaba con la voluntad de que no la signase
el odio, no era contra los españoles honrados y amantes de la libertad, sino
contra el mismo sistema que oprimía por igual a cubanos y peninsulares. Pero,
hasta donde sabemos, no llamó madre patria a España, nación que, pensando en
aquel sistema, llegó a calificar de filicida. Habló, en cambio de “nuestra
madre América”, la de los pueblos originarios de esta parte del mundo, y la que
se fraguó en mezcla con los elementos venidos de otras tierras.
Albizu, en cambio, se
refería a España como “la madre patria”, y subrayó los vínculos culturales que
nuestros pueblos de habla española tenían, o tienen, con ella. A quienes han
mantenido el uso del idioma español como un arma de resistencia frente al
inglés, no será necesario insistirles en el lugar que la actitud afectiva de
Albizu Campos hacia la hispanidad podía tener en su pensamiento y en su
práctica antimperialistas. Viene al tema una anécdota relacionada con Antonio
Maceo. Cuando este héroe tenía ya el cuerpo punteado con cicatrices de graves
heridas, causadas por armas españolas en el combate que lo tuvo a él como uno
de los independentistas señeros en la historia de Cuba, alguien le preguntó
sobre la posibilidad de que los Estados Unidos interviniesen en la nueva
contienda que se gestaba. El bravo general le respondió que esa sería la única
vez que su espada pelearía del lado de España.
Décadas después, no
se trataba de que Albizu -quien, por otra parte, sabía que no debía cultivarle
al independentismo puertorriqueño más escollos internacionales que el ya
representado por la dominación estadounidense- sintiera proclividad hacia una
España en que se entronizó el fascismo sedicioso. Pero, a pesar de la claridad
de su pensamiento, ha habido intentos de presentarlo como filofascista, o
fascista. De ahí los esclarecimientos aportados en Pedro Albizu Campos:
¿conservador, fascista o revolucionario?, obra que el Taller de Formación Política
publicó en 1991.
En su “Introducción”
se lee que, por razones de espacio, ese volumen incluye solo las críticas que
los autores/editores consideran más importantes; pero en él se despliega una
amplia refutación de los criterios emitidos por Luis A. Ferrao en Pedro Albizu
Campos y el nacionalismo puertorriqueño (1990). Entre los juicios que el
volumen del Taller de Formación Política refuta a Ferrao, hasta hacerlos triza,
figura el que intenta utilizar la hispanidad de Albizu para presentarlo como simpatizante
del franquismo y mostrarlo, de paso, como filofascista.
El afán de
neutralizar el poder suasorio de prédicas como las albizuistas no es casual.
Todo legado es susceptible de señalamientos críticos, y en general la realidad
es más rica que las teorías dirigidas a interpretarla. Por tanto, dejan
resquicios -ya vacíos, ya interpretaciones imperfectas- que corregir. Pero si
de algo no parece que pueda haber dudas es de la correspondencia entre los
actos y las ideas de Albizu Campos como expresión de un pensamiento
inocultablemente revolucionario en el camino de la búsqueda de la independencia
puertorriqueña. Y a nadie convendrán más los afanes por menguar su valor que a
las fuerzas interesadas en dificultar o impedir esa meta, que hoy siguen reclamando
no solo los puertorriqueños independentistas, sino la mayoría de la comunidad
internacional.
El reclamo hecho en
reiteradas ocasiones por esta última es valioso y respetable política y
moralmente, aunque también cabe decir que no basta para revertir las prácticas
impuestas por las fuerzas imperiales. A un hijo de Cuba no se le tendrá a mal
que, pensando en esos hechos, recuerde lo que ha venido ocurriendo con la
maciza condena año tras año, en la Asamblea General de las Naciones Unidas,
contra el bloqueo anticubano decretado y aplicado, con severas implicaciones
extraterritoriales, por la misma potencia que en 1898 intervino, para hacer su
voluntad, en la guerra que el pueblo cubano merecía ganarle a la corona
española. En lo tocante a Puerto Rico, sin embargo, cabe apuntar que la nueva
resolución del Comité de Descolonización de la ONU ha sido precedido por un
plebiscito en cuyos resultados, largamente significativos, se ha podido ver uno
de los hechos más importantes de la historia del país después del levantamiento
de Lares y de la rebeldía protagonizada en Vieques.
Debemos cultivar y
defender con hechos la esperanza de que las causas de los pueblos puedan
triunfar por vía pacífica. Pero nada ha clausurado de antemano la posible
necesidad de acudir a otros caminos. Y en la actual encrucijada -en la que las
mismas fuerzas que medran con el terrorismo de estado manipulan la presunta
lucha contra el terrorismo en cualquier “oscuro rincón del planeta”- la lucha
revolucionaria está satanizada por los medios dominantes. De ese modo, héroes
como Martí y Albizu Campos quedarían reducidos, en tal doble rasero, a piezas
de museo, o a la supuesta condición de terroristas, pues ambos promovieron la
lucha necesaria contra la opresión colonial.
Sus gestos emancipadores,
comparables a los protagonizados por quienes se plantearon independizar de
Inglaterra a las Trece Colonias norteamericanas, pasan a ser repudiados por las
mismas normas que las fuerzas imperiales enarbolan para saquear pueblos y
desatar guerras genocidas. Con esos propósitos, determinada academia ha avalado
el supuesto fin de la historia, o ha pretendido reducirla a mero simulacro, a
relatos desmedulados, y ha decretado que la ambigüedad es un valor moral rector
para la que esa misma academia ha promovido como posmodernidad: es decir, una
modernidad a la que ya no tienen opción los pueblos que han sido saqueados, a
los cuales se reserva el triste papel de seguir complaciendo al imperio.
Albizu Campos como
presidente del Partido Nacionalista Puertorriqueño, y Juan Antonio Corretjer
como secretario general, firmaron un texto publicado en La Palabra el 4 de
noviembre de 1935 y cuyo título explica suficientemente el contenido y el
carácter de esas páginas, fechadas el 30 de octubre de 1935: “La masacre de Río
Piedras: declaración de la Junta Nacional [del Partido Nacionalista]”. Termina
con esta afirmación: “El jefe yanqui de la policía, coronel [Elisha Francis]
Riggs, ha declarado a la Nación que ‘Habrá guerra, guerra y guerra’. Así consta
en La Democracia. El Nacionalismo reconoce su franqueza y recoge el guante:
Habrá guerra, guerra y guerra”. Y así culmina lo proclamado: “¡Guerra contra
los yanquis!” Habría que incluir en ella la que Martí consideró como
fundamental, la guerra de pensamiento. Los jefes del imperio siguen declarando
y fomentando guerras, pero, según ellos, terroristas son quienes se oponen a
los planes imperiales.
El ser humano nuevo
cuyo surgimiento abonaron luchadores como Martí y Albizu Campos no tendría
posibilidad alguna de poblar la tierra en condiciones semejantes. Para que
aparezca, es necesario cultivar ideales como los defendidos por Laura Meneses
de Albizu Campos, la esposa del héroe, quien queda dicho que, a diferencia de
Martí, disfrutó en su matrimonio de una plena identificación en ideas y en
voluntad de lucha. Ella, peruana, encarnó la unidad de nuestra América y
acompañó al héroe en una vida llena de peligros: compartió su pensamiento
revolucionario.
En el libro Albizu
Campos y la independencia de Puerto Rico, en cuyo arranque plasma la
consecuencia moral con el ideario que ambos abrazaron, escribió la compañera
del héroe puertorriqueño: “Si a usted le preguntaran qué país del mundo debe
ser reducido a la esclavitud, ¿cuál señalaría? Si le preguntaran qué país no
debe ser libre e independiente, ¿cuál indicaría?” Y ella misma responde: “No
existe un hombre de conciencia entre” los millones “del mundo, capaz de decir
qué país libre debe ser reducido a la esclavitud; tampoco ninguno sería capaz
de afirmar qué país sojuzgado no debe ser libre e independiente”. Esa
respuesta, coherente desde la médula con los ideales de Albizu, que ella
compartía como buena hija de nuestra América, se inscribe en afirmación
increpante hecha por Martí en 1878: “el delito de haber sabido ser esclavo, se
paga siéndolo mucho tiempo todavía”.
Mantenida con actos,
aquella respuesta implica voluntad de sacrificio, como la que Albizu Campos
ejemplificó día a día en su vida. Lo hizo con una actitud similar a la de
Martí, quien en carta del 16 de mayo de 1886 sostuvo: “La patria necesita
sacrificios. Es ara y no pedestal. Se la sirve, pero no se la toma para
servirse de ella”. El parentesco ético entre el héroe cubano y el
puertorriqueño lo ratificó este, de hecho, una y otra vez. Así, en una dedicatoria
a Juan Antonio Corretjer manuscrita y fechada en Río Piedras el 20 de enero de
1935, escribió: “La patria es valor y sacrificio”.
Esa idea ya la había
expresado en un otro manuscrito, fechado “en la cárcel de San Juan, Puerto
Rico, a diez de octubre, 1926”. Reproducido igualmente de forma facsimilar,
como el anterior, en las Obras escogidas recopiladas por J. Benjamín Torres, en
el tomo III, como parte del álbum de autógrafos de Rosa Emilia Albizu Campos,
hija del patriota, el apunte afirma: “En la cárcel o frente a la muerte se
renuevan las notas de la consagración: la patria es valor y sacrificio”.
No por gusto el
imperio puso tras las rejas al héroe, y allí lo hizo blanco de radiaciones que
minaron su salud y anticiparon su muerte. Cuando Albizu denunció esas
maniobras, lo acusaron de loco, como al parecer hicieron algunos cuando Martí
decía que era objeto de espionaje. Pero las radiaciones contra Albizu y el
espionaje en torno a Martí son hechos confirmados: aquellas, por dictámenes
médicos y por evidencias; este, por documentos que prueban que el gobierno
español recibía el apoyo de detectives, señaladamente de la Agencia Pinkerton,
abuela putativa del FBI. Tampoco es casual que Martí y Albizu hayan sido vistos
como apóstoles de la libertad, condición que, lejos de menguar, crece con el
tiempo.
La prédica, la
conducta, el ejemplo de ambos dejaron un legado de unidad y verticalidad en la
lucha por la independencia de sus pueblos y de nuestra América en general. El
imperio, por su parte, demuestra su capacidad gozosa para capitalizar la
desunión entre quienes deben enfrentarlo e incluso están dispuestos a
combatirlo. No son fortuitos los términos de una conocida máxima: “Divide et
impera”. Cada quiebra en la unidad de las fuerzas llamadas a ser
antimperialistas, o que de voluntad lo son, cada encono entre ellas, son
alimento y garantía para las orgías del imperio. Para no dar asidero alguno a
un poderío que, aun en medio de una gran crisis sistémica, disfruta de enormes
recursos para seguir imponiéndose, continúa siendo fundamental, como en tiempos
de Martí y de Albizu, lo que el primero de ellos definió y cultivó como la
unión franca y sincera entre todos los seres humanos de buena voluntad.
Conferencia ofrecida el pasado
1 de julio en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, sito
en el Viejo San Juan, para rendir homenaje al héroe independentista
puertorriqueño Pedro Albizu Campos en su aniversario 120, que se cumplió el 29
de junio.