Loïc Wacquant
¿Cómo conoció usted a
Pierre Bourdieu?
Conocí a Bourdieu en una conferencia pública que daba sobre
“Cuestiones políticas”, una tarde gris de noviembre de 1980 en la École
Polytechnique. Tras la conferencia, que me pareció densa y abstrusa, el debate
se prolongó en la cafetería con un grupo de estudiantes hasta el amanecer. Ahí,
Bourdieu diseccionó con una maestría de cirujano las relaciones subterráneas
entre política y sociedad en Francia, en vísperas de las elecciones de 1981.
Fue como una iluminación para mí y en seguida me dije: “Si esto es la
sociología, es lo que quiero hacer”. Así que me matriculé en un curso de
sociología en Nanterre y comencé a “hacer novillos” en la École des HEC
[escuela de economía] para poder asistir a sus clases en el Collège de France,
al final de las cuales solía apostarme para esperarle pacientemente y asaltarle
con preguntas. Tomamos la costumbre de ir andando y charlando juntos hasta su
casa. Eran como unas fabulosas clases particulares para un aprendiz de
sociólogo como yo.
¿Qué representaba
entonces para usted, frente a otros “grandes” de las ciencias sociales como
Lévi-Strauss, Foucault y Derrida?
Bourdieu ya era el famoso autor de Esquisse d’une
théorie de la pratique (1972) [Esbozo de una teoría de la práctica] que,
en su afán por captar la actividad cotidiana de las personas en situación,
desafiaba el estructuralismo mentalista de Lévi-Strauss; pero era también autor
de La distinción, Taurus, 2002, que rechazaba la visión filosófica del gusto
defendida por Derrida, revelando que nuestras preferencias más íntimas
están marcadas por nuestra posición y trayectoria sociales.
Pero, por aquel entonces, yo no comparaba a Bourdieu con los
otros grandes pensadores de la época, para empezar porque yo carecía de grandes
ambiciones intelectuales, y también porque se trataba de una persona muy
accesible, cálida y cercana. Yo le veía más bien como el director de orquesta
de la revista Actes de la recherche en sciences sociales [Actas de la
investigación en ciencias sociales], a la cual me suscribí, a pesar de que me
costaba mucho leerla. Actes es una revista única, pues introduce a
sus lectores en la “cocina” de las ciencias sociales: permite conocer el
proceso de producción del objeto sociológico, subvirtiendo el “sentido común”.
Para toda una generación de investigadores, la mejor manera de conocer a
Bourdieu ha consistido en leer esta revista, que él fundó y dirigió durante un
cuarto de siglo. Otros, en cambio, han descubierto su pensamiento a través de
los breves ensayos de la colección Raison d’agir [“Razones para
actuar”], que lanzó en 1996.
¿Qué adjetivos
escogerías para caracterizar su sociología?
Bourdieu es un sociólogo enciclopédico. Ha publicado treinta
libros y cerca de 400 artículos, abordando los temas más variados: desde el
parentesco en la sociedad rural hasta la ciencia, pasando por la escuela, las
clases sociales, la cultura y los intelectuales, el derecho y la religión, la
dominación masculina, la economía y el Estado, y un interminable etcétera. Pero
bajo esta desconcertante ebullición de objetos empíricos se oculta un pequeño
número de principios y conceptos que aportan a su obra una unidad y una
coherencia pasmosas.
Bourdieu desarrolla una ciencia de la práctica humana que aporta
una crítica de la dominación en todas sus formas: de clase, étnica, de género,
nacional, burocrática, etc. Se trata de un ciencia antidualista, agonística y
reflexiva. Antidualista porque desentraña las antinomias heredadas de la
filosofía y sociología clásicas, entre cuerpo y alma, individual y colectivo,
material y simbólico; y fusiona la interpretación (que indaga las razones) con
la explicación (que detecta las causas), así como los niveles de análisis micro
y macro. Se trata de una sociología agonística en el sentido que plantea que
todos los universos sociales, incluso los aparentemente más conciliadores, como
la familia o el arte, son en realidad espacios de infinitas luchas multiformes.
Y, para terminar, la sociología de Bourdieu se distingue de las otras
corrientes, y notablemente de aquella de los padres fundadores -Marx, Durkheim
y Weber-, en que actúa de manera reflexiva, es decir: el sociólogo está
obligado a dirigir sus instrumentos de análisis también hacia sí mismo,
esforzándose así por conjurar las determinaciones sociales que también pesan
sobre él, como ser social y como productor cultural.
¿Cuáles son los
conceptos distintivos que forman el meollo de su teoría?
Para Bourdieu, la acción histórica existe bajo dos formas,
encarnada e institucionalizada, sedimentada en los cuerpos y en las cosas. Por
un lado, se “subjetiviza” depositándose en lo más hondo de los individuos, bajo
la forma de categorías de percepción y de apreciación, de conjuntos de
disposiciones duraderas que él denomina habitus. Por otro lado, se “objetiviza”
en distribuciones eficientes de recursos, que Bourdieu captura mediante la
noción de capital, y en microcosmos dotados de una lógica de funcionamiento
específico que Bourdieu denomina campos (político, jurídico, artístico, etc.).
Su sociología se esfuerza por dilucidar la dialéctica de la
historia hecha cuerpo y de la historia hecha cosa, del habitus y del campo, que
nos conduce al meollo del misterio de la vida social. Pues si las estructuras
mentales (del habitus) y las estructuras sociales (del campo) se interpelan, se
responden y se corresponden, es porque están relacionadas mediante un vínculo
genético y recursivo: la sociedad modela las disposiciones, las maneras de ser,
de sentir, de pensar y de actuar propias de una categoría de individuos; y
dichas disposiciones guían las acciones mediante las cuales estos mismos
individuos dan, a su vez, forma a la sociedad.
A esto hay que añadir la idea-fuerza de la pluralidad y
versatilidad de los tipos de capital: en las sociedades contemporáneas, las
desigualdades no sólo están determinadas por el capital económico (patrimonio,
ingresos), sino también por el capital cultural (títulos académicos), el
capital social (relaciones útiles) y el capital simbólico (prestigio,
reconocimiento). Sumando todo esto, obtenemos la receta de una sociología
agonística, flexible y dinámica, adecuada para indagar en las luchas materiales
y simbólicas, al hilo de las cuales se produce la historia.
¿Cómo hay que
interpretar la implicación política de Bourdieu, especialmente en 1995?
En realidad, la “implicación” política de Bourdieu se
remonta a sus trabajos de juventud durante la crisis de Argelia. Como buen
retoño de la École Normale Supérieure, pasó de la filosofía a la antropología,
es decir, de la reflexión pura a la investigación empírica, para asimilar el
impacto emocional de esa horrible guerra y para aportar una visión clínica de
un proceso de descolonización que hizo que la República se tambaleara.
Hacer ciencia social siempre ha sido para Bourdieu una
forma de contribuir al debate cívico. Sus principales libros abordan y
reformulan algunas de las grandes cuestiones sociopolíticas de cada momento:
esto es cierto en "La reproducción: elementos para una teoría del sistema
de enseñanza", (Popular, 2001) que saca a la luz crítica elmito de la
“escuela liberadora”; así como en La Noblesse d’État [La nobleza de
Estado] (1989), que desmonta los mecanismos de legitimación de la dominación
tecnocrática; y es igualmente cierto, evidentemente, en la encuesta colectiva
sobre La Misère du monde (1993) [La miseria del mundo, Akal, 1999],
que aparece dos años antes de su famoso discurso en la estación de Lyon, cuando
las manifestaciones de diciembre de 1995.
Lo que cambia a lo largo del tiempo es la manera de
manifestarse de su implicación cívica. Al comienzo, ésta queda totalmente
sublimada en su labor científica. Pero, con el tiempo, va adoptando una forma
más pública que desemboca en actuaciones concretas visibles para el gran
público; y esto por dos razones: Bourdieu ha cambiado, ha madurado y ha
adquirido una notable autoridad científica; comprendía cada vez mejor el
funcionamiento de los campos político y mediático, y por lo tanto, era capaz de
manejarlos mejor. Pero también el mundo ha cambiado: la dictadura de mercado
amenaza directamente las conquistas sociales de las luchas democráticas, por lo
que resulta cada vez más urgente intervenir. Lo que no había cambiado era su
devoradora pasión por la investigación y su devoción hacia la ciencia, que
defendía con uñas y dientes contra la intrusión de la “filosofía de Reader’s
Digest” y contra el irracionalismo de las corrientes autodenominadas
posmodernas.
¿Qué diferencias nota
usted en la acogida de su trabajo en Francia y en EE UU?
En el extranjero se suele leer a Bourdieu sin interferencias
políticas ni mediáticas, como un autor clásico que ha elaborado poderosos e
innovadores instrumentos para pensar las sociedades contemporáneas, así como
una gran figura de acción intelectual, en la estela de Zola, Sartre y Foucault.
En la jaula de grillos parisina, en cambio, los prejuicios son tenaces y
siempre hay quienes, incluso a título póstumo, prosiguen sus pequeñas guerras
sectarias de clanes académicos y que, con Bourdieu aún en vida, ya acogían sus obras
con jarros de agua fría. Es una pena por Francia...
En sus
investigaciones, ¿qué retoma usted más directamente de Bourdieu?
Doy continuidad a sus enseñanzas en tres terrenos: el
cuerpo, el gueto y el Estado penal. En "Entre las cuerdas: cuadernos etnográficos
de un aprendiz de boxeador" (Alianza, 2004) pongo a prueba, por
partida doble, el concepto de habitus. Primero, como objeto empírico,
desmenuzando el proceso de ensamblaje de los esquemas mentales, las habilidades
cinéticas y los deseos que, una vez sumados, hacen de alguien un boxeador
competente y apetente. En segundo lugar, como método de investigación: he
adquirido el habitus pugilístico mediante un aprendizaje de tres años en un
gimnasio de un gueto negro de Chicago, con el objetivo de señalar la vía de una
sociología encarnada que considera el cuerpo no como un obstáculo para el
conocimiento, sino al contrario, como un vector de su producción.
En el frente de las desigualdades étnicas y urbanas, mi
libro "Los condenados de la ciudad: gueto, periferias, Estado"
(SigloXXI, 2007) aplica los esquemas bourdieusianos para mostrar cómo el
Estado, mediante su estructura y políticas, modela las formas adoptadas por la
marginalidad urbana al filo del nuevo siglo: el hipergueto en Estados Unidos y
el antigueto en Francia y en Europa occidental.
Finalmente, mis investigaciones sobre la difusión planetaria
de la temática securitaria de la “tolerancia cero”, resumidas en "Las
cárceles de la miseria" (Alianza, 2001) demuestran que el retorno de la
prisión señala el advenimiento de un nuevo modo de regulación de la pobreza que
alía la “mano invisible” del mercado laboral desregulado con el “puño de
hierro” de un aparato penal intrusivo e hiperactivo. El neoliberalismo
supone menos Estado social, pero más Estado penal.
Y, por el contrario,
¿cuáles de las aportaciones de Bourdieu resultan menos útiles y actuales?
El postulado sobre que existe una estrecha correspondencia
entre las oportunidades objetivas y las aspiraciones subjetivas ya no es tan
válido hoy en día, con la universalización de la escolarización secundaria y el
desbaratamiento generalizado de las estrategias de reproducción de las clases
populares. El marco nacional en el cual Bourdieu elaboró sus investigaciones
debe ser ampliado y enriquecido mediante un análisis de los fenómenos
transnacionales, para los cuales aporta, no obstante, los instrumentos
conceptuales esenciales. Como con cualquier teoría, también hay que someter a
prueba los postulados de la sociología bourdieusiana hasta alcanzar su punto de
ruptura. Bourdieu hubiera sido el primero en animarnos a hacer tal cosa.
El curso de Bourdieu sobre el Estado en el Collège de France
acaba de ser publicado bajo el título Sur l’État [Sobre el Estado]. ¿Qué
nuevas aportaciones supone para el conjunto de su obra y para el debate
democrático?
En cuanto a la forma, esta primera gran edición póstuma nos
permite descubrir a Bourdieu como un pedagogo en acción, abriendo huella a
tientas hacia el “monstruo frío” denunciado por Nietzsche, con el que estamos
tan familiarizados que ya ni nos damos cuenta de su cada vez más invisible
existencia. Al aclarar por qué plantea los problemas como los plantea
(partiendo de acciones aparentemente banales, como rellenar un formulario
administrativo o firmar un certificado de enfermedad), al señalar las trampas
que esquiva, al no disimular sus tanteos, sus dudas, sus angustias incluso, nos
invita a entrar en su laboratorio y nos ofrece una propedéutica sociológica en
acción.
En cuanto al fondo, Bourdieu renueva de cabo a rabo la
teoría del Estado, caracterizándolo como el “Banco Central” del capital
simbólico: la instancia que monopoliza no sólo el uso legítimo de la violencia
física, mediante la policía y el ejército (como ya propuso antaño MaxWeber),
sino también el uso de la “violencia simbólica”, es decir, la capacidad para
inculcar las categorías y asignar las identidades, sobre todo a través de la
educación y del derecho, monopolizando así el poder de verificación del mundo.
Este libro propone una relectura de la invención histórica –que no deja, a fin
de cuentas, de resultar sorprendente–, al hilo de la cual la “casa del Rey”,
que se basa en la apropiación privada del poder y que se reproduce por la vía
dinástica, se ha ido mudando paulatinamente en “razón de Estado”, que se basa
en títulos académicos y que se reproduce por la vía burocrática.
El Estado emerge así como una institución bifronte: por un
lado, constituye el vector de desvío de lo universal en provecho de sus
constructores y conductores y, por otro lado, el medio posible para lograr el
progreso de lo universal y, por lo tanto, de la justicia.
¿Qué pensaría Bourdieu
de la crisis económica que sufre actualmente Europa y que precisamente amenaza
a su modelo de Estado regulador y protector?
Con su perspectiva a largo plazo, Sur l’État ofrece
precisamente unas herramientas preciosas para comprender mejor los argumentos y
resultados de las luchas políticas provocadas por la crisis financiera y
monetaria que sacude ahora todo el planeta. Nos recuerda que son los
Estados quienes construyen los mercados y que, por lo tanto, pueden
ponerles coto, a poco que los responsables políticos tengan la voluntad
colectiva de hacerlo. Sugiere que los enunciados aparentemente expertos con los
que se arropa el orden económico establecido (como las evaluaciones de las
agencias de rating) no son sino pulsos simbólicos que no reposan más
que en la fe colectiva que les quiera conceder quienes a ellos se pliegan
(empezando por los medios de comunicación dominantes). Conviene releer, a este
respecto, el capítulo de su breve libro Contrefeux (1998; Anagrama,
1999) subtitulado "Propósitos al servicio de la resistencia contra la
invasión neoliberal", en el cual Bourdieu vapulea lo que denomina “el
pensamiento Tietmeyer” (nombre del por aquel entonces director del Bundesbank),
convertido desde entonces en el “pensamiento Trichet” y ahora en el
“pensamiento Draghi”, que presenta al imperio de las finanzas como un estado de
cosas ineluctable cuando, en el fondo, es totalmente arbitrario y sólo perdura
debido a la servidumbre voluntaria de los dirigentes políticos.
¿Con qué hay que
quedarse finalmente de Bourdieu y qué echa usted más de menos desde su
desaparición?
A título personal, sus telefonazos a las dos de la madrugada
en Berkeley, que solían arrancar a menudo con un punto de ansiedad y que
finalizaban invariablemente en carcajadas, lo que me ponía las pilas de verdad.
Los desayunos en su minúscula cocina en los que todo se entremezclaba: trabajo,
debate político, consejos vitales; todo siempre bajo el prisma sociológico. Ya
que, aunque él mismo lo niegue en La Sociologie est un sport de combat,
(2001), la película que Pierre Carles le ha consagrado, Bourdieu nunca se
quitaba las lentes científicas. Pero el autor de Sens pratique (1980)
[El sentido práctico, Siglo XXI, 2007] sigue presente y vivo a través de todas
las investigaciones impulsadas por su pensamiento en todo el mundo. Bourdieu es
ya el nombre de una empresa colectiva de investigación que atraviesa las
fronteras de las disciplinas y países para alimentar a unas ciencias sociales
rigurosas, críticas con el orden establecido y preocupadas por ampliar el
espectro de las posibilidades históricas.
Loïc
Wacquant es profesor en la Universidad de California, en Berkeley, e
investigador en el Centre Européen de Sociologie et de Science Politique, en
París. Sus investigaciones versan sobre marginalidad urbana, la dominación
étnico-racial, el Estado penal, la política de la razón y la teoría
sociológica, y han sido traducidas a una quincena de lenguas. Entre sus obras
se incluyen Castigar a los pobres. El Gobierno neoliberal de la
inseguridad social (Gedisa, 2009), Los condenados de la ciudad:
gueto, periferias, Estado (Siglo XXI, 2007) o Entre las cuerdas:
cuadernos etnográficos de un aprendiz de boxeador (Alianza, 2004).
Traducción: Aeiou traductores
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