Viktor Orban Primer Ministro de Hungría |
Hace un año y medio que Hungría ocupa la primera página de
los periódicos. Daniel Cohn-Bendit considera a Viktor Orbán un nuevo Chávez o
un Lukashenko dentro de la Unión Europea. La secretaria de Estado de EEUU,
Hillary Clinton ha amonestado al actual primer ministro de Hungría por atentar
contra las libertades personales e interferir en la independencia del sistema
judicial. Barroso, el presidente de la Comisión Europea, ha enviado una clara
advertencia contra la modificación de la legislación bancaria que afectaría al
Banco Nacional y determinaría la congelación del impuesto sobre
bienes inmuebles mediante la Constitución.
A su vez, la Comisión
Europea ha mostrado su desacuerdo en relación a la nueva Constitución húngara y
a la ley de prensa. En la misma línea, el FMI y la Comisión Europea han roto
las negociaciones con el gobierno húngaro y han reclamado la aplicación real de
los principios de «mercado» para las políticas económicas gubernamentales. Los
bancos de dentro y fuera de Hungría afirman alto y claro que el gobierno
húngaro arruina el sector financiero mediante las tasas suplementarias y el uso
"perjudicial" de los préstamos extranjeros (euros y francos suizos)
destinados a los ciudadanos húngaros y a la administración local. Eso es lo que
repite sin cesar el dogma cotidiano entonado por los grupos burgueses locales,
cuyos moderados integrantes no muestran simpatías nacionalistas. No obstante,
estos grupos ya han conseguido lanzar a la calle a decenas de miles de personas
para clamar contra los elementos reales o imaginarios de la política del
partido de Viktor Orbán.
En el bando opuesto, los medios que apoyan al gobierno local
presentan a Viktor Orbán como a un verdadero "representante del
pueblo" o "héroe justiciero", que lucha contra la
malignidad del capitalismo global y defiende los derechos de la población
local. Tal vez un 20% del electorado húngaro piense lo mismo. Pero esta imagen
de lucha por la justicia social y la soberanía nacional, una esta especie de
nacionalismo de izquierda, no contiene ni una pizca de verdad. Orbán ni es
Chávez, ni Mugabe, ni Nasser, ni Castro y ninguna de las
figuras que lucharon por los ideales socialistas en el contexto del capitalismo
global. Hubiera podido ser una personalidad con este perfil, dadas sus primeras
inclinaciones hacia las políticas de emancipación. Sin embargo, de forma
similar a toda la sociedad húngara, igual que la izquierda, los liberales o los
conservadores, Orbán representa la hybris postsocialista, que sostiene que el sistema socialista
fue un sistema degradado per se, mientras que el capitalismo semi-periférico
representó el verdadero progreso. Este posicionamiento sin reflexión conlleva a
un gran error que aboca al caos.
En este caos, el único objetivo «constante» de la política
de Orbán se reduce a demostrar dentro y fuera del país que su misión es poner
orden en Hungría y alejarla de todos los “comunistas”, que son los lacayos del
capitalismo global (además de ser sus enemigos personales). Su
propósito se centra en convertir Hungría en un diminuto Imperio europeo con
plena soberanía dentro de la región de los Cárpatos.
Este deseo de reconquistar el orgullo nacional, unido al
caos político postsocialista en la comprensión del capitalismo global,
degeneran, dentro del contexto de la historia local y regional, en la creación
de un personaje descabezado y cada vez más trágico. Si volvemos la vista atrás
en la historia, resulta preocupante que no nos demos cuenta de que Orbán y
buena parte de la sociedad húngara resuelven esta hybris mediante su opción por un verdadero autoritarismo.
Analicemos la situación por partes.
La frustrada población húngara muestra su irritación por una
evolución política que se supone que defiende sus intereses. Se siente
prisionera de un grupo político reducido y arrogante que busca venganza, pero
que al mismo tiempo entiende algunos de los problemas clave de la economía del
país. No obstante, por motivos de mentalidad y estructurales (la estructura de
la economía húngara, los intereses de los pequeños magnates húngaros, las
propias posiciones sociales, el declive general de Occidente, el eurocentrismo
y el anticomunismo), los políticos agudizan los problemas económicos y empujan
a la sociedad húngara hacia una histeria semifascista. No hay que engañarse,
todavía no estamos ante un sistema fascista de partido único, sino ante una
estructura autoritaria, cuyos dirigentes sueñan tal vez con una evolución y un
desarrollo similar al de Corea de Sur en la década de 1960, con un coste mínimo
del trabajo y una seguridad social casi inexistente.
Los críticos liberales y occidentales interpretan de forma
errónea esta evolución, ya sea de manera intencionada, o por simple ignorancia.
Creen que un potencial dictador amenaza el sistema constitucional liberal por
motivos ideológicos y por afán de poder. Conforme a esta visión, nos
encontraríamos ante un Lukashenko en versión húngara o ante una reconstrucción
del socialismo autoritario. Cabe pensar que en este punto tropezamos con un
tema característico de la memoria colectiva húngara (esta memoria sigue siendo
una de las fuentes de la evolución trágica del presente). No obstante, en
grandes líneas, no se trata de una reconstrucción de los sistemas autoritarios
del pasado, y sobre todo, no nos encontramos ante un Kádárian. Estamos ante un
claro intento de salvaguardar la versión local del capitalismo global, detalle
que hace todavía más trágica la situación. Sólo se mantiene un cierto
colectivismo para defender el capitalismo nacional, completamente abierto al
capitalismo global.
No cabe lugar a dudas que la retórica política oficial no
abraza el discurso liberal. El asunto se viste de color nacional, dado que el
público destinatario es la furiosa clase «media» (sin importar su porcentaje),
de perfil nacionalista y conservador. Llegados a este punto, la situación se
desliza hacía el fascismo. En los programas diarios (es decir, en las noticias
y los programas de debates políticos de los medios de comunicación «públicos»
húngaros) se producen permanentes autos de fe fascistas y conservadores contra
la izquierda, los liberales, los homosexuales, los gitanos y sobre todo contra
los comunistas que, según otro dato peliagudo de esta historia, nunca fueron
comunistas. A fecha de hoy, comunista es sinónimo de gente de negocios con más
o menos influencia y de empresarios que ocupan una función económica clave.
Este grupo incluye a personalidades como Gyurcsány y Bajnai, que controlan
amplios segmentos de la economía local y que no tenían mucha relación con el
comunismo, más allá de apropiarse de los activos de los sectores públicos,
igual que los no comunistas. La palabra comunista o bolshes equivale
simplemente a cualquier persona sospechosa de corrupción, vista como un
traidor. Al mismo tiempo, se asocia a los «comunistas» con las atrocidades
cometidas en 1950 y una gran parte del público húngaro se cree esta manipulación.
No obstante, en cierto modo, los «anticomunistas» describen
correctamente a los «comunistas» como grupo unitario, es decir, el grupo que
reinstauró las jerarquías globales en el país, incluso antes del cambio del
régimen político. No se plantearon la necesidad de adaptar el país a las
condiciones externas que existían. Forzaron la exportación mediante la
adquisición de nuevas tecnologías y la identificación de nuevas reservas de
mano de obra barata, fácil de explotar, actuando incluso contra los elementos
«socialistas» del sistema. En aquel entonces, pusieron en peligro la autonomía
de la dominante economía de Estado. Estas medidas pasadas las podemos
interpretar como un intento de disciplinar a la opinión pública conforme a los
requisitos impuestos por una posición económica semiperiférica.
Hemos llegado al elemento decisivo del escenario político
elaborado por los partidos histéricos de derecha. Estos han recurrido a la
introducción de la sociedad húngara en las jerarquías capitalistas globales
mediante una nueva modalidad, inexistente en la época de los gobiernos
liberales y socialistas. Han comenzado por defender los intereses nacionales y
la prohibición de la venta del país. En este sentido, a fecha de hoy, los
comisarios de la derecha revisan cualquier contrato firmado con anterioridad al
presente gobierno y en la prensa surgen cada día viles «escándalos». Algunos de
estos casos son reales, mientras que otros muchos son sólo la consecuencia de
una economía que defiende a un gran número de empresas privadas que ofrecen
servicios de externalización para el sector «público». El capital
global y los agentes institucionales dejaron el sector «público» en manos de la
burguesía local. Esta situación no se refleja a nivel global y la
corrupción que genera produce suficiente capital político. Por supuesto, la
prensa mainstream se calla y no explica la interrelación de todo el
sistema porque las conexiones liliputienses con el Gulliver de los recursos
públicos constituyen a su vez una vía de negocio para los propios periodistas.
El capitalismo como proyecto vampírico se encuentra en la base de muchas otras
maniobras políticas. Tras el expolio realizado por las sociedades
internacionales y los «magnates» húngaros, los recursos públicos actuales son
objeto de deseo de todos.
El sector público no alberga demasiada riqueza y la
situación del país evidencia una realidad deplorable. La elevada deuda externa
y el déficit en constante aumento han llevado a intentos sistemáticos por
reducir todos los presupuestos que afectan a las personas, sobre todo a las más
débiles. Parece ser que Viktor Orbán y su ministro de economía, Matolcsy,
envidiaban a Nicolae Ceaușescu, «el genio de los Cárpatos», por conseguir pagar
la deuda externa, sin tener en cuenta las consecuencias que tendría a nivel
local. Por otro lado, reducir el valor de los préstamos extranjeros acordados a
la frágil clase media significaría ignorar las consecuencias globales de este
gesto y disminuiría algunas ventajas de los dirigentes. La deuda externa
constituye la especialidad de la paranoia FIDESZ y es, a su vez, una forma sistemática
de subordinar a la sociedad húngara para reconfigurar el capitalismo local, sin
ofrecer ninguna alternativa de supervivencia a la población. A pesar de entrar
en un posible conflicto con los bancos con capital extranjero por la decisión
de pago de los préstamos bancarios a un tipo fijo (lo que implicaría pérdidas
de casi 1 billón de euros aproximadamente), el objetivo final de la medida es
mantener un capitalismo con rígidas preferencias de clase, favoreciendo a los
que pueden permitirse adquirir una propiedad.
Para aclarar la situación, basta con subrayar que la
adquisición de los fondos privados de pensiones (que representan una
acumulación de capital privado garantizado por la autoridad pública) no fue
sólo una iniciativa sensata, sino que es una de las pocas iniciativas
(irritante para los liberales) saludables. No obstante, esta renacionalización
y la consecuente e insignificante reducción de la deuda externa de Hungría (con
pérdidas del 3% por las tasas de cambio en detrimento de la moneda húngara) no
impidieron el proceso de adquisición de nuevos activos por parte del Gobierno.
Volvieron a comprar las acciones de la empresa MOL (Grupo petrolero húngaro),
anteriormente transferidas a inversores austriacos a través de OMV, acciones
que se llevaron 2000 millones de euros, dinero prestado por el FMI. Al
mismo tiempo, permitieron el colapso de la compañía pública de aerolíneas Málev
para favorecer intereses empresariales y políticos. Este dato demuestra de
nuevo que el objetivo del gobierno no es facilitar la adquisición de capital,
sino beneficiar y aumentar el balance del capital local del Estado ante el
capital global. Los «magnates» húngaros simplemente utilizan los recursos del
Estado para extraer sus ventajas ante la competencia local o extranjera. Por
ejemplo, el Gobierno aprobó con una mayoría de dos tercios de los votos una ley
que permite a un promotor inmobiliario estar exento del pago de las tasas
correspondientes a su actividad. En otro caso, una personalidad húngara del
ámbito de los negocios ha impuesto a las autoridades públicas el cierre de su
competencia. Esta es también la cara del actual sistema judicial. Los hombres
de negocios controlan las políticas económicas y piden directamente al Gobierno
una reducción de los gastos públicos y de la prestación por desempleo a 90
días; asimismo reclaman que se les garantice la posibilidad de despedir a
cualquier empleado sin ninguna justificación y una rebaja del salario mínimo
mediante el trabajo «obligatorio» para el sector público. A la vez, pretenden
disminuir las ayudas sociales, sobre todo las destinadas a los grupos más
pobres y desfavorecidos. Este modelo no dista del capitalismo semiperiférico
que funcionó hace cien años, cuando los sueldos que se pagaban en el sector
agrícola eran muy bajos para fomentar la competitividad frente a la falta de
capital necesario para una producción agrícola intensiva. Sin embargo, tras 40
años de socialismo de Estado, para la imposición de este mismo modelo hace
falta una previa represión ideológica y de discurso.
En consecuencia, este modelo necesita los matices
mencionados y las paradojas entre las cuales se incluye la permanente búsqueda
de chivos expiatorios, como los pobres y los gitanos, que intensifican los
conflictos de clase y el racismo. Este es el motivo por el cual han centrado
sus golpes en la gente sin techo (cuya presencia en los espacios públicos está
prohibida por ley) y no han cesado de poner en evidencia las infracciones de
los gitanos.
A uno le resulta extraña la satisfacción que encuentran los
actuales dirigentes en dar rienda suelta a su odio hacia los gitanos, al
debatir sobre la obligación de los mismos a trabajar como sirvientes o al
culpabilizar a los «comunistas» de todos los conflictos sociales generados por
una desigualdad y marginalización cada vez mayores. Se promueve la propaganda
más detestable que el país ha visto en muchos años y sólo este tipo de
propaganda mantiene el actual Gobierno en el poder, dado que no existe ningún
debate sobre el impacto real del capitalismo en Hungría.
Como uno de los aspectos más preocupantes, se debe subrayar
el hecho de que esta maquinaria propagandística tiene múltiples funciones
políticas. Por ejemplo, a los nuevos clientes sólo se les paga si excluyen del
negocio a los antiguos contratistas. Se nombra a nuevas personas en los cargos
públicos liberados por los «comunistas». En consecuencia, el Gobierno muestra
que se encuentra en una continua lucha por defender los intereses húngaros
contra los enemigos internos y el capital global. Se trata de una estrategia
que consiste en alimentar el miedo de tipo fascista dentro de la insegura clase
«media», posicionándola al mismo tiempo contra las clases desfavorecidas y las
élites. La propaganda es la única salvación de los dirigentes, dado que no pueden
cumplir lo que prometieron al capital global y a sus representantes. Sería su
muerte.
Lo que debe preocuparnos son las consecuencias de una falsa
lucha nacionalista con verdaderos instintos fascistas. El resultado más obvio
es que la llamada derecha radical se puede extender mucho más. Para la máxima
infelicidad de la izquierda política, esta derecha radical se apropió y
reformuló aquellas ideas que la izquierda hubiera tenido que expresar dentro de
un contexto adecuado. Resulta extraño escuchar a los "arios"
periodistas locales adeptos a una Gran Hungría y posicionados contra los
gitanos citando a conocidos críticos internacionales. En consecuencia, la
ascensión de la derecha radical en Hungría no es sólo el resultado de las
crisis políticas y sociales, sino también del hecho de que la población local
se ha visto empujada hacia ella por todos los grupos políticos que
no consiguen formular una propuesta viable en un periodo de declive de
Occidente y reestructuración del capital global. Así es que no debe parecer
insólito que en Hungría la extrema derecha sea el segundo partido más popular.
Otra consecuencia de esta situación es la permanente lucha por la Gran Hungría:
defender a los húngaros que viven en los países vecinos. Igual que Rumanía en
su relación con Moldavia, Hungría concedió la ciudadanía no-residente a los
magiares o a las personas que pudieron demostrar tal identidad. Es un aspecto
que no se debate demasiado a fecha de hoy en los países de la región, excepto
en el caso de Eslovaquia (Robert Fico volvió a estar presente en Eslovaquia).
Pero podemos estar seguros de que el ejemplo de Hungría, un país «avanzado» en
la construcción de un sistema autoritario semiperiférico será un ejemplo para
otros grupos políticos de los países vecinos. Y sólo en ese momento veremos el
caos generado por los pequeños imperialistas adeptos de la Gran Hungría y
contrarios al tratado de Trianon. El alejamiento de todos los grupos políticos
que se esforzaron por tender puentes sobre las fronteras étnicas para asegurar
derechos étnicos fundamentales, y su consecuente reemplazo por los estúpidos
«radicales» destrozará cualquier estrategia mediante la cual se intente
apaciguar las emociones creadas por políticos sin ideas para gestionar la
crisis.
El futuro de esta defensa nacionalista del capitalismo
semiperiférico depende en gran medida del futuro de los escenarios políticos
europeos. Alemania, que utiliza Hungría como provincia china local (ya que
ofrece material de calidad para sus productos competitivos) y como mercado para
sus multinacionales, podría sentirse irritada por estos intentos de
reforzar la Gran Hungría. En primer lugar, Alemania no tiene ningún interés en
defender esta línea política, y en segundo lugar, busca soluciones más
pacíficas. No le gustan los escandalosos de provincia, sobre todo en caso de
una quiebra del euro. Desde esta perspectiva, Alemania comparte el punto de
vista de Estados Unidos, que solicitó una gestión política basada en
principios occidentales. China no muestra ningún tipo de interés por la
posición de Hungría, porque la economía húngara no existe y el país no tiene
ninguna influencia internacional. Seguirá con pragmatismo el ejemplo alemán, es
decir, abordar la situación sin inquietud. Si Hungría no les conviene,
simplemente se mudarán a Eslovaquia.
En esta hybris postsocialista,
solo una histeria permanente puede mantener a Orbán en el poder. Pero su falsa
revuelta traerá consigo problemas mayores. Desembocará en un escenario en el
cual sólo los clientes y «los expertos» del capitalismo global lucharán contra
los fascistas de derecha. La izquierda política no cuestionó ninguno de los
elementos clave del capitalismo global y de su funcionamiento en Hungría. No
consiguió aportar una mejor interpretación de los cambios de régimen ocurridos en
las décadas de 1980 y 1990. La reacción de los izquierdistas cobardes con sus
pequeños intereses burgueses se redujo a proclamar la inexistencia de una
solución contra la malignidad del capitalismo semiperiférico. A fecha de hoy,
solo apuntan: mira lo que ha hecho Orbán y cómo fracasa. Esta falta de
alternativa representa la verdadera tragedia de la izquierda húngara y del país
entero.
Attila
Melengh es sociólogo, lector en la Universidad Corvinus de Budapest, autor
de los volúmenes On the East/West Slope. Globalization, Nationalism,
Racism and Discourses on Central and Eastern Europe(2006) Budapest, CEU Press y The
Population History of Kiskunhalas from the 17th century till the early 20th
century, (2001) Budapest KSH NKI.
Título original: “Hybris postsocialista. La tragedia de Viktor Orbán y de la izquierda húngara”
Traducción para www.sinpermiso.info por Corina Tulbure
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