✆ Nicolas Duffaut |
Desde sus respectivos nacimientos estuvieron siempre juntos.
Vieron el mundo con escasas dos semanas de diferencia, y sus vidas quedaron
casi hermanadas desde un primer momento. Aunque no eran hermanos, lo parecían. Compartieron juegos infantiles, estudios primarios, penas y
alegrías de niños, nevadas y calores. Simón siempre fue algo gordo,
característica que se acentuó en su adolescencia. Jürgen, por el contrario, fue
siempre delgado, enjuto. Ambos eran altos.
Se protegían mutuamente, en todo: con mentiras piadosas
antes sus madres o maestros para apañar fechorías menores del otro; con puños y
puntapiés antes niños hostiles.
Sus respectivos padres no tenían muy en cuenta la relación;
eran amiguitos, así de simple, buenos amiguitos, y ello no daba para abrir
ninguna reflexión al respecto. La cuestión de la religión no contaba.
En realidad, si bien ambas familias eran practicantes de sus
respectivos credos, ninguna era particularmente devota. Seguían sus ritos como
las tradiciones lo mandaban, pero no pasaban de allí. Jürgen era católico;
Simón, judío.
Los dos niños fueron formados en sus creencias, pero entre
sí nunca hablaban de ello. No era necesario; los unía otra infinidad de cosas,
y el tema religioso no contaba. Como tantos niños –¿como todos?– sus
preocupaciones no iban por el lado teológico; el ámbito espiritual era una
obligación más, pesada como todas las obligaciones, como lavarse los dientes o
bañarse cada sábado.